viernes, 25 de noviembre de 2011

La importancia de lo intrascendente.


                                                         Libación solitaria bajo la luna
                                                Rodeado de flores, ante un jarro de vino,
                                                libo solo, sin compañera.
                                                Alzo la copa, y convido a la luna.
                                                Ella, mi sombra y yo, venimos a ser tres amigos.
                                                Aunque la luna no puede beber,
                                                y mi sombra en vano sigue a mi persona,
                                                las tomo por transitorias compañías.
                                                ¡Divirtámonos, amigas, antes de que pase la primavera!
                                                 Li Po, s. VIII, época del emperador Song Zhong, Dinastía Tang
1. La clase de filosofía
De vez en cuando alguien me envía uno de esos mensajes recurrentes que circulan por la red. Dado que no me llegan pocos, los agradezco, porque me distraen unos instantes. Muchos pretenden una profundidad que no tienen pero hubo uno que dejó su huella, y que hoy recuerdo aquí. Contaba, más o menos, lo que sigue:
Un profesor de filosofía llega un día a clase con dos tarros de cristal y seis bolsas de tela. Se hace ese silencio que motiva la curiosidad. El profesor les dice a sus alumnos: Hoy no trataremos de Platón, de Hegel ni de Kant; no discutiremos sobre grandes cuestiones y sin embargo la lección de hoy, a pesar de ser corta, será la más importante que os daré en este curso. Prestad, pues, atención.
Coloca los tarros uno junto al otro, y coloca tres bolsas junto a cada uno. Luego, se acerca al primero, abre una de las bolsas, de la que saca cuentas de cristal y lo llena. Pregunta ¿creéis que el tarro está lleno? Y los alumnos responden quedamente, con la cabeza, que sí.
Abre entonces la segunda bolsa, que está llena de perdigones, y los va dejando caer en el tarro. Al ser de un tamaño mucho menor, van ocupando los huecos que han dejado entre sí las bolas. Vuelve a preguntar: ¿está llena ahora? Y recibe la misma respuesta.
Finalmente, abre la tercera bolsa, que contiene fina arena de playa, y repite la operación. Esta tercera bolsa, sin embargo, ha quedado casi llena ¿Y ahora? inquiere de nuevo. Y la misma respuesta de unos alumnos perplejos, porque no entienden lo que quiere decirles.
Entonces realiza una operación similar, en silencio, con el otro tarro y las otras tres bolsas, pero invirtiendo el orden. Primero descarga por completo 
la bolsa de la arena, luego deja caer encima los perdigones y finalmente las bolas, que quedan la mayor parte en la bolsa porque ya no caben.
Entonces les dice: Los tarros representan nuestra vida cotidiana; el vacío interior es ese bien limitado que representa el tiempo; las cuentas de cristal son las cosas que carecen de importancia: nos distraen, nos hacen olvidarnos de otros problemas y a veces los demás suelen inducirnos para que las hagamos, pero son realmente superfluas, aunque nos den una tibia satisfacción inmediata. Los perdigones son cosa importantes, pero muchas veces más para los demás que para nosotros mismos; por último, la arena representa lo fundamental para nuestras vidas, pero muchas veces trabajar con ella requiere un esfuerzo y el premio no se consigue sino a largo plazo.
Espera a que sus alumnos hayan asimilado la metáfora y continúa: La mayor parte de nosotros llena su tarro mal cada día, tal y como ya he llenado el primero: dedica mucho tiempo a estupideces que lo hacen sentir bien en un momento, o a cosas importantes pero secundarias, que no le consiguen más que algún parabién de alguien ajeno, y cuando se quiere dar cuenta se percata de que no le queda espacio —tiempo— para que quepa la arena que aún tiene en su tercera bolsa. Y acaba siendo infeliz y culpando, además, al mundo de su estupidez.
Hay una minoría, sin embargo, que hacen lo correcto: prioriza lo que es realmente importante en cada momento, luego lo que le permite quedar bien con los demás y, finalmente, si se queda tiempo, se distrae con cosas superfluas aunque aparentemente importantes. Son las personas que se realizan, aquellas que, a pesar de las desventuras y los sinsabores cotidianos, consiguen acercarse más a la felicidad.
Y finaliza: cada cual de vosotros ha de elegir un método en cada momento. Y ya sabéis el resultado.
El silencio puede cortarse. Todos parecen meditar. Entonces uno de los alumnos levanta el brazo y pide permiso para hacer una aportación. Se le concede.
Se acerca a la mesa, abre una lata de cerveza que llevaba en la mochila, vierte su contenido repartido entre ambos tarros y espera. 
El profesor pregunta: y bien ¿cuál es la nueva moraleja?
Y el alumno responde: Llenemos nuestras vidas como las llenemos, SIEMPRE QUEDARÁ ESPACIO PARA UNA CERVECITA.
2. La cervecita como metáfora
Una cervecita no tiene por qué ser físicamente una cervecita. Puede ser una onza de chocolate junto a la pareja mientras se ve la tele después de cenar, una copa de Pedro Ximénez compartida, encender una pipa sentado en un sillón, seguir con la mirada el vuelo de los pájaros, una rosa comprada en la calle por 1 € mientras regresa a casa para ofrecérsela a la esposa, atender la última petición de última hora del hijo que sale de casa.
La cervecita es aquí una metáfora. Significa lo maravilloso que puede llegar a ser lo intrascendente.
Cierto, perdemos —o al menos yo suelo perder— un tiempo inmenso en estupideces sin sentido. Pero en ocasiones, también, nos obsesionamos tanto con lo “importante” que olvidamos la frescura de los pequeños detalles, lo fundamental que es darnos un pequeño placer, ofrecernos una simple sonrisa o agradecer que un ser querido nos la ofrezca, hacernos un sencillo regalo sin sentir la carcoma de la culpa porque pensamos que no nos lo merecemos. Por eso es bueno recordar que, llenemos la vida como la llenemos, siempre quedará espacio para una cervecita.
Esta noche añoro volver donde suelo volver. Estar allí de nuevo por unos días. Ver de nuevo, abrazar, recordar. Incluso pasar unos minutos malhumorado por cualquier estupidez o sinsentido. Echo de menos compartir unas cervezas y, ya puestos, acompañarlas con las tapas correspondientes. 
Y después, ya en la calle con la familia, mecido por el frío invernal, recordar el antiguo poema de Li Po y decidir que para mí, a pesar de la edad, todavía es primavera; porque tengo algo más en la vida que la Luna y mi sombra para compartir mi vino. O una cervecita.
Y este sueño es, así mismo, la cervecita que me ofrezco esta noche mientras oigo, con un mes de antelación, unos villancicos interpretados como música barroca.

martes, 20 de septiembre de 2011

SCHWARZWALD, 2. RELOJES DE CUCO.

Paquito salió, pero volvió enseguida.
— ¿Sucede algo?
— Un pitillo. Ando mal de tabaco.
Carlos le ofreció el paquete, y Paquito cogió uno.
—Coge más.
—No, gracias. Tengo que acostumbrarme. Estos días estoy ahorrativo, y ya me he quitado de comprar tabaco. Ya sabe para qué. Se acerca la primavera.
Gonzalo Torrente Ballester. Los gozos y las sombras. II. Donde da la vuelta el aire, p. 18
Trashumantes, comerciantes y otros individuos no menos inquietos
Mi infancia estuvo marcada por el sedentarismo: la misma casa, la misma calle, el mismo barrio. En verano, por las noches, los mismos mayores salían a sentarse “a tomar el fresco” mientras contaban las mismas historias, y los mismos niños jugábamos a dar la misma tabarra a falta de actividades más creativas en las que entretenernos. 
Lo ajeno siempre era peligroso; los extraños, motivo de sospecha: no debíamos ir con gente que no conociéramos, y se nos asustaba con historias del Hombre del Saco y del Tío Mantecas, de finales macabros, sobre todo para los gorditos. 
De vez en cuando aparecía por el barrio gente de fuera. Eran recibidos al tiempo con jolgorio y con prudencia: parrillanos que ofrecían mantas, vendedores de botijos con su mercancía cargada en burros bellamente enjaezados, paragüeros y lañadores que arreglaban paraguas y cazuelas —en aquella época se arreglaba todo hasta lo imposible—; afiladores gallegos con su rueda movida por el pie y su flauta de Pan llamando a las amas de casa para poner a punto cuchillos y tijeras.
Ya de mayor, cuando leí Los gozos y las sombras, recordé a toda aquella gente en el personaje de Paquito, el relojero loco y enamorado que compartía casa con Don Carlos y que cada primavera recogía sus bártulos, abandonaba el pueblo, e iba a visitar a su amada Dios sabe dónde.
Los vendedores de relojes
En la Selva Negra se toman a muy a pecho lo de ser los inventores del reloj de cuco, aunque no todos los investigadores coincidan en sus orígenes. Una de las leyendas relata que dos comerciantes de relojes de la ciudad de Furtwagen, en su deambular por esas comarcas buscando clientes y haciendo arreglos, encontraron a otro relojero de Bohemia que llevaba algunos de estos artilugios. Emocionados por el pajarito, le compraron uno, lo desmontaron para entender su mecanismo y luego lo copiaron una y otra vez, haciéndolos rápidamente populares.
Las moralejas, para mí, son sencillas: una es que las innovaciones se transmiten gracias a la gente que se mueve; que evolucionamos más y mejor gracias a los contactos, a los intercambios, a la comunicación. Otra es que no sólo la prosperidad, sino la paz, están relacionadas con el comercio, sobre todo cuando se trata de contactos entre personas y las grandes compañías y los Estados no meten la zarpa.
Aportar, ser aportado. Comerciar y negociar, enseñar y aprender. Cuando alguien está en el camino, sin importar dónde se dirija, aumentan las posibilidades de que se produzca el milagro. Internet no es, hoy, más que el último ejemplo magnificado; pero durante siglos los barcos, las mulas o los pies fueron los medios que generaron miles de historias que cambiaron la vida de las personas —generalmente para bien, pero sin olvidar nunca el lado oscuro— a lo largo y ancho del mundo.
Tenemos un reloj de cuco
Conviví con un reloj de cuco por primera vez pasando unos días en casa del abuelo de mi mujer. Por aquel entonces, lo sé porque alguna vez miro las fotos del viaje, todavía tenía el pelo negro. Después de los primeros sones, escucharlo se convirtió en una especie de rito hipnótico y, cuando volvíamos después de patearnos las ciudades cercanas más hermosas, procuraba estar atento a las horas exactas y las medias para encontrarme en el comedor y oír al pequeño pájaro cantar el paso del tiempo mientras aparecía rítmicamente por la ventanita.
Este verano, después de recorrer durante días la Selva Negra, y verlos llenando tiendas, y visitando el interior de algunos, del tamaño de una casa, comprar uno fue algo casi inevitable. Ahora suena, marcando también las horas y a las medias, en el comedor de casa.
Imagino que llegará un momento en que me habitúe tanto a su cú-cú que ya ni lo oiga. Pero por ahora, cada canto me recuerda que el mundo sigue girando, que existen personas que inventan y otras que intercambian; gentes dispuestas a comunicarse para obtener beneficios, o por el placer de descubrir algo nuevo. Individuos que caminan para aprender de lo que encuentran durante el viaje.
A veces, lo reconozco, me domina la pereza, o me pesa el cansancio, o simplemente me falta la energía. Me siento últimamente, como arrastrado por una regresión a mi infancia, profundamente sedentario. Y es una pena porque, si no venzo esta tendencia, me perderé una parte importante de la vida. 
Si sigo así, un día olvidaré qué significa realmente el reloj de cuco. Y al día siguiente, y casi sin notarlo, dejará de importarme que llegue la primavera... y no encontraré nunca a un vendedor que me ofrezca, en medio de un camino anónimo, una extraña mercancía prodigiosa que me anime a ver la vida de otra manera y a volver a intentar hacer algo nuevo y hermoso. Y lo triste, pienso, es que no me daré ni cuenta.

sábado, 17 de septiembre de 2011

SCHWARZWALD, 1. PAN DE JENGIBRE



                                    hagiografía: estudio de la vida de los santos.
                                    eiségesis: incluir las interpretaciones personales en un texto.
San Galo, Saint Gallen, St Gallus
La hagiografía es pobre: fue un monje irlandés, discípulo de San Colombano, que llegó en el siglo VII a los Alpes para convertir a aquellos campesinos al cristianismo. Cuando encontró una gruta en la que morar encontró allí a un oso al que le ordenó traer leña y que después se fuese. Y el oso obedeció. Luego hizo otros milagros, repartió dádivas entre los pobres y fundó un monasterio. Su onomástica se celebra el 16 de octubre. Fin de la historia.
Robertson Davies, en Mantícora, la segunda novela de la Trilogía de Depford, hace una eiségesis curiosa: Gallus era tan místico, estaba tan por encima de las necesidades de este mundo, que necesitaba un compañero que cuidara de él en ciertos aspectos. 
Se marchó a vivir a una cueva, pero ésta ya tenía un inquilino: un enorme oso. En vez de abandonar, o de hacer que el animal se fuera, llegó a un pacto con él: el oso traería leña y él, a cambio, le daría pan de jengibre. 
De ahí una curiosa conclusión: cada uno de nosotros ha de convivir con un animal interior, y si realmente somos sabios, no lo ignoraremos ni intentaremos domarlo: la única posibilidad de ser felices es aceptarlo y llegar a un acuerdo con él, a no ser que queramos morir de hambre o destrozados por sus garras. Y concluye: alimentad a vuestro oso, y él os traerá leña para el fuego.
Obershamersbach
Me hago mayor. En mi vida empiezan a existir demasiadas coincidencias i recurrencias. 
El último mensaje que les mandé a unos cuantos amigos, precisamente como despedida y antes de comenzar este blog, trataba sobre un monje irlandés afincado en Suiza, Saint Gallen o Gallus, que había llegado a un acuerdo con un oso...
Este verano recalamos en la Selva Negra, casi tocando a Suiza, en un pueblecito llamado Obershamersbach. El hotel restaurante más importante —justo frente a la puerta de la iglesia— era el Bären, el Oso. Mi sorpresa fue cuando, en mi tradicional visita al templo, descubrí que estaba dedicada a St Gallus. 
Allí estaban. El santo y el oso, lo místico y lo salvaje, lo profundamente espiritual y lo terriblemente natural; quien lo cifra todo en un futuro que hay más allá y quien vive con pasión cada minuto del presente. El Santo y el Oso.
Una reflexión y un café
Las iglesias son lugares de recogimiento y de reflexión. Espacios consagrados al silencio —y a Dios, sea quien sea— que deberíamos visitar periódicamente, sobre todo esas que nos subyugan con su belleza. En ella recordé la vieja historia y me pregunté que había hecho últimamente por mi animal interior. Y entendí por qué algunas noches sentía frío. 
Me hice el propósito de aprender a hacer ese simbólico pan de gengibre con que deberé alimentarlo y decidí cuidarlo un poco más, sobre todo ahora que se acerca el invierno. Luego fuimos al Hotel Bären —las tabernas y similares también son espacios a visitar periódicamente, por razones complementarias, sobre todo si también son hermosas— y nos confortamos con un café en una mesa bajo un conjunto de cuatro zorras disecadas en ademán de jugar a las cartas. 
Al fondo pude ver de nuevo, en una vidriera, al santo y al oso; el primero parecía distraído, pero el animal me pareció que me observaba. Quizás debería haber optado por una buena cerveza.

domingo, 31 de julio de 2011

VOLVER (A SANT MAURICI)


                                                                                               Volver
                                                                                               con la frente marchita
                                                                                               las nieves del tiempo
                                                                                               platearon mi sien.
                                                                                               Sentir
                                                                                               que es un soplo la vida
                                                                                               que veinte años no es nada
                                                                                               que febril la mirada
                                                                                               errante en las sombras
                                                                                               te busca y te nombra.
                                                                                               Vivir
                                                                                               con el alma aferrada
                                                                                               a un dulce recuerdo
                                                                                               que lloro otra vez.
                                                                                     Carlos Gardel: tango “Volver”
Nos disponíamos a subir de nuevo, después de tanto tiempo, al lago de Sant Maurici; luego seguiríamos, para comer, aún más arriba, al de la Ratera. La última vez que pisamos estos parajes fue en mayo del año pasado, e íbamos con nuestra hijas y una amiga de la familia.
Aparcamos a la entrada del parque y, mientras hacíamos las últimas maniobras, un viejo se acercó a la ventanilla del coche con la mano extendida, sonriendo, con el gesto de pedir una limosna. Entendí que era una broma y le sonreí, mientras su mujer le decía no sé qué, posiblemente que no hiciera el tonto de esa manera. Para cuando bajamos y emprendimos la marcha, la pareja de ancianos había ya desaparecido.
Íbamos despacio, entreteniéndonos con cualquier excusa, quedándonos el tiempo necesario para fotografiar una flor o intentar acercarnos a un pájaro de una especie desconocida. 
Un rato después alcanzábamos a los vejetes. Yo, que era un poco como él, no pude evitar empezar la gresca: 
—Qué, ¿ha recogido ya suficiente para el almuerzo? —le dije cuando nuestras miradas se encontraron en el estrecho camino.
— ¿Otra vez empujando? —respondió él ¿es que no podéis ir sin prisa, los jóvenes?
Y así empezamos una conversación pertrechada en el camino sinuoso y empinado, entre la sombra de pinos negros, tejos y abedules, y con el sonido del agua de fondo.
Supimos que él tenía 82 años —y ella 80—, que había tenido un susto grande con su corazón hacía tiempo y que llevaba ya tres bypass; y que encima tenía operada la rodilla. Que habían amado siempre la montaña y que no se resignaban a dejar de viajar y caminar. Que habían ido siempre con los hijos, pero que ahora ya les tocaba hacerlo en solitario. Que sabían que cada ascensión podría ser la última y por eso la disfrutaban en lo que valía. Entre anécdotas él seguía con su humor: “yo podría ir más deprisa, pero ya ves, lo hago por ella”; y ella escuchaba y movía la cabeza como diciendo: “¡si eres cenutrio!”.
Un poco más arriba nos despedimos.
—Va, déjales que sigan, que ellos son más jóvenes y llevan otro ritmo —le dijo la esposa.
Seguimos a nuestro paso, disfrutando del paisaje. Y en un recodo estrecho mi mi mujer la que me dijo, susurrando: deja pasar. Le cedíamos el paso a una pareja de jóvenes; él llevaba, sujeto en un arnés colgado sobre el pecho, a un niño pequeño. Iban a paso ligero, como si llevaran prisa en llegar a algún sitio. 
Y de pronto me vi desde fuera, en mis recuerdos de hace un montón de años: llevando en mis brazos a nuestro hijo de marcha por la naturaleza, por primera vez, en el Señorío de Bertiz. Y años después con él ya de la mano, la mayor de mis hijas sobre los hombros y la tercera en brazos de su madre subiendo a la Cola de Caballo, en Ordesa. Y cómo fueron creciendo, y las vivencias que compartimos en medio de los bosques y las montañas.
Ahora estábamos subiendo a Sant Maurici, solos ella y yo. Y me sentí, en el sentido real y en el figurado, en medio del camino: entre los padres jóvenes que pasaban raudos entre los claroscuros de los árboles con su hijo en brazos, deseosos de alcanzar la cima, y la pareja de ancianos que habíamos dejado atrás, sin más ambición que llegar donde pudieran, respirar aquel aire y refrescarse en cualquier fuente.
Me dije: no debe ser tan duro envejecer. No si tienes el coraje, la ilusión y el humor de esa pareja que has dejado atrás. Y espero que así sea mientras queden bosques por recorrer, ríos que cruzar y fuentes donde llenar la cantimplora. 
Aunque, tal y como han ido las cosas, habrá que hacer las caminatas cada vez con más prudencia, protegidos del sol y de las inclemencias del tiempo, sin abusar de nada y sin ansiedad por llegar a ningún sitio. Como debería ser en la vida cotidiana, vaya. Que veinte años, como decía Gardel, no es nada.

domingo, 5 de junio de 2011

DULCE COMO LA MIEL


I. Pequeños placeres del paladar
Uno de los sencillos placeres que aprecio es el de degustar miel. Como soy un clásico, me decanto a menudo por la de romero y agradezco cuando —por las vías más curiosas— me llega un tarro de esta miel recogida artesanalmente: dura, con ese color de cera mate y esa textura casi basta que la caracteriza. 
Mi preferida desde hace años, sin embargo, es la de brezo, más oscura que cualquier otra, y con el sabor más peculiar que he probado. No es fácil encontrar una de calidad, pero en la gran ciudad, ya se sabe, hay de todo.
Hoy, de todas formas, me he permitido una variante hallada accidentalmente entre las estanterías: la de espliego.
II. Benditas abejas
Los insectos, en general, suelen producirnos cierta desazón a los humanos. Solemos preguntarnos, a veces, cómo es que todavía no nos han dominado: su resistencia, posibilidades de supervivencia, organización social y capacidad reproductiva son infinitamente superiores a las nuestras; muchas de sus especies tienen un número de componentes que nos supera con creces y no hablemos de su combatividad: una sencilla mosca cojonera puede amargarle la siesta campestre a una familia, un simple mosquito jodernos una noche entera, y unos cuantos piojos aguarnos la fiesta durante semanas si se nos cuelan de okupas en la cabeza del niño o la niña, “y eso que la lleva limpia como una patena”.
Las cucarachas estaban ya sobre la Tierra en el período carbonífero —hace unos 300 millones de años— y pueden sobrevivir en condiciones extremas; las hormigas disponen de una organización social que ha sido la envidia de todos los dictadores del planeta, y hay incluso un hormiguero que recorre la península Ibérica y llega a Italia. El veneno de algunos insectos es peligrosísimo, y sólo porque las dosis son minúsculas no nos mata. Y en cuanto a reproducirse, cualquier hembra de libélula u otra especie pone miles de huevos y se queda tan ancha. 
Ya podemos inventar insecticidas, que los jodidos bichejos mutan y se inmunizan en un par de generaciones —en su caso, eso significa un año o dos como mucho— con lo que las químicas se pasan el día inventando nuevas variedades en una guerra sin fin. Miento: una guerra que perderemos nosotros, aunque sólo sea por agotamiento.
En este sin vivir, no es extraño que cuando se acerca una abeja —otro insecto al fin y al cabo— algunos pusilánimes se asusten, algunas jovencitas griten —quizás influidas por alguna película de abejas asesinas— y algún besugo lleno de testosterona se apremie a salvar a la simple de turno de una posible picada, provocando así la ira de la alada. 
(Ojo, no estoy diciendo que la picadura de una abeja no pueda ser funesta: alergias hay a casi todo. Ahora bien, que una tía mía fuera alérgica a la penicilina no me da derecho a negar la bondad de los antibióticos bien administrados).
Porque, como los antibióticos, eso es lo que son las abejas: benefactoras de la humanidad a pesar de algunos efectos secundarios y daños colaterales. Insectos, sí, pero alejados en sus funciones de otros muchos. Leía el otro día que gran parte de la producción agrícola que nos alimenta depende de las abejas y otros insectos que se encargan de la polinización e incluso citaban una frase de Einstein en la que afirmaba que si un hipotético día desaparecieran las abejas no le daba a la humanidad más de cuatro años de vida. Lo que son las cosas. 
III. La cocina, ese lugar encantador.
Hoy, decía, me he comprado un tarro de miel de espliego. Mañana, imagino, lo probaré, con mis tostaditas del desayuno. Cerraré los ojos, acercaré mi nariz al pan recién untado e imaginaré esa planta que tantas veces cogí de pequeño, que olí, que observé mientras veía laboriosas abejas ronroneando entre sus diminutas flores. Y cuando abra el armario de la cocina donde guardo esos tarros y vea allí las mieles me diré que todavía nos quedan, como especie, más de cuatro años.
Poca gente lo sabe, pero hay un tipo de esos que se aburren, que posiblemente no tiene novia y se dedica a la ciencia, que ha recibido un premio meritorio por descubrir un tratamiento contra la varroasis, una enfermedad provocada por unos ácaros —esos otros insectos sí que son malos malísimos— y que estaba amenazando a las abejas, y de paso, a todos nosotros. Y es que mientras la mayoría, inconscientes que somos, perdemos el tiempo viendo la tele, criticando al gobierno o ambas cosas a la vez, hay gente digna de encomio que se dedica a salvarnos. Por amor al arte y a la ciencia. Dios los bendiga.
Y yo hoy o he conseguido una excusa más para maravillarme cada vez que entre a la cocina, a ese lugar lleno de magia de la casa al que no siempre prestamos la atención que merece ni cuidamos con el mimo necesario. Un lugar amable, cálido y tierno. Amoroso, como un abrazo; dulce, como la miel.

martes, 10 de mayo de 2011

IMPOSTURAS: EL CABALLO DEL DODECAEDRO. 3, 4 y 5.



3. Tempus fugit
Algunas de las caras han ido cambiando de imagen, otras siguen luchando por ser iguales; la huella de la cabeza del niño en la almohada, por ejemplo, casi ha desaparecido. Todo lo que se representa en los pentágonos ha ido envejeciendo e incluso ellos mismos se ven ligeramente arrugados por el paso del tiempo. Aquella joven que amó el azul cobalto lo sigue llamando “azul cobalto” —aunque no sé si sigue amándolo—, pero el azul actual está descolorido y, seamos sinceros, la mujer madura que ahora sigue llamándolo así hace mucho que dejó de ser una muchacha.
4. ¿Quién escribe mi nombre con aire?
Por eso no tengo un caballo. Corro el riesgo de que me lo quite quien tenga un nombre auténtico y sea capaz de pronunciarlo junto a su boca, por el hocico adentro. Construiré, entretanto, dodecaedros. Y decoraré cada una de sus caras pentagonales con imágenes, dibujos y caligrafías que iré cambiando según pasen los días y según a quién se las quiera mostrar.
Espero, mientras tanto, poder superar lo que me ata a ellas, a la superficie de esos doce pentágonos regulares, e ir tomando conciencia de su interior, del vacío que alberga, de ese aire donde, con trazos no menos aéreos, un ser desconocido que debe ser mi auténtico Yo escribe, constante y repetidamente, mi verdadero nombre. El que me permitiría tener un caballo.
Ese que ahora guardo, esperando poder hacerlo mío, en el interior de mi dodecaedro, junto con mi desconocido y auténtico nombre escrito con aire.

5. Del impostar el ser un impostor
Hoy por hoy ¿qué me queda sino seguir padeciendo a solas mi soledad?  ¿qué, sino continuar doliéndome de engañaros a todos los que amo sin poder siquiera amaros ni engañaros de verdad, porque eso significaría que me sé, y sé que no me sé?, ¿qué, sino sentirme un pésimo impostor y padecer esta única e inútil certeza? ¿qué, sino seguir decorando los doce pentágonos regulares de ese dodecaedro en el que escondo el caballo que no puedo tener junto a mi nombre que desconozco?

lunes, 9 de mayo de 2011

IMPOSTURAS: EL CABALLO DEL DODECAEDRO. 2. El dodecaedro.


Es sólo una imagen, repito. Podría haber elegido un poliedro más simple, como el tetraedro, que tiene sólo cuatro caras triangulares —una pirámide, contando la cara oculta que queda apoyada en la tierra— o más complejo, como el icosaedro, que tiene veinte caras que han de ser polígonos de diecinueve lados o menos. Pero he elegido el dodecaedro: doce caras—como los meses del año— y, puestos a pedir, que sean pentágonos regulares, para que la figura elegida sea uno de los llamados sólidos platónicos.
Lo he elegido también, lo reconozco, por cierta estúpida vanidad, ya que hay quien afirma que dodecaédrica sea posiblemente la estructura del Universo y es la forma que tienen los dados que se utilizan en los juegos de rol, a diferencia de los normales, que tienen sólo seis caras cuadradas.
El número de meses del Año, el Pentágono relacionado con las ciencias ocultas, la forma del Universo, el Azar. Todo unido me resultaba sugerente. Por eso elegí la imagen del dodecaedro.
Imaginemos uno. Cada uno de sus doce pentágonos tiene una imagen dibujada. Una es la de un pájaro que canta; otra muestra una antigua fotografía; una tercera un fragmento de orla; una cuarta la huella de la cabeza de un niño en la almohada; hay otra que simplemente es el color azul cobalto; en la cara opuesta hay una partitura musical, en otra un cálamo que copia, e incluso existe una que muestra unas briznas de hierba que se mueven y que representa ese viento que no puede verse sino en sus efectos.


domingo, 8 de mayo de 2011

IMPOSTURAS: EL CABALLO DEL DODECAEDRO. 1. Por qué no tengo un caballo.

Música de fondo: Les baricades misterieuses, de Couperin.
Podría deciros lo que hay que hacer para adueñarse de un caballo para siempre. Voy a contároslo de todos modos: Sólo hay que hablarle bajito por el hocico adentro, por lo dos agujeros del hocico. ¿Y qué hay que decirle? Vuestro nombre secreto... el que sólo sabéis tu madre y tú, por el hocico adentro, por los dos agujeros del hocico. Y será tuyo para siempre. Se irá contigo aunque esté viviendo con otro, te seguirá a todas partes.
                                                 Robertson Davies. Ángeles rebeldes
Nunca seré el dueño definitivo de un caballo: no tengo —o no sé que lo tengo, que para el caso es lo mismo— un nombre secreto. No poseo un auténtico nombre; sólo el que consta en el registro civil, y algún otro que he usado alguna vez como seudónimo, pero que ni lo tuve siempre ni lo sabe mi madre.
Me pregunto: ¿Quién soy, entonces? Y me contesto: Sin duda alguna, un mal impostor. Y esta es mi gran tragedia.
Un impostor ajeno de mí mismo, en tanto en cuanto ni siquiera sé de mi impostura más que de mi auténtico nombre. Y es que para poder engañar se necesita conocer la verdad o, al menos, creer que se conoce: entonces, cuando se es preguntado, se contesta otra cosa según nuestro interés. Para ser un auténtico impostor, siguiendo este razonamiento, se necesitaría saber quién es uno, para mostrar, mintiendo, a otro.
Y, sin embargo, a pesar de no saber quién soy, si sé que soy ese otro. O esos otros. Y que he de descubrirlos y mostrármelos, al menos a mí, para conocer mi verdadera identidad y poder ser, así, un impostor auténtico.
Lo que busco, por utilizar una imagen que me hechiza, es la esencia del interior de un dodecaedro, de mi dodecaedro personal.

jueves, 28 de abril de 2011

LLUVIAS DE VIERNES SANTO


“No os inquietéis, pues, por el mañana; porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes; bástele a cada día su afán.”     
                                                                    Mateo, 6:34
1. Por qué soy un imbécil. Razón número 3.785.
A menudo no hacemos caso de nuestro sentido común; es lamentable, pero al menos en mi caso, es así. Vivimos inquietos o, en una palabra que Pessoa elevó al rango de literatura en sí misma, desasosegados. Somos tan imbéciles que no sólo seguimos ciertas modas en ropa o gadgets electrónicos, sino en tendencias estúpidas como la de abandonarnos al estrés. 
No sabemos vivir relajados; yo al menos, la verdad, no sé. Puedo relajarme, pero a veces me cuesta mi esfuerzo, lo cual es ya una contradicción.
Nos montamos una película respecto al futuro —cercano o lejano— y procuramos que todo concuerde y cuadre como si el mundo girara alrededor de nuestro ombligo y el número de variables que interfieren fuera algo controlable. Y cuando es que no, cuando se tuercen la cosas y no suceden como esperábamos, nos enfadamos con la Realidad, nos encabronamos con nosotros mismos, y de paso solemos joder a los que tenemos más cerca. A mí al menos me pasa de vez en cuando. Me cuesta trabajo aceptar al mundo como es cuando no coincide con lo que yo creo que debería de ser. Es una de mis formas predilectas de perder la vida y de paso el sentido del humor, y no parece que ser consciente de vez en cuando del tema vaya a solucionar mi situación.
Pero a veces —debe de ser la edad— me distraigo de mis estupideces, me dejo llevar por el tiempo y hago caso, sin pensarlo, a mi sentido común, que, también a veces, suele coincidir con alguna cita de un texto sagrado.
2. De cómo la lluvia minó mi fe de niño.
Jueves Santo, por la tarde. Los pasos bajan en procesión hacia el puente de la Trinidad. Un poco más rápidos de lo habitual, porque el cielo parece que va a caerse; el verde de los árboles contrasta con el negro de las nubes. Estoy preocupado por mañana.
— Me parece que mañana va a llover, comento en voz alta, como quien no quiere la cosa.
— ¿Pero tú estás tonto o qué?, me contesta mi amigo José Pedro. Y afirma, rotundo: nunca llueve en Viernes Santo.
Mi experiencia es corta, un poco más que mi vida, incluso. Intento rememorar y no, no encuentro entre mis recuerdos ningún Viernes Santo con lluvia.
— Dios no permitiría que lloviera en la celebración de su muerte, continúa mi amigo de entonces. Y se queda tan ancho.
Yo soy un pobre muchacho lleno de creencias, lejos todavía de planteamientos científicos, pero algo me huele mal. Creo en Dios, pero algo no me cuadra, sería una prueba excesivamente evidente de su existencia y entonces, ¿cómo explicar la necesidad de la fe?
Pero no digo nada. Luego, tras un silencio a tenso, roto por los golpes rítmicos y acompasados que hacen las horquillas al chocar contra el pavimento y el viento que amenaza con apagar la velas dentro de las tulipas, insisto levemente:
— Pues mira que como mañana llueva....
Y, tras la mirada de superioridad y desprecio de mi amigo, opto por el silencio. Recuerdo que la banda empezó a tocar algo que bien pudo ser “Nuestro padre Jesús”.
Viernes Santo. La procesión de las seis ha transcurrido con relativa tranquilidad, aunque también con prisas; las primeras luces de la madrugada son poco luminosas y retumba algún trueno. Me visto de penitente, con mi túnica morada y mi capuz negro. Mi madre me pregunta: ¿quieres decir que no te vas a mojar? Y yo la miro, desde abajo pero desde arriba, desde mi corta estatura al tiempo que desde mi superioridad moral: pobre mujer, que con tanta experiencia todavía no se ha percatado de que en Viernes Santo nunca llueve.
Salimos a las once, acompañando a la Virgen de las Angustias. El cielo se pone cada vez más oscuro. Yo tengo ganas de decir algo, pero no me atrevo; cuando estoy a punto, cuando para la fila y puedo volverme a mirar a los ojos a mi amigo —es lo único que podemos vernos, enfundados los rostros en nuestros capuces— su fría mirada me recuerda que la fe está para eso: para creer en el milagro.
En un momento determinado algo se rompe en mi cabeza. Han parado el paso, los banceros sujetan firmemente las andas, dos hermanos se encaraman a la plataforma y comienzan a cubrir con un plástico al Cristo yacente y a su santa Madre. Debe de ser que los infelices tampoco están al caso del milagro anual.
Y entonces me doy cuenta de que mi madre y aquellos descreídos son más inteligentes que yo, porque empieza a caer un aguacero de mil pares de huevos. No nos da tiempo ni a sorprendernos y ya estamos como una esponja. La procesión se desbarata. Todos huimos perdidos entre las calles estrechas y las cuestas. Bueno, casi todos, porque los hermanos mayores y los banceros han de aguantar el tipo al lado de las sagradas imágenes, y algunos nazaremos, creyentes sin necesidad de milagros y casi enamorados de esas imágenes, se quedan quietos. Mi amigo también escapa, el muy cobarde. No tengo ni siquiera tiempo para reproches, pero a partir de ese momento lo consideraré un perfecto imbécil y, además, un soberbio. Y a mí un cretino impenitente, dicho sea de paso.
Y en cuanto a Dios, coño, podía haber hecho un milagro, aunque no fuera más que para evitar la mirada de sarcasmo de mi madre cuando llegué a casa. Bueno, de sarcasmo y de cabreo: “claro, cómo se ve que no sois vosotros los que tenéis que lavar y planchar”, me abronca, porque los bajos de la túnica vienen hechos unos zorros.
3. Aceptación de la lluvia.
Este año ha vuelto a llover en Viernes Santo. Yo ya no me visto de penitente, pero he vuelto a salir con mi hermano a deambular por las calles, a comprar churros para nuestros padres y nuestras hijas cuando todavía no ha roto el alba; a ver esas imágenes que son como parte de mí, de tan conocidas; a subir hasta la ciudad vieja empapándome del verde de una primavera maravillosa oscurecida y aclarada por retazos de tormenta y salidas de sol. 
Encontramos gente lamentándose por el mal tiempo; otros, y no sólo nosotros, disfrutando de una Semana Santa diferente y no menos entrañable. Hermanos mayores de San Juan a paso ligero, con sus capas granates al vuelo y sus capuces de terciopelo verde perlados de un chirimiri que parece rocío; nazarenos esperanzados o desesperanzados atentos a las velas de sus tulipas; un paso detenido en una cuesta arriba, cerca de los Oblatos, con una pareja subidos a la peana colocando un plástico para salvar las imágenes de Cristo y la Verónica; la Soledad esquivando las estrecheces de la calle del Peso y la curva de San Andrés, atajando para llegar y ponerse a salvo en la iglesia del Salvador.

Imágenes inauditas, distintas, preciosas. El mundo era como era y no como debería ser. Hermoso e impenetrable, y yo andaba mojándome los pies, intentando enfocar la cámara bajo el paraguas y aceptándolo. Hoy era el mañana de un ayer al que amanecí sin otras inquietudes que disfrutar de lo que me ofreciera la vida. Hacía meses que no veía a mi hermano, las hoces estaban magníficas, y hasta la lluvia me parecía un milagro, a fuerza de no esperar ninguna otra cosa. Y ese era todo el afán que bastaba para ese día. 
Luego, a la tarde, no vi la Virgen de las Angustias. Quizás no llegó ni a salir por la amenaza de lluvia.