lunes, 30 de julio de 2012

Cariños ignorantes


(copia literal —obviando el nombre— de un e-mail enviado esta misma mañana a una vieja amiga, pero que podría haber enviado, tal cual, a más de una persona de esas que siento realmente cercanas)

Introducción. 
Feliz cumpleaños, ........

1. Las cosas suele saberse cuándo y cómo comienzan, pero no cuándo ni cómo acaban.
Hay quien necesita imágenes para entender las cosas; yo necesito palabras. 
Esta noche pasada, de madrugada y tras volver del lavabo, he tenido un ataque de lucidez momentánea: he podido ponerle nombre a una sensación que me corroe, de tanto en tanto, cuando pienso en algunas personas a las que quiero. El concepto que ahora acuño es el de “cariños ignorantes”.
Y me ha arrebatado mientras pensaba en que hoy, cuando tuviera un rato, tenía que felicitarte por tu cumpleaños. Has sido el detonante, aunque la carga comenzara a fraguarse en otro cumpleaños de hace mucho tiempo, con otra amiga respecto a la que me hice preguntas similares.
En tu caso, la pregunta que me ha sorprendido es ¿cómo debo llamarte?
2. ¿Cómo te llamaba tu padre? o ¿Cómo te llamaba yo cuando nos conocimos?
Todos tenemos un nombre. O dos. O más. En mi familia, sin ir más lejos, un día me encontré con una sorpresa: tuve que acompañar a hacer una gestión a una tía materna un poco mayor y, cuando la llamaron por su nombre oficial yo les dije que se equivocaban. Mi tía me rectificó y me explicó que ese era su verdadero nombre y que por el que yo la conocía y toda la familia la llamaba era “el otro”.
Cuando se lo conté a mi madre —su hermana— me contestó, sin darle más importancia: ¡Ah, sí, es que realmente se llama así! Y me explicó la historia. 
La bautizaron con un nombre y la denominaron así durante años, pero, cuando fue un poco mayor, pidió a su familia que la llamaran de otro modo, como a ella le gustaba ser llamada. Curiosamente se hizo así y poco a poco, primero la familia más cercana, luego los vecinos, por último los simples conocidos, asumieron que ese era su nombre y cuando yo nací, del nombre original no quedaba más rastro que el del Registro Civil, el DNI y el recuerdo de su madre y sus hermanos. 
Aquí he vivido situaciones similares pero con una carga política. Nombres en castellano y en catalán. Mi amigo Jaume sólo fue Jaime cuando nos conocimos; luego recobró su nombre original, independientemente de lo que pusiera en su DNI e incluso en el cuartel en que hacíamos la mili juntos aún en tiempos de Franco. 
Anoche, de madrugada, me asaltó la duda de cómo llamarte. Posiblemente a ti te sea igual, pero en ese momento esa duda me resultó incómoda. Y a partir de esa pregunta empecé a hacerme otras, y otras y acabé preguntándome, como otras veces con otras personas, quién eras realmente tú. 
Y por sorpresa me asaltó un sentimiento de ignorancia feroz. Y me entristeció momentáneamente pensar que el sentimiento que nos une posiblemente no fuera amistad, sino un simple cariño ignorante.
3. ¡Cómo cambian las cosas!
En un mundo ya lejano —posiblemente anteayer— las personas se iban conociendo con el tiempo. Un día sabías una cosa, el siguiente te enterabas de otra. Ese conocimiento no era lineal: de algunos de los sucesos definitivos de su infancia te enterabas después de conocer los desamores de su matrimonio. Y entendías lo que le pasó antes viendo lo que aconteció después, y viceversa.
Ahora no. Hoy la entidad bancaria en la que tienes domiciliada la nómina y por ende las tarjetas de crédito sabe más de ti de lo que sabré yo nunca: cómo gastas tu dinero, qué te gusta comprar, cómo te administras para llegar a fin de mes. Y no digamos Google: qué páginas visitas, cuánto tiempo pasas en cada una, con qué frecuencia, qué te descargas.... 
Y aquí estoy yo, sin ni siquiera saber si tienes Facebook (yo no tengo... de momento) ni de seguirte en Twitter. ¿Cómo extrañarse entonces de las preguntas que me planteo?
4. Y sin embargo... te quiero.
Feliz cumpleaños .......... De corazón. 
Sé que hoy estoy siendo parcial. Algo me dice que mi planteamiento, a pesar de su lógica, tiene un punto débil —o dos, o diecisiete— que se me escapan. Seguiré meditando, porque he de llegar a entender, con palabras, lo que me está pasando, lo que siento. En el fondo, lo que necesito saber, es quién soy yo ahora; no quien fui, no a quién conociste hará un porrón de años. Si de paso, si en el camino, entiendo también quién eres tú, quizás me ayude. 
Un abrazo y adiós, que estoy de vacaciones pero eso no quiere decir que no tenga trabajo. Y hay temas que es mejor dejar planteados y darles su tiempo de maduración.
Con cariño, no por ignorante menor
El Mayor de la Juanita

domingo, 15 de julio de 2012

El sentido oculto de las cosas. I. Peer Gynt.


                                 Música para escuchar: cualquier versión de  
                                                         “La canción de Solveig”, preferiblemente cantada.
El 24 de febrero de 1876, se representaba en Christiania (hoy Oslo) la obra de Ibsen Peer Gynt, con música de Edvard Grieg.
Hace un rato, mi hijo me ha preguntado si teníamos en casa el disco.  Le he contestado que sí, y que no recordaba desde cuándo estaba con nosotros, que posiblemente desde antes de nacer él. Y como me he quedado mirándolo, como preguntándole a qué venía la pregunta, me ha explicado la razón: 
Anoche lo invitaron a un concierto en Barcelona; una amiga toca en la JONC —la Jove Orquesta Nacional de Catalunya— y una de las piezas del repertorio, que le entusiasmó, fue precisamente ésta. Me ha contado que iba reconociendo fragmento tras fragmento, pero que nunca hubiera dicho que eran del Peer Gynt. Y me ha asegurado que desde ahora lo oirá de vez en cuando.
Me han dominado dos grupos de recuerdos. El primero eran esas noches en que, antes de ponerlos a dormir, escuchábamos música mientras leíamos o jugaban. Solía elegir músicas alegres, sencillas, cómodas. Oíamos baladas, folklore irlandés o castellano, arias de ópera, romanzas de zarzuela y composiciones pegadizas como alguna danza húngara de Brahms, la barcarola de los cuentos de Hoffman, Para Elisa, la Marcha Turca de Mozart.... y el Peer Gynt de Grieg.
Luego crecieron, cambiamos las costumbres, pero hoy me alegra saber que algo quedó.

El segundo grupo de recuerdos es anterior, muy anterior. Mis dos hermanos pequeños ni siquiera habían nacido; mi padre, que trabajaba hasta la extenuación para sacar adelante la familia, siempre tuvo tiempo para la música y una de sus actividades era tocar la bandurria en la rondalla de Educación y Descanso de nuestra pequeña ciudad de provincias.
Alguna tarde daban un concierto para familias, amigos y conocidos. Mi madre nos arreglaba a mi hermano Pablo y a mí, nos cogía fuertemente de la mano —como si temiera que nos escapáramos, aunque nosotros íbamos tan contentos— y, en medio de la apacible primavera o del frío invernal, bajábamos a oír el concierto que daba aquella rondalla en la que tocaba mi padre. Alguna de las obras que solían repetir eran fragmentos del Peer Gynt
Grieg, interpretado por un grupo de hombres más bien con poca o nula cultura musical, con más ilusión que conocimientos, y encima en un grupo de los llamados de “pulso y púa” no parece muy entusiasmante; pero para aquellos hombres y sus familias lo era.
Un día observé algo que me dejó sorprendido: en un momento concreto, uno de los compañeros de mi padre se puso a llorar en silencio. Si no te fijabas, ni te dabas cuenta; era simplemente que, mientras tocaba —la bandurria, el laúd, la guitarra, no recuerdo bien qué— algunas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Cuando acabó el concierto le pregunté a mi padre qué le pasaba. Y nos contó la historia: aquel hombre no tenía mucha facilidad para la música y había estado a punto de dejarlo en más de una ocasión, pero el anterior maestro de la rondalla, ya viejo, lo animó a seguir. Le ayudaba, le corregía sin acritud los errores, lo felicitaba cuando por fin conseguía tocar algo pasable. Se empeñaron, los dos, en que al menos una partitura le saliera realmente bien, y lo consiguieron: era “La canción de Solveig”, del Peer Gynt de Edvard Grieg. 
El maestro murió. Pero aún años después, cada vez que la rondalla tocaba esta partitura, aquel hombre lo recordaba y la añoranza le partía el corazón.
Así que, cada vez que bajaba a oír uno de aquellos conciertos, esperaba esa música y, si la tocaban, estaba atento y me emocionaba yo también, recordando la historia que nos contó mi padre.
Luego volví a escuchar la composición en mil versiones, e incluso me maravillé cuando descubrí que la original era cantada y disfruté con el sonido de una voz femenina que la endulzaba aún más. Pero siempre he tenido en el corazón aquella sencilla versión de una rondalla de pulso y púa donde un hombre maduro, cuando llegaba este momento, no podía contener las lágrimas.
Esta noche, mi hijo me ha preguntado si teníamos en casa el disco del Peer Gynt. Y me he dejado arrastrar por los recuerdos. Y he vuelto a oír, una y otra vez, en diversas versiones, “La canción de Solveig”.