sábado, 26 de febrero de 2011

PASODOBLE

Hay historias extrañas, formadas por hilos de diferentes colores que se trenzan en la trama y la urdimbre de un tejido al tiempo triste y alegre, dramático y cómico. Hay músicas que acompañan los momentos más dispares; que recorren generaciones, sucesos, paisajes, sueños, tragedias. 
Canciones o melodías que oímos la primera vez y nos parece que las conocemos de toda la vida y que luego, cada vez que las repetimos, las escuchamos como con la sorpresa de la primera vez.
Recuerdo una de esas historias curiosas: 
Un hombre escribe, sobre la mesa de un café, un pasodoble; se llama Antonio Álvarez Alonso. Se da cuenta de que ha realizado una gran obra, condenada a ser popular, y se la tararea a sus amigos una vez concluido el concertino que ofrece con el grupo en el café La Palma de Valencia, de Cartagena. 
Pero le falta el título. Ha de ser concreto y evocador. 
Pasean los amigos abrazados por la noche mediterránea y entonces alguien —quizás él mismo— se fija en un detalle: frente a ellos se encuentra una de las confiterías más prestigiosas de la ciudad: la España. Y en el escaparate, su producto estrella: unas avellanas con caramelo conocidas como “suspiros”. Y en un instante la luz los deslumbra: el pasodoble se titulará Suspiros de España
El público la oirá por primera vez el día del Corpus de 1902, interpretado por la Banda de Música del Tercer Regimiento de Infantería de Marina. Antonio Álvarez Alonso no tuvo tiempo de paladear su gran triunfo: moriría un año después.
Desde entonces el pasodoble sirve de fondo y excusa a declaraciones de amor en los bailes de las plazas de mil pueblos, a serenatas, a conciertos de banda de pueblo, a desfiles de tropas que van o vuelven de de diferentes batallas. Es el papel en que se escriben historias de amor o de guerra; el lienzo en el que se pintan juegos o cosas muy serias. Y más tarde una pantalla en la que se proyectarán los odios acumulados durante siglos y desangrarán al país en una Guerra Civil.
A partir del 36, ambos bandos intentan apropiarse sentimentalmente de este famoso pasodoble. Los llamados republicanos —gente del Frente Popular— la interpretan a menudo en su versión tradicional; los denominados nacionales —los agrupados alrededor del general Franco— les ganan la partida ya antes que la guerra: le ponen una letra emotiva y se la hacen cantar a Estrellita Castro en una película que, no hace falta decirlo, es un éxito.
Después, la historia continua. Los exiliados se llevan el pasodoble entre el corazón y sus maletas; los que se quedan en las cárceles lo rememoran en su interior... el resto, vencedores o vencidos, a pesar de la miseria y el hambre, lo bailarán casi con devoción interpretado por cualquier grupo de músicos en cualquier fiesta mayor o verbena popular. Más tarde, cuando las gentes entienden que los rencores no solucionarán nada, seguirá sonando con ese deje triste que lo inunda desde los primeros compases. 
Luego llegará el crecimiento económico, las nuevas modas, la invasión de músicas foráneas. Los salones de baile, las plazas de los pueblos, van siendo marginadas por ese nuevo invento llamado discoteca. Se impone la música grabada en las fiestas, y el pasodoble pasa a ser algo vetusto, antiguo, menospreciado por la gente más joven y la modernidad.
Acompañados por la melancolía de este pasodoble, vestida con ese tempo más lento que otros, los músicos de siempre van perdiendo el prestigio y el trabajo al mismo tiempo. Respecto a la música de baile, la batería se integra en el pop y el rock, pero el saxofón o el acordeón van a parar al baúl de los recuerdos o quedan como instrumentos de minorías. Hacerse mayor, sobre todo si se es músico de verbena, es quedar marcado con un estigma en un mundo que idolatra ya lo joven.
Lo recuerdo bien. Yo fui uno de aquellos jóvenes; mi padre, uno de aquellos músicos. Curiosamente, muchas de las canciones que me gustaron en aquellos años me dejan hoy indiferente. Pero todavía escucho de vez en cuando, con emoción como esta noche, el pasodoble Suspiros de España.