jueves, 25 de febrero de 2010

EL EXAMEN VITAL


El profesor pasea entre los pasillos del aula. Los alumnos, aplicados, van contestando las preguntas del examen. Alguno hace un gesto sospechoso que mueve a una mayor atención por si intenta copiar. Otro lee una y otra vez las preguntas, esperando una iluminación que le dé la pista que necesita.  Un tercero ha comenzado ya a escribir, contestando la pregunta que mejor se sabe.
Rápido para unos, lento para otros, pasa el tiempo. Hay quien mira al techo –de las alturas puede venir el milagro–, hay quien sacude su brazo para eliminar la tensión de escribir tan seguido. En cierto momento, alguien comenta en voz baja, como para sí, pero el silencio multiplica el sonido: “Sólo queda un cuarto de hora”; y entonces un pequeño guirigay, las prisas, el estrés contenido. Se sisea demandando silencio.
El profesor reflexiona: son jóvenes; cuando finalice la hora creerán que han acabado el examen y respirarán tranquilos. Y será sólo una verdad a medias. No piensan que lo de ahora mismo no es más que un examen dentro de otro, del que yo también soy alumno y examinando junto a ellos.
Un examen más feroz, porque no conoces todas las preguntas al principio, ni sabes cuántos puntos vale cada una, ni puedes elegir por cuál comenzar. Un examen donde los temas van apareciendo de improviso, y muchas veces has de buscar la respuesta a una cuestión antes, o al mismo tiempo, que contestas otras planteadas anteriormente. Se puede intentar copiar, pero no resulta: las respuestas de los demás, generalmente no sirven, porque las preguntas pueden ser parecidas, pero nunca las mismas. 
Existen diversos correctores, uno o varios para cada pregunta, tienen criterios diferentes, y es mucho lo que hay en juego. El peor de ellos es, sin duda, esa entidad que algunas escuelas de psicología denominan Superego. Y ni siquiera cuando te suspenden alguna cuestión puedes estar seguro de que las respuestas estaban equivocadas. De hecho, es frecuente creer, y saber, que los examinadores son injustos.
Porque no suelen conocerse de antemano los criterios de evaluación, y rara vez se nos concede el derecho de revisión de calificación. Y ya puestos, las posibilidades de recuperación son escasas, cuando no nulas, y hay poco que hacer para “subir nota”, si no es a partir de la respuesta de la pregunta siguiente.
Por último, y esto es lo peor, no sabes nunca de cuánto tiempo dispones. Pensar demasiado, dar vueltas innecesarias, buscar soluciones erróneas, distraerte... son diferentes formas de fracasar. Y cuando suena el timbre que marca el final del examen, que puede sonar en cualquier momento, la decisión de la Vida es inapelable.
En esas meditaciones estaba. El examen era largo. Un poco antes de que acabe el tiempo, uno de los líderes de la clase se arriesga y pide, aún sabiéndolo casi imposible, alargarlo siquiera diez minutos más. 
Y el profesor, en contra de lo que esperaban, sin discutir ni negociar siquiera, contesta que sí y les concede una prórroga. Quién sabe si, sintiéndose en ese momento compañero, apuesta por la solidaridad con un acto de rebeldía juvenil; quién si  quizás espera, a su vez, otra imposible respuesta de misericordia temporal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario