sábado, 22 de mayo de 2010

POLÍTICA BÀSICA: Y ASÍ NOS LUCE EL PELO.


Música para acompañar: siguiendo con pasodobles, el taurino Marcial, eres el más grande.
Creen estos inocentes que las revoluciones se hacen con discursos frenéticos, con abrazos fraternales, con vivas estrepitosos y cantinelas optimistas. Cuando esto empezó me agradaba la rebeldía garbosa, el desprecio del Gobierno central, que por más que se disfrace con arreos y colorines democráticos es siempre una enredosa oligarquía. Pero ya se van desvaneciendo mis ilusiones.
Benito Pérez Galdós. La Primera República. Episodios Nacionales, 44
Para quien desee adentrarse en la esa mezcla de verbena popular, festival del humor, tragedia griega, zarzuela de tarde de domingo a cargo del coro del pueblo, corrida de toros con picadores y chotis mal bailao que fue la Primera República, le recomiendo un paseo por el texto correspondiente de los Episodios Nacionales de Don Benito Pérez Galdós.
En menos de un año de vida, tuvo la tal cuatro presidentes, padeció tres guerras civiles simultáneas —la de los Diez Años en la provincia cubana, la Tercera Guerra Carlista, y la Insurrección cantonalista—, varios intentos de golpe de estado, indisciplinas militares, intentos separatistas, crisis económicas y un final a juego con la traca del General Pavía desalojando a las bravas las Cortes cuando sus señorías se disponían a votar al quinto presidente. Malas lenguas propagaron el bulo de que el militar entró en el hemiciclo a caballo, lo que hubiera dotado a ese final de más colorido todavía, pero, desgraciadamente para el mundo del espectáculo, no es cierto.
Muchas cosas hay para olvidar de aquel tiempo y del quehacer de tantos, pero una frase, sólo una, de uno de ellos, sólo de uno, podría justificar toda aquella debacle si es que la historia, tal como pretenden algunos, sirviera para aprender algo y no volver a tropezar en la misma piedra (una hipótesis que me permito cuestionar a menudo).
El hombre es cuestión, que no cuestionado, fue don Estanislau Figueras, catalán, líder del Partido Federal y primer presidente de gobierno de aquella memorable República entre febrero y junio de 1873. 
La frase, memorable, que pronunció —y en catalán en el original— mientras presidía un Consejo de Ministros fue: “Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!”. 
No “de todos ustedes”, sino “de todos nosotros”. 
Ese incluirse, y el aditamiento de los atributos sexuales masculinos, me han parecido siempre de una grosería exquisita. 
Pero es que aún fue más lejos en su genialidad: unos días después, y para demostrar que la frase la había pronunciado de todo corazón, dejó subrepticiamente su dimisión en el despacho de la Presidencia, se largó como si fuera a pasear un rato, tomó el tren en Atocha... y, previo transbordo en la frontera, se bajó en París. 
También se podía haber quedado en su Barcelona natal, pero esto hubiera menguado su hazaña: tenía que llegar hasta el centro de la bulla europea, al sultanato del placer, a la ciudad de la orgía. Y allí se largó. A pesar de mis pesquisas, no he podido informarme de lo que allí hizo, pero no me extrañaría que hubiera sido, también, algo memorable.
Así mismo, las referencias que he consultado no comentan ni si era casado, que imagino que sí, ni si se llevó a su esposa, que dada la premura, imagino que no. Me da por pensar que fue como la otra cara de la moneda de aquel tendero que echó la persiana a su establecimiento y colgó en ella el siguiente cartel: “Cerrado hasta el 25 por viaje. No es de placer, me voy con mi señora”.
Llegado aquí, un servidor, cada vez que lo recuerda, se quita la boina. No puedo menos que rendir pleitesía a un espécimen, no sé si ejemplar, pero sí ejemplarizante. Una frase de esa categoría y luego un largarse, y sin ni siquiera avisar, al mismísimo París, es algo digno de admiración; sin matices.
Luego el personaje perdió un poco el lustre: volvió.
En 1880 don Estanislau formó otro partido —el Partido Republicano Federal Orgánico, que también manda huevos el nombrecito— y un par de años más tarde pasó a mejor vida —mejor que cuando estaba de presidente y peor que cuando estuvo en París, supongo—. Y ahí acabó todo.
Es una pena que no se quedara dándose la buena vida, escribiendo sus jugosas memorias, y viviendo lo suficiente para llegar a la España de la Restauración alfonsina y vivir en ella hasta después de 1912. Estoy seguro de que entonces, conocedores de su gesta, Joselito, o Belmonte, o ambos, le hubieran brindado al menos un toro.
Como no pudo ser así, le dedico yo ahora el pasodoble de marras.
P.S. Observo el yermo político en que nos encontramos. Los problemas se obvian, las soluciones se soslayan. Se entierra la cabeza, como el avestruz, o se mira para otro lado para no ver lo evidente. Unos que no acaban de caer del guindo y los otros esperando a que caigan. Y entretanto, tantos arrastras. Todos la cagan, sobre todo aquel de cuyo nombre, como a Cervantes le pasaba con cierto lugar de la Mancha, no quiero acordarme. Nadie dimite, todos siguen jugando aunque el resultado sea macabro: la culpa, en este país, es siempre de los Otros.
En cualquier caso, añoro a don Estanislau: hoy ya no quedan personajes de este calado y esa enjundia. Estamos bien jodidos: hemos perdido al unísono el sentido del humor y el de la tragedia.
Y así nos luce el pelo.

domingo, 16 de mayo de 2010

TARDES DE TOROS, 2. LA MUERTE: BELMONTE

Música para acompañar: No tiene ni un mal pasodoble dedicado. Una pena.
Los que me veían ir contra lo que ellos consideraban leyes naturales, se llevaban las manos a la cabeza y decían: "Tiene que morir irremediablemente. O se quita de donde se pone o lo mata el toro". Yo no me quitaba, el toro tardaba en matarme, y los entendidos, en vez de resignarse a reconocer que era posible una mecánica distinta en el juego de la lidia, que era lo más sencillo y razonable, se pusieron a dar gritos histéricos y a llamarme hiperbólicamente "terremoto", "cataclismo", "fenómeno" y no sé cuántas cosas disparatadas más. 
                           Manuel Chaves Nogales. Juan Belmonte, matador de toros.

No se puede entender a Joselito sin saber quienes fueron su hermano, Rafael el Gallo y, sobre todo, su pareja de hecho en el mundo del toreo, su opositor, su alter ego, su contrapeso real, su réplica y equilibrio, su otro platillo de la balanza: Juan Belmonte. 
Hay quien afirma que, de no haber muerto Joselito tan temprano, los dos, que toreaban de formas tan diferentes, hubieran terminado toreando de una forma muy parecida, síntesis de la de uno y la del otro; tanto se admiraban mutuamente.
De su hermano Rafael, sólo dos indicaciones: era el marido de la bailaora Pastora Imperio y uno de los toreros que más sabían del miedo. Cuando lo sentía en la plaza, tiraba los trastos  de matar y se marchaba al callejón, a esperar a que lo detuviera, para llevárselo, la célebre pareja de la Guardia Civil. Pero cuando no lo sentía, a decir de las crónicas, toreaba magníficamente. 
Pero he usado la palabra incorrecta: miedo. Porque Rafael, el Gallo, no tenía normalmente miedo, sino jindama, una veces, y canguelo, otras. Que no son sinónimos, por mucho que se empeñe la Real Academia. La jindama, señalan algunos entendidos, es esa sensación incomprensible de misterio que te envuelve en un determinado momento; el canguelo, una especie de aviso fantasmal de un mal por venir. Pero parece que, para entender estos matices, no basta con ser lingüista; hay que ser gitano y torero.
Pero volvamos a Joselito y a Belmonte. Si uno era la alegría y la danza, el otro simbolizaba la pausa y la tragedia, no en vano fue el creador del toreo de a pie quieto. A Juan también lo admiraron desde el pueblo llano, pero fue más lejano a las mujeres y más cercano, en cambio, a los intelectuales, que llegaron a considerar, gracias a él, el jugar a lances con la muerte como una forma de arte.
Si a Joselito las letras no le importaban y escuchaba sólo la voz de la vida, Belmonte, que demostraría saber escuchar mejor a los toros antes de matarlos, provocaría que la Generación del 98 en bloque, nada menos, se hiciera belmontista y lo considerara uno más de ellos, a pesar de que muchos habían rechazado antes la fiesta nacional como un síntoma del atraso hispano. 
Gallito se reía de la muerte y jugaba con ella desde su falso sentimiento de inmortalidad. Belmonte parecía buscarla sin fortuna. Los aficionados, obsesionados con la idea de los terrenos del toro y el torero, iban  a verlo torear cada tarde con la secreta ilusión de que fuera la última vez que se le viera frente al animal. 
Cuenta su biógrafo, Manuel Cháves Nogales, que a veces le decía su amigo, el escritor Ramón María del Valle-Inclán: “Juanito, no te falta más que morir en la plaza”; y Juan le contestaba: “Se hará lo que se pueda, Don Ramón, se hará lo que se pueda”. El uno al otro tuteando y en diminutivo, el otro al uno con respeto y con el don delante.
Pero a él, imprevisiblemente y por más que hizo cuanto pudo, no lo mató un toro. Él mismo se quitó la vida en un tardío 1962, a punto de cumplir los 70, con un tiro que se descerrajó en la soledad de su cortijo. Creador del toreo a pie quieto murió de la misma forma: sosegado frente a la idea de la muerte, olvidando no sólo el miedo, sino la jindama o el canguelo de la que posiblemente tanto le había hablado Rafael el Gallo, el hermano mayor de Joselito.
Ahora los dos duermen el sueño eterno cercanos, con su destino ya cumplido, en el cementerio de San Fernando de Sevilla.
Pero hoy es un 16 de Mayo, y no un 8 de Abril. Y para el Pasmo de Triana, que es cómo se conoció a Juan Belmonte, no conozco pasodoble alguno que se interprete en las plazas de toros en esa fecha. Una pena. Aunque no sea aficionado a las corridas de toros, como mi padre.

TARDES DE TOROS, 1. LA VIDA: JOSELITO

Música para escuchar: el pasodoble Gallito.
              A mi padre de nuevo, a quien le gustan los toros y, de vez en        
              cuando, hojea la versión del Cossío que le regalé.
No soy aficionado a los toros, pero eso es ahora lo de menos.
Hoy, domingo 16 de Mayo, me he levantado temprano y he hecho algo que ha roto alguna de esas pequeñas costumbres que confieren seguridad en una vida: he encendido el ordenador, me he puesto los auriculares para no despertar a la familia, y me he puesto a escuchar el pasodoble Gallito.
Hoy, si hubieran corridas de toros y se mantuvieran las viejas tradiciones, en todos los cosos se interpretaría ese mismo pasodoble. Hoy hace noventa años —fue en 1920— que a un torero llamado José Gómez Ortega, conocido como Joselito o Gallito,  lo cogió “Bailaor”, un astado burriciego que le causó la muerte. Compartía cartel con su hermano mayor, Rafael el Gallo, y su cuñado Ignacio, torero y poeta al que Lorca dedicaría, catorce años después y con motivo de su muerte, una de las elegías más hermosas de nuestra lengua: el Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías.
Pero volvamos a Joselito: murió aquella tarde. Su muerte causó un estrépito nacional. La estatua que corona su tumba, en el cementerio de Sevilla, la realizó nada menos que Mariano Benlliure, y todo el mausoleo se pagó por suscripción popular. Y el detalle definitivo de la importancia de esa muerte: la Macarena, por primera y única vez en la historia, fue vestida de luto. La Macarena. Porque había muerto, y lejos de Sevilla, Joselito.
Cuentan que era la vida, la hermosura, la gracia; lo adoraban el pueblo y las mujeres y, como buen gitano, no leía. Como señalara Ramón Sender “(...) los gitanos no leen. Su desdén por la lectura es producto de su falta de fe. Sólo creen en lo que dice directamente un ser vivo, parlante y alerta, que pone detrás de sus palabras su persona entera y verdadera”. Pero Joselito no supo escuchar, aquella tarde, al toro que tenía delante. 
Gallito se reía de la muerte. A sus amigos, dicen, solía decirles: “A mí no me enganchará nunca un toro como no me tire un cuerno por el aire”. Paradojas de la vida: moriría en una plaza de tercera, la de Talavera de la Reina, tal día que un 16 de Mayo, empitonado. Lo improbable se había hecho realidad. Y coincidencias: a él, tan aficionado a torear bailando ante los toros, lo tuvo que matar, precisamente, uno que llevaba por nombre “Bailaor”.
He dicho ya que fue en 1920. Por aquellas fechas poblaban las ciudades y los campos de España la escasez de yantar, huelgas obreras, pistolerismo rojo y blanco, anarquistas soñando utopías, jornaleros con hambre de pan y de tierras, señoritos explotando la miseria, una monarquía obsoleta y estúpida, una oligarquía atroz, unos pocos demócratas que no sabían a qué juego se estaba jugando, unos caciques odiosos y odiados, una Iglesia tan poderosa como mezquina, unos proletarios tan frustrados como ferozmente anticlericales, masas deseosas de emular la revolución bolchevique... y muchos muertos en Marruecos entre aquellos jóvenes cuyas familias no los habían podido liberar de la guerra por no disponer de seis mil reales, y eso que aún faltaba un año para el Desastre de Annual
Muchos errores, ansias y miedos que provocarían la llegada, tres años más tarde, de Primo de Rivera (de Miguel, el padre; José Antonio, el hijo, vendría años después vestido con camisa azul mahón).
En los libros de historia suele salir todo eso, pero ninguno habla del drama que supuso la muerte de Joselito. Cómo la gente se echó a la calle, cómo el mundo se olvido de sí mismo el tiempo necesario para llegar a creérselo, cómo autoridades del más alto nivel le rindieron pleitesía al féretro, cómo se lloró su pérdida. Cómo tantas mujeres descubrieron de repente que estaban enamoradas de él, aunque hasta entonces algunas no lo hubieran sabido. Cómo se suspendió el tiempo. Cómo se gestó el mito.
Ahora ya no queda nada de aquello, ni el recuerdo siquiera en los libros de historia. Y no estoy seguro de que hoy, si es que hubiera una corrida, la banda tocara el famoso pasodoble. Por eso, excepcionalmente, esta mañana he roto mi rutina y he oído, con los ojos cerrados y el sentimiento de tragedia nacional que rodeó su hacer, el alegre y vital pasodoble Gallito.

miércoles, 12 de mayo de 2010

LA DEPLORABLE RUMBA EL MANISERO



Música para acompañar: El Manisero (en la versión de mi infancia de Antonio Machín) y Chan Chan (recomendada la interpretación del Buenavista Social Club).
A ese saxofonista que durante años ha sido mi padre
En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Hardy, (...) la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión,(...) la admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito (...), el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero (...)
Jorge Luis Borges. “El espantoso redentor Lazarus Morell”, en: Historia Universal de la infamia.
Un grupo de amigos fue de vacaciones a Grecia. Tras volver de su visita al monte Athos —el misticismo los impregnaba— se dejaron seducir por un vino fresco denominado retsina mientras comían yoghurt y quesos, y uno de ellos, profundamente seducido, se dio a tararear canciones de la España profunda. La mezcla de frescor, alcohol y resina de los pinos de Alepo parece ser que le despertó sentimientos perdidos.
El tipo en cuestión, habitualmente un figura para la música moderna, seguidor en aquellos años de gente como Kitaro, Brian Eno, la Penguin Café Orchestra, Philip Glass y genios similares, cuentan que entonaba, desafinando en medio de una magnífica cogorza, temas como el Porompompero o Dónde estará mi carro.
Tras la resaca, y cuando los colegas le comentaron sus hazañas musicales, él lo negó. Lo negó todo. Obstinadamente. Él no había podido cantar lo que decían que había cantado. Yo, en cambio, los creí, y ello por dos razones: una, el amigo que se puso tibio de retsina no podía recordar qué había pasado; y dos, la forma de carcajearse de los demás indicaba a las claras que la anécdota era cierta.
Lo entendí porque también a mí, sin el aditivo del vino griego y sin ser tan refinado en mis gustos musicales, me sucedió algo parecido: en un verano septentrional empecé a tararear a menudo pasodobles, boleros y hasta fragmentos de romanzas de zarzuela.
Fue en Estocolmo, a mediados de los setenta, rodeado de colombianos, venezolanos, argentinos y otras gentes de la diáspora. Y allí, en días de luz interminable, oyendo los múltiples acentos del  español y acompañado de cumbias y guajiras, empecé a añorar lo que hasta hacía poco despreciaba. Y a tararear aquellas viejas y conocidas canciones en la ducha o en mis paseos junto a un lago próximo a la Skogskolan.
Música que había escuchado en casa, a lo largo de mi vida; que había oído tocar a mi padre en alguna verbena popular; y que me parecía poco menos que música de segunda o tercera categoría, sin la grandeza de las composiciones clásicas, ni la ruptura de los grupos anglosajones de moda por aquel entonces, ni la profundidad revolucionaria del folk song contestatario.
Y allí estaba yo, a miles de kilómetros de casa y añorándola, y sintiendo no haber metido un cassette en la mochila para poder escucharla de nuevo. Era mucho más estúpido que los demás, que habían traído consigo, desde el París o Londres donde residían en invierno, las canciones de sus tierras, los ritmos caribeños que marcaban sus pasos en la cocina de la residencia de estudiantes que compartían con los que ni siquiera éramos estudiantes.
Cuando regresé de tan lejos ya nada fue igual. Seguí con mis gustos, pero siempre dejé un hueco libre para ese tipo de música popular o populachera, como se prefiera, y empecé a apreciar de otra manera el quehacer de mi padre en temporadas de fiestas patronales y verbenas veraniegas diversas.
Ahora tengo un hijo adolescente que ha empezado a tocar en un combo latino. La otra noche, cuando llegó a casa, me dijo: “hoy he pensado en ti, vamos a conseguir la partitura de Chan chan y ¿a que no sabes lo que hemos empezado a ensayar?”
Y sí, era justo lo que yo ya imaginaba. Aquella rumba que Borges tildó, tan injustamente, de deplorable.
He vuelto a pensar en mi padre, he recordado aquel verano en Estocolmo y aquel calificativo tan poco considerado, pero tan entrañable, de mis años impregnados de literatura borgiana. De nuevo ha enturbiado mi vida, como un soplo cálido, la deplorable rumba El Manisero.
P.S. Esto me recuerda una noticia de hace unos meses. Parece ser que los partidos mayoritarios en eso de la política, en su lucha por lavar no se qué memeces culpables, propusieron quitar de callejeros, pedestales y otras gaitas a aquellos personajes vinculados o enriquecidos con el negocio de los esclavos. Loable labor la de los incapaces. Uno de los presuntos implicados, al parecer, sería el padre Bartolomé de las Casas. Lo lamento por el filántropo, que no se merece este trato; por lo que a mí respecta, me parece que voy a ir a la bodega del centro a ver si encuentro una botella de retsina para adecentar cualquier comida alegre de esta primavera. Y a escuchar la consabida rumba, o cualquier son similar, mientras como.

martes, 4 de mayo de 2010

LA VERDAD COMO TEMA DE REFLEXIÓN

Música para acompañar: Banda sonora de Johnny Guitar
              Es como la vida, un juego cuyo propósito es descubrir las reglas, las cuáles         
              siempre están cambiando y siempre son imposibles de descubrir.
                                   Gregory Bateson, "Metalogos". En: Pasos hacia una ecología de la mente
Que la vida es un teatro es una afirmación reiterada: Sobre el tema han escrito Shakespeare, Calderón e incluso ese tierno sociólogo que fue Goffman en La presentación del yo en la vida cotidiana
Bateson, siempre tan sutil, afinó un poco más: la vida, dijo, es un juego, donde la primera regla es negar que sea un juego.
Miénteme. Dime que todavía me quieres
Una de mis películas predilectas es Johnny Guitar, una atípica cinta del oeste que dirigió Nicholas Ray en 1954. 
En resumen: Johnny y Vienna se amaron en su juventud, pero él tuvo miedo de la responsabilidad del amor y todo quedó en nada. Ella, para sobrevivir, se echó a la mala vida; él, siguió trabajando de pistolero. Como se ve, dos dechados de virtudes, pero que caen simpáticos.
En la escena más entrañable, ambos están de nuevo solos, uno frente al otro, tras cerrar el saloon que ella regenta. Ambos han envejecido —de hecho, lo correcto sería decir que Vienna ha madurado, y que Johnny sigue en el guindo— y ahora él quiere recuperarla, pero tiene miedo de que ella lo haya olvidado o, lo que sería peor, de que no haya olvidado su abandono.
Así que la mira y le dice, mostrándole una sangre fría que no tiene: “Miénteme. Dime que todavía me quieres”; y ella, dulcemente, sosteniéndole la mirada con otra cargada de reproches, le contesta: “Todavía te quiero”. “Miénteme —sigue él—. Dime que me has esperado todos estos años”. Y ella: “Te he esperado todos estos años”. De fondo suena esa banda sonora tan inolvidable.
Y así, de esta manera, simplemente añadiendo la orden de que le mienta, él se sigue engañando inexorablemente y queda sólo frente a su cobardía, empezando de nuevo a perder ese amor que unos segundos antes todavía era posible. Desea tanto sentirse amado como teme que se le niegue ese amor y se le exija reciprocidad. 
Otra versión del drama de Ramón
Cuando conté la historia de mi sobrina, omití algunas reflexiones que cambian el final: Lo terrible de aquella noche no fue que aquella amiga bienintencionada le contara que Ramón era un simple muñeco; fue que yo llegara en ese preciso momento. 
Si yo no hubiera llegado, ella le habría dicho que sí con su cabecita, y luego no hubiera pasado nada. Pero mi presencia rompió la magia de su engaño. El juego auténtico no era que yo intentara engañarla con algo tan burdo como una rana de trapo; consistía en que ella se lo pasara bien creyendo que me engañaba a mí haciéndome creer que la engañaba. 
Me estaba mintiendo para decirme que me quería de esa forma entrañablemente egoísta que sólo los niños pequeños e inteligentes son capaces de teatralizar. Pero yo aparecí, y ella supo que ya no podía engañarme haciéndome creer que la engañaba. Y cuando quedó claro que era un juego, no nos quedó más que acabarlo, porque las risas y las carreras dejaron de parecer lo que habían parecido hasta entonces: algo serio.
La situación se repite inexorablemente en la literatura y en la vida, en lo extraordinario y en lo cotidiano. Pocas cosas son tan dolorosas como que descubran que conocíamos el engaño, ya que, desde ese preciso instante, queda desmontada la ilusión de la ficción. 
Que cada cual encuentre los ejemplos que desee.
La máscara del homo ludens
Empecé la serie sobre la mentira describiendo distintas formas de definir al hombre: homo sapiens, animal racional, animal mendax... 
Me dejé dos comentarios, a propósito: uno, recordar que, etimológicamente, “persona” significa “máscara”; y dos, que no debemos olvidar nunca, en esto de la mentira, la tesis del homo ludens, del hombre que juega, e incluso que juega a que juega, rizando el rizo, según la precisa denominación de Huizinga.
Mentir es algo más que no mostrar la verdad: es jugar con una máscara puesta; es, al tiempo, reivindicar lo lúdico mientras somos, profundamente, personas.
Dudas frente a dos diferentes formas de tragedia
San Juan estableció una relación entre verdad y libertad. Esa  relación existe, pero hay que matizarla, porque implica una de las grandes mentiras que recorren los siglos: aquella absurda creencia compartida por tantos —de ahí las locuras que ha llegado a generar— que afirma que el hombre ama la libertad, hasta el punto de luchar y morir por ella.
¿Cuántas novelas, obras teatrales, películas, canciones, poemas, no se han hecho ensalzando el tema? Pues, a decir de algunos, pura patraña.
Erich Fromm lo dejó muy claro: si hay algo a lo que las personas tengan auténtico horror, al menos en los tiempos que corren, es a la libertad. Hoy la libertad sólo se pide de boquilla: en cuanto podemos, abominamos de ella o la vendemos por un plato de lentejas. 
Lo que casi todos queremos no es ser libres, sino sentirnos seguros, y que alguien defienda nuestra seguridad contra cualquier contingencia, aún a costa de tener que renunciar a parcelas de nuestra libertad. A eso, en el fondo, se reduce todo, se hable de trabajo, de la mujer o de la jubilación. Políticamente hablando, sería la crítica básica del liberalismo económico al Estado del Bienestar, sin tener que buscar muy lejos.
La libertad, decía el curioso Erich, no es gratuita, tiene un precio que hay que pagar, requiere un esfuerzo constante, mantener una pelea que no se acaba nunca. Como la democracia. Como la felicidad. Como la búsqueda de la Verdad. 
De ahí la comodidad de la queja, el vicio de la crítica destructiva, la funesta costumbre de responsabilizar al Otro, la pasividad de muchos que lleva inexorablemente, en ciertas épocas de la historia, a totalitarismos de cualquier tipo.
Intento sintetizar todo lo anterior. Hago mentalmente un somero repaso de la historia. Observo los muertos, las miserias, las desgracias, las tragedias, las guerras, provocadas por los canallas, los egoístas, los mentirosos malintencionados.
Luego sumo las producidas por esos otros, por los soberbios que creyeron tener La Verdad —en forma de religión, de filosofía, de ideología— e intentaron, convencidos de ello y apoyados por inmensas catervas de necios que temían la responsabilidad de ser libres, imponérsela a sus semejantes. Eso sí, siempre para “salvarlos” o, cuanto menos, “por su propio bien”. 
La diferencia entre ambos resultados es abismal. Son peores, pero mucho peores, los de los bienintencionados salvadores.
Benditas mentiras. Seguiremos viviendo, mintiendo y jugando, aunque eso sí, sin perder de vista que este juego es algo muy serio. Y pidiendo alguna vez que nos mienta a quien amamos, porque nos puede el miedo. A la libertad de elegir y asumir responsabilidades, entre otras cosas.