sábado, 28 de agosto de 2010

ANIMALARIO. 4. DE LA QUIETUD Y EL MOVIMIENTO: EL EFECTO MARIPOSA



A veces nos preguntamos por qué, con tantos datos, conocimientos y posibilidades de tratamiento informático, es tan difícil predecir el tiempo atmosférico para dentro de un semana en un sitio determinado. O por qué se equivocan los meteorólogos en las predicciones de ayer para hoy.
La respuesta, o al menos una de ellas, se encuentra en un descubrimiento del meteorólogo Edward Lorenz.
Lorenz se dispuso, allá por 1960, a encontrar un sistema para estudiar las variaciones en grandes masas de aire que le permitieran afinar más en las predicciones del tiempo. Lo logró y estableció un modelo en base a tres ecuaciones, que llevan su nombre, y que se utilizan todavía para hacer estudios y simulaciones.
Pero se sorprendió al observar un detalle: Si en su modelo introducía una mínima variación en las condiciones originales, el resultado final podía llegar a cambiar de forma extraordinaria. Según una expresión que se ha hecho célebre, el efecto en el aire del aleteo de una mariposa en la India, propagado y repercutido, podía provocar unos años después un huracán en Nueva York. Y ningún meteorólogo puede tener en cuenta esa infinitud de pequeñas variables que inciden en el resultado final.
El efecto mariposa ha servido, desde la perspectiva científica, para estudiar sistemas complejos basados en el caos o definir la imposibilidad de hacer predicciones más allá de unos límites —el llamado horizonte de predicciones—; se ha aplicado después a la literatura, al cine o a explicar cómo funciona internet. Y seguirá sirviendo de ejemplo a innumerables explicaciones y análisis. A los que siguen, sin ir más lejos.
Imaginemos una mariposa. Posada sobre una flor. Inconsciente del poder de su tenue aleteo. De pronto, por un maravilloso milagro, toma conciencia de sí misma, de parte de la complejidad del mundo, de los posibles efectos de su suave vuelo. Si en ese momento padeciera un ataque de responsabilidad, se quedaría parada, inerte, temerosa de las posibles consecuencias de su vuelo, y allí sucumbiría. 
Si, por el contrario, fuera simplemente responsable, y no presa del pánico responsable, se plantearía que, en ese momento, millones de mariposas, de pájaros y de aviones están volando, quien sabe si provocando huracanes, o contrarrestando unos los que producen los otros. Así que haría lo que ha de hacer: echar a volar en busca de otra flor.
No es así. O nosotros creemos no es así. Damos por sentado que las mariposas carecen de conciencia y, por ende, de responsabilidad; que sólo se importan ellas. Buscan comida, se aparean, pululan, y mientras lo hacen, ignorantes de todo, es posible que provoquen un tornado a miles de kilómetros y a decenas de meses, mientras llenan el bosque de color y belleza. En cualquier caso, lo que pensemos no cuenta: cuenta, en cambio, que, tanto si son responsables como si carecen del sentido de la responsabilidad, actúan de la misma manera: volando.
Porque lo que no hacen es caer en la tentación del pánico de una responsabilidad que escapa a su comprensión.
La consciencia de la complejidad, tan buena para algunas cosas, cuando sobrepasa ciertos límites, nos distrae en mil preocupaciones y nos condena a la inacción inútil, a la observación sin participación, al pensamiento puro y estéril. Nos preocupamos tanto por las posibles consecuencias de lo queremos hacer que, en ocasiones, optamos por quedarnos quietos, atemorizados... sin percatarnos de que eso también tendrá consecuencias imprevistas.
Esta noche repaso mi vida: encuentro fácilmente algunas de las cosas que he hecho de las que me arrepiento. Lo que más me duele, sin embargo, son las reflexiones sobre aquello que no he hecho. Sufro cuando enumero todas aquellas acciones que deseé llevar a cabo y, ya fuera por miedo —sobre todo al fracaso—, por vergüenza, por el qué dirán o por cualquier otra excusa igualmente estúpida, me resigné a abortar. Ataques de pánico responsable que no supe vencer. Crisis de inmovilidad que es cualquier cosa menos natural. Porque lo natural en una mariposa es volar, y en una persona vivir lo que se le viene encima. O lo que sueña.
Cualquier ser vivo, incluidos los niños, se dedica a hacer aquello que mejor sabe hacer: HACER. El resto de los seres vivos asume casi de inmediato las consecuencias de sus actos, mediante ese paradigma que es la causa y el efecto. Los niños no, son unos seres privilegiados, aunque inconscientes de su privilegio, que son salvados una y otra vez de su errores por los adultos cercanos, aunque no siempre sin costes.
Hay adultos que se niegan a dejar de ser niños: actúan irresponsablemente y esperan que alguien asuma las consecuencias. No han aprendido a crecer, ni aprenderán mientras otros, con la excusa de un amor mal entendido, se lo consientan.
Otros han olvidado que la niñez está ahí para enseñarnos las cosas más importantes; viven acobardados y se resignan a un hacer limitado por lo que los demás les imponen. Han perdido el sentido del riesgo y el recuerdo de la sabiduría que da la experiencia vivida. Ya no saben jugar.
Unos terceros han aprendido el valor de aprender, de los aciertos y de los errores, y no han dejado de actuar. Sopesan, antes de actuar, las posibles consecuencias, pero tienen presente, por encima de todo, la más terrible de todas: la derivada de la extrema quietud. Porque no hacer, es, mal que le pese a algunos, otra forma más de actividad que conlleva responsabilidades sobre unos efectos más perniciosos que cualquier otro. 
A veces, se producen huracanes en Nueva York porque una mariposa, temerosa de todo, se quedó quieta en un bosque de la India.

domingo, 22 de agosto de 2010

ANIMALARIO. 3. DICROCOELIUM DENDRITICUM

Este post debía cerrar el ciclo actual con la etiqueta “animalario”. Así lo pensé en su momento, cuando hice el listado. Pero, finalmente, he decidido cambiar el orden de publicación e incluirlo ahora.
Cada entrada del blog tiene una historia oculta. La de esta es una de las más complicadas. Tiene que ver con mi proyecto de leer, este otoño, un libro de Dan Dennett titulado Romper el hechizo: la religión como un fenómeno natural; con la ponencia que hizo este autor en un TED en Monterrey en 2002; con un un encuentro al azar y con unas cuantas búsquedas en blogs de veterinaria. Todo esto, junto y relacionado entre sí, me movió a escribirlo.
Lo que me ha movido a avanzarlo: Ir anteayer, en familia, a ver la película “Origen”. Mis hijos, que ya la habían visto con sus amistades, nos explicaron de qué iba, propusieron analizarla y discutirla con calma... y allá nos fuimos, a la sesión de las cinco. 
El fenómeno del parasitismo
Se define un parásito como un ser que vive a costa de otros.  Se trata de una relación asimétrica en el que uno, el parásito, consigue la mayor parte de los beneficios a costa del otro, el hospedante (se le denomina huésped, pero la palabra es equívoca), que es el que paga los platos rotos llegando a perder, a veces, su propia vida. Los hospedantes se consideran especies explotadas, y se caracterizan por no recibir ningún beneficio por los servicios prestados.
El muérdago, la garrapata o la tenia, serían algunos ejemplos de parasitismo que nos ofrece la naturaleza
Esta forma de vida, obviamente, va más allá de la biología: a nadie se le escapa que hay también parásitos sociales que se incrustan desde el ámbito más primario, el familiar, a grandes organizaciones como,iglesias, empresas, sindicatos y hasta el mismísimo Estado o instituciones supranacionales como la ONU, absorbiendo, sin aportar mucho a cambio, recursos de los miembros activos y responsables del colectivo.
Lo que pretenden los parásitos es simple: cubrir sus necesidades sin recurrir a otro esfuerzo que colonizar y explotar a otro animal, planta u organismo, biológico o social. El chollo, vaya.
La impronta biológica: satisfacer nuestras necesidades
En principio, todo ser vivo orienta su comportamiento a sobrevivir en dos sentidos. Está programado para seguir vivo y para reproducirse, perpetuando su herencia genética. 
Para lograrlo ha de luchar por cubrir sus necesidades. Primero las homeostáticas, aquellas que, de no cubrirse en un período máximo, abocarán a la muerte: comer, beber, dormir, mantener la temperatura corporal. Luego las no homeostáticas, aquellas que permiten seguir vivo, pero con una menor calidad de vida si no se cubren, como por ejemplo, el sexo.
En los seres humanos, la supervivencia es un tema mucho más complejo, ya que entran en solfa emociones, sentimientos y todo ese aparato de fuegos artificiales relacionado con la psicología. Necesitamos también ser queridos, escuchados, respetados y, bien explotados por el marketing, unos zapatos nuevos, un polo de marca, un juguete mejor que el del vecino o el último modelo de coche que nos ha encandilado.
O dicho de otro modo, gracias a nuestra necesidad de homeostasis tendemos a restablecer el equilibrio emocional cada vez que sentimos que lo hemos perdido, lo cual, en algunos, es con bastante frecuencia y suele solucionarse comprando.
Así que, mientras los animales “inferiores” se dedican a vivir y procrear, matándose, eso sí, de vez en cuando, o comiéndose unos a otros, nosotros, seres civilizados, invertimos un tiempo y una energía increíbles en conseguir un televisor de pantalla plana, un nuevo ordenador o una tostadora. Estresándonos lo suficiente como para padecer impotencia, careciendo de tiempo para lo importante, sufriendo un infarto en plena juventud, sustituyendo la búsqueda del placer directo por metáforas estúpidas, o negándonos un hijo porque hemos de terminar primero de pagar el coche. Somos una especie que llegará lejos, se ve venir.
La pregunta es: ¿y cómo es que hemos caído tan bajo? ¿cómo hemos logrado olvidarnos de lo básico? ¿mediante qué mecanismos hemos conseguido nada menos que traicionar nuestras auténticas necesidades programadas por la especie genéticamente?
El Dicrocoelium dendriticum
Supervivencia y parasitismo: un buen combinado que puede dar para muchas reflexiones. Pero hoy me interesa la de una especie en particular: el dicrocoelium dendriticum.
Así se llama uno de los parásitos más interesantes, ya que no sólo afecta al cuerpo de sus hospedadores, sino a su mente.
En su ciclo vital pasa por tres hospedadores: un mamífero hervívoro —una oveja o una vaca—, un caracol (de los géneros Cernuella y Helicella) y una hormiga negra (del género formica). El ciclo es el siguiente: los huevos están en el estómago del rumiante y salen fuera con las deposiciones. Ciertos caracoles los ingieren y, en su interior, se transforman en diminutas larvas, que quedan fijadas en su rastro de mucosa, y aquí llega lo fascinante: la hormiga las ingiere, y el parásito toma el control de su cerebro. Altera sus deseos, sus necesidades, su programa de funcionamiento, para hacer lo que le dicta el parásito.
La hormiga infectada, cuando llega la noche y baja la temperatura, está programada para volver con las demás al hormiguero, pero no es eso lo que que hace: se dirige a una brizna de hierba, trepa por ella y se queda allí hasta el amanecer, esperando. Si no llega el herbívoro, la hormiga bajará y continuará con su programa diario, ya que de seguir quieta bajo el sol acabaría muriendo y el dicrocoelium no podría completar su ciclo, pero, al anochecer, volverá a su rutina de trepar a una brizna de hierba. Finalmente, una mañana, una oveja o una vaca se comerán la hoja, con ella a la hormiga, y su estómago permitirá de nuevo la reproducció del dicrocoelium, que volverá a poner sus huevos, que volverán a ser expulsados en la deposición y seguirá el ciclo.
El estudio de este curioso animal ha dado mucho que pensar a ciertos investigadores sociales. Por ejemplo, los ha llevado a plantearse si existe algo parecido que afecte a los humanos. Un parásito que pueda, introducido en nuestros cerebros, afectar el comportamiento natural y alterarlo en función de unos intereses que nos son ajenos, incluso negativos. 
Y algunos han llegado a la conclusión de que sí, aunque no sería un parásito físico. Para algunos, esos parásitos son, o pueden llegar a ser, llevadas a sus extremos, ciertas ideas: Seríamos, sin saberlo, hospedadores de sistemas parasitarios que, como ciertas religiones, nacionalismos, ideologías... se incrustan y nos manipulan para que sacrifiquemos parte de nuestros deseos, beneficios e incluso la vida si llega el caso, no en nuestro propio beneficio o en el de nuestra prole, sino en aras de una utopía, sea el cielo, un patria libre o una sociedad más justa, que les permite a los que las detentan vivir a nuestra costa.

¿Llevan razón? ¿no? ¿en qué medida aciertan o se equivocan? Una hipótesis para reflexionar.
P.S. El mundo es más complejo, el tema de la supervivencia, a nivel individual, grupal y de especie, también, y esto, obviamente, tiene un alto componente de demagogia... o quizás no tanto. Pero me apetecía soltarlo y seguir reflexionando sobre ello.
Por cierto, el vídeo del TED de Dan Dennett, puede encontrarse en 
Y la película de Christopher Nolan “Origen”, cuyo título original es “Inception”, está siendo proyectada en estas fechas.

jueves, 19 de agosto de 2010

ANIMALARIO 2. MÁS PECES: LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA, LA EXPERIENCIA DE LOS LÍMITES.

                                                                                            a Franz Kafka, in Memoriam
Creo que lo leí en Rayuela, de Julio Cortázar, pero, hace ya tantos años, que no puedo afirmarlo con rotundidad. Y además, no sólo pierdo memoria: de vez en cuando también se me cruzan algunos cables, me hago un lío y confundo los datos.
El experimento era el siguiente: en una pecera se ponían unos cuantos ejemplares de una raza concreta. Ellos, movidos por la curiosidad, huían del centro hasta llegar a cada uno de los cristales que formaban los límites del habitáculo. E insistían una y otra vez, dando con sus hociquitos en la pared transparente, aplicados a la imposible tarea de seguir adelante; hasta que entendían que, aunque invisible, el límite estaba allí. 
Entonces, una vez aprendida la lección y asumida la experiencia, se movían con toda tranquilidad por el interior, se acercaban y, antes de llegar a chocar con la pared invisible, giraban en otra dirección y seguían con su vida. Asumir que allí estaba el límite les evitaba golpecitos y, sobre todo, les liberaba de frustraciones.
Lo que los peces no sabían es que los experimentadores, con esa crueldad que sólo es capaz de generar la frialdad de un experimento científico, los había colocado en una pecera especial, de paredes móviles. En una pecera dentro de otra pecera. 
Una vez que los pececillos habían asumido sus límites, los aviesos investigadores, muy lentamente, movieron los vidrios y ampliaron, ostensiblemente, su espacio vital. Pues bien, a pesar de que los cristales estaban ahora unos centímetros más allá, aquellos peces nadaban en cierta dirección y, al llegar justo donde poco antes estaba el cristal, giraban y cambiaban plácidamente de sentido. Y nunca traspasaron los antiguos límites.
Sé que no soy un pez, al menos morfológicamente. Pero no estoy nada seguro de no pertenecer, íntimamente, a esa especie citada cuyo nombre desconozco. Voy acumulando experiencia, pero a veces, en esa soledad cálida del antes de dormir, me pregunto si yo también, para ahorrarme frustraciones, evito transgredir ciertos límites que creo saber que existen en mi pecera personal y me pierdo todo un Nuevo Mundo que queda fuera, y que quizás no sea nada maravilloso, pero que quién sabe. 
Y a veces me digo que estaría bien, de vez en cuando, transgredir  alguno y decidir, después, si mereció la pena o no entrar en esas nuevas realidades. Y deseo arriesgarme a ir un día poco más allá, y no girar precisamente un poco antes de donde supongo que está el límite invisible del cristal. 
Me lamento por perder cierta clase de memoria, y no otra, como aquella que me recuerda nítidamente determinados límites invisibles; me pregunto qué le habré hecho a algún dios para que me castigue así, cargándome con experiencias que no forman parte del ímpetu del movimiento, sino del peso muerto de la pasividad.

viernes, 13 de agosto de 2010

ANIMALARIO. 1. LOS PECES, NOSOTROS Y LOS DIOSES.

Nosotros los occidentales estamos enajenados de nosotros mismos y de la naturaleza. Padecemos de ciertas ilusiones, una de las cuales es que la vida tiene sentido; es decir, que estamos cuerdos. Mantenemos esta opinión a pesar de las masivas pruebas en contra (...)
                                                                    Edward T. Hall. Más allá de la cultura.  
En casa, hasta ahora, teníamos sólo dos peces macho: uno azul y otro rojo. Son de nuestras hijas. De la misma especie, pequeños, muy vistosos, con grandes colas que se ondulan mientras nadan y con una característica curiosa: no pueden estar juntos porque se pelean a muerte. Así que cada uno estaba en su pequeña pecera individual.
El otro día compramos una pecera grande. Mi mujer la llenó, puso en marcha los filtros, colocó las plantas y toda esa parafernalia y, unos días después, introdujo unos nuevos inquilinos. Entonces pensó: ¿qué pasará si pongo dentro, con ellos, el pez azul; se peleará también con estos? Y lo puso.
No pasó nada en ese sentido. Pero sí en otro. Azul cambió de actitud. Nadaba con rapidez, parecía más alegre. Tenía ahora un vasto territorio, vistosos compañeros de viaje, algas en el fondo, una gamba y caracoles para limpiar la nueva casa... en fin, aquello era jauja. 
Si Azul hubiera sido humano, supongo, habría trabajado duro buscando una explicación “lógica” al asunto. No podía ser, se diría,  que durante tanto tiempo estuviera en un sitio y ahora, así porque sí, lo hubiera afectado un cambio tan profundo y positivo. Así que buscaría la explicación; el “sentido” a lo que le pasaba. ¿Qué habría hecho bien? ¿como premio a qué acción recibía los favores de Fortuna? ¿qué dios se había compadecido de él y por qué? 
Y seguro que encontraría una respuesta. Lógica y coherente, por supuesto, pero sin ninguna relación con un capricho de mi mujer y, mucho menos, con el hecho de que, por razones que hasta a mí se me escapan, un señor hubiera abierto una tienda de mascotas en el barrio y utilizado como gancho una pecera de oferta.
Poco después mi esposa, ajena tanto a las improbables meditaciones de Azul como a mis elucubraciones sobre el tema, tuvo una nueva idea, más brillante si cabe: el pez rojo quedaría mejor en el conjunto de la pecera. Pero claro, no podían estar juntos, porque se pelearían a muerte. Así que hubo un nuevo trasvase: ahora Azul pasó a una pecerita de nuevo y Arquímedes —el rojo tiene este nombre— se sintió gratamente reconfortado al comprobar que los dioses lo habían elegido por alguna razón que él habría de descubrir para seguir para repetir los actos que los habían motivado y seguir congraciado con ellos.
Azul, en cambio, empezaba a preguntarse dónde había fallado, qué había hecho mal, porque seguro que había metido la pata en alguna cosa. Los dioses ni hacen favores ni se enfadan porque sí. Ha de haber una razón, se decía, y si la descubro volveré a tener el pase asegurado a un nuevo trato de favor y al goce de ese espacio tan ameno.
Gracias a Dios, los peces, que se sepa, ni piensan, ni meditan, ni pierden el tiempo buscándole explicaciones imposibles a los acontecimientos, por extraños que estos les parezcan. Aceptan lo que les cae, luchan cuando es necesario para sobrevivir  y luego a esperar la próxima, sea ésta conseguir comida o hacer lo posible por procrear. 
La vida de los humanos, en cambio, es complicada. Necesitamos que los acontecimientos, al menos aquellos que nos afectan más, tengan un sentido. Así que inventamos dioses, ponemos en marcha sentimientos, organizamos relaciones... e, incapaces de asumir la infinitud de los procesos implicados y, si se trata de mujeres, de la complejidad y diferencias entre su forma de pensar y la nuestra, nos empeñamos en buscar explicaciones para todo. Con unas posibilidades de éxito similares a las de Azul y Arquímedes. 
Pero en fin, parece que eso nos hace felices. Así que por la noche, tras haber dado con la respuesta lógica y coherente a cualquiera de las cuestiones que nos preocupan, y haber descubierto las razones profundas de cualquier suceso que nos afecta —sea haber encontrado trabajo, o haberlo perdido; o que la mujer que creemos amar nos haya dicho que sí, o que no; o que llueva más, o menos, que el agosto pasado; o haber padecido un accidente, o haberlo evitado; o las razones de la crisis que nos aqueja— nos paramos a pensar y, de alguna forma y aunque nos declaremos agnósticos o ateos, maldecimos o damos gracias también a Dios o al Azar por nuestras suertes o nuestras desgracias.
Es la desventaja de no ser un pez: vivir a menudo ilusionados, aunque en una acepción un poco diferente a la que solemos usar normalmente. O la ventaja, quién sabe.

miércoles, 11 de agosto de 2010

LO NUEVO Y LO VIEJO: ILLUSIES.


                                      Uno no descubre nuevos continentes sin aceptar que 
                                      debe perder de vista la orilla durante un largo tiempo.
                                                         André Gide (en Internet)
Hubo unas épocas en que me seducían las novedades por sí mismas; ahora ya no. Ahora me atraen, curiosamente, aquellas que me permiten acceder a lo de siempre, aunque de otra manera; entender mejor lo conocido: volver. 
Paradójicamente, he descubierto que la organización del regreso es el método idóneo para aprender a usar nuevas tecnologías, para ordenar mi mente en nuevos organigramas, para avanzar en contextos novedosos que me hacen descubrir posibilidades antes inimaginadas. 
Lo nuevo me ofrece los métodos más eficientes; lo conocido le da el sentido a sus usos. Y es en ese quehacer, a veces sin que yo siquiera me percate, me dejo avasallar por las novedades y cambia el sentido de mi vida, dejándome de vez en cuando, eso sí, desarbolado y caótico, como un barco tras la tormenta, o con esa sensación de temor reverencial que padece el cobarde que ha perdido de vista la orilla.
Un GPS, por ejemplo, es una de esas aplicaciones tecnológicas nuevas y fascinantes. Me maravilla el artilugio en cuestión, ese sistema de posicionamiento mediante un sistema de triangulación establecido por satélites y que permite saber dónde estamos con una precisión increíble. Yo lo he utilizado para regresar al pasado.
Hace unos días usé la función de “recorrido a pie”. Fue en Brugge —esa ciudad cuyo nombre significa “puentes”, lo que tiene su lógica teniendo en cuenta la cantidad de canales, pero que en castellano hemos dado en llamar Brujas— y tuvo que ver con mi pasión por el regreso, por mi afición a lo ya conocido: por mi inveterada manía de volver.
La casa en un callejón de Brugge
Hace unos veinte años la recorrí por primera vez, y sus calles me llegaron al alma. Caminar por sus calles fue como recorrer espacios al tiempo nuevos y conocidos. Volví.
En una de esas visitas distantes en el tiempo, durante un rato, me separé del resto de la familia y me aventuré, solo, buscando sin saber qué, caminando sin más sentido que aceptar lo que quisieran depararme el azar o el destino. Encontré un callejón, y al fondo una casa, y en ella una exposición de caligrafía, con frases bellamente talladas en cristal y en piedra, dibujadas sobre papel o pergamino, con diferentes tipos de letra y de decoraciones. Me asombré de tanta belleza en un lugar tan recóndito e íntimo y fantaseé respecto al grupo de personas que habían llevado a cabo aquel ejercicio de solidaridad estética. 
En la memoria guardé aquellas imágenes generales, y con mi vieja Nikon  capté en unas cuantas diapositivas de algunas de esas obras, que todavía conservo. 
En otros regresos intenté encontrar, de nuevo, aquella casa, y comprobar si, improbablemente, seguía aquella exposición o si los autores habían creado alguna nueva. No lo logré jamás. Sabía que estaba cerca del Mark, pero por más vueltas que daba —y disponía siempre de un tiempo limitado— no encontraba aquel callejón con la casa al fondo.
Hasta hace unos días. 
El sencillo cuaderno y los satélites en órbita geoestacionaria
Aquel día, tras recorrer la exposición de caligrafía, y presintiendo que mi memoria fallaría, anoté la dirección en una especie de cuaderno de viaje que llevaba... sin considerar que olvidaría también que había llevado aquel cuaderno. Y hace poco, revolviendo estantes y mirando viejas anotaciones para preparar el nuevo viaje —una forma como otra cualquiera del volver— encontré el cuaderno, la página, las anotaciones, la dirección exacta.
Así que, al parar en Brugge de nuevo, introduje la dirección en el GPS, seguí sus instrucciones, y regresé. Estaba cerrada. Únicamente quedaban, sobre una piedra en la pared, lo que imagino que es su nombre o el del propietario; y en la ventana, justo tocando al cristal y junto a unos pequeños guijarros pulidos por el agua y colocados con esmero, un viejo hueso con la palabra ILLUSIES —que significa ilusiones— tallada en negro. Sólo eso. Para mí fue más que suficiente. Había vuelto. Gracias a una anotación manuscrita en un viejo cuaderno y a esa maravilla tecnológica que es un GPS de última generación con la función “recorrido a pie”. 


Anotación de navegante
Algunas veces siento que soy de los que temen perder de vista la orilla durante largo tiempo, condenándome, así, a no descubrir nunca nuevos continentes. Sé que a menudo disfrazo mis miedos de prudencia. 
Otras, en cambio, me encuentro en nuevas tierras y me pregunto cómo ha sido posible mi llegada, y sólo entonces tomo conciencia del tiempo que he pasado sin ver la orilla, y entiendo mis conflictos y mis crisis como resultados de una travesía al tiempo ilusionada y aterradora. Porque hay espacios interiores imposibles de triangular, para los que no existen GPS y en los que el único sistema de orientación son las anotaciones de un viejo cuaderno y, como consta en el hueso tallado tras la ventana de la única casa del antiguo callejón de Brugge, las ilusiones.

viernes, 6 de agosto de 2010

PÁGINAS RECUPERADAS. 1


Música de fondo: el tango Volver, cantado por Carlos Gardel
                                     Volver. Con la frente marchita,
                                     las nubes del tiempo platearon mi sien.
                                     Sentir que es un soplo la vida; 
                                     que veinte años son nada.
                                     (...)
                                     Pero el viajero que huye
                                     tarde o temprano detiene su andar.
                                                                      Fragmentos del tango Volver
He vuelto de vacaciones. Un poco alterado, buscando ese centro de gravedad que a veces se pierde. En este contexto, estoy dedicando algo de mi   tiempo a recordarme. 
Empecé a escribir cosas sueltas con mi primer Amstrad, un ordenador que no tenía ni disco duro y que funcionaba con dos discos flexibles de 5 pulgadas y media. Luego descubrí la maravilla y me pasé a Mac. Después, por aquello de los niños, volví a un PC. Ahora ando de nuevo con un Apple. Ese trasiego de disqueteras, sistemas operativos y cambios de domicilio —además de unos cuantos formateos necesarios del disco duro— me ha hecho perder muchas cosas. Pero unas pocas, pasando de un formato a otro, han persistido. 
Transcribiré algunas.
REGRESOS
Recuperado con fecha 26 de febrero de 1992
1
Hay unas cuantas imágenes de mi infancia que tienen una nitidez asombrosa. Una es un atardecer, luminoso tras la tormenta. Estoy solo, me he hecho un barquito con media cáscara de nuez y unos palillos. Lo coloco en cada uno de los regueros de agua que bajan por las calles de mi viejo barrio y él navega durante unos segundos y se atranca, y lo vuelvo a poner en la corriente y avanza otro poco. Yo lo sigo. El sol calienta un poco y enrojece los jirones de nubes negras que todavía quedan como restos de un naufragio.

2.
Qué dura es la tarea de regresar. El regreso querido es imposible. Los regresos posibles siempre nos desesperan; los probables nos incitan a seguir regresando una y otra vez desde cada esperanza, hasta que aprendemos la lección: aquello que creemos recordar, o se perdió por siempre o no existió jamás.
Ahora sé lo que he estado queriendo: volver de adulto a cuando yo era niño. Ver lo mismo pero con otros ojos: vivir, con la experiencia de lo vivido después, lo que viví entonces. Y en vano he regresado a los paisajes a buscar las respuestas. 
Me hubiera gustado verme desde fuera: Yo de pequeño allí, bajo aquel sol o aquella lluvia, dentro de la casa de la abuela, mirando volar las golondrinas en verano, tirando piedras que saltaban dos, tres, hasta cuatro veces, en la superficie del agua del río. Quisiera haberme visto pisando la nieve, jugando, pensando, mientras veía trabajar a mi padre, tras la lectura de un párrafo de un libro. Quisiera haberme mirado y haberme podido decir, como a través de un espejo, que hay futuro.

3.
Todo se desmenuza, se reordena en medio de una caotización constante. Un día volví y encontré, junto a la casa de mis padres, un solar vacío y una pared desangelada: había, dibujados sobre ella, restos de habitaciones, líneas que demarcaban los distintos pisos, perfiles de cosas que existieron; miré hacia arriba: allí, en la buhardilla con el techo inclinado —qué nítida, la diferencia entre el dentro y el fuera— habían vivido mis tíos y había vivido yo. Allí había estado sano y enfermo, cenado con toda la familia bajo la ventana, acariciado a gatos que se llamaron Pepito, Rosita o Manolo, éste último de un negro brillante; allí jugué y me peleé incontables veces con mi hermano, allí nos asustamos juntos con los cuentos de miedo que contaba mi tío junto a la estufa... y ahora ya no quedaba sino la silueta de una tosca cocina sobre la pared de la casa de al lado, que era la de mis padres. 
Volví otra vez: había una casa nueva, más alta, poblada de otras gentes que ya no conocía. Aquel tío mío —que se había marchado a vivir a otro sitio, casi enfrente— moriría poco después.
Nos dejó también la señora Patricia, y su marcha permitió a no sé qué sobrinas tirar también su casa abajo para hacer otra nueva, más alta; de todas formas hacía ya años que habían cortado los dos olmos y más que había desaparecido la parra. Los paisajes de mi infancia se iban desdibujando, la silueta urbana iba recomponiéndose, y hasta los nombres de las calles empezaron a ser distintos cuando llegó la democracia.
Las sabinas de la plaza de la iglesia de San Nicolás todavía existían la última vez que fui. No sé por cuánto tiempo guardarán ese olor que sentí tantas veces sin acercarme a saber su nombre.
A veces pienso que no vuelvo ya tanto para recordar sino para llevar a cabo la ingrata tarea de cerciorarme, de constatar qué sigue aún y qué ya no. De llevar esa extraña contabilidad de los paisajes, objetos y personas que me permiten seguir creyendo que, realmente, alguna vez fui niño o incluso adolescente.
Los niños ya no son los mismos, ni los mayores, ni el color del cielo, ni el ruido de las calles, ni la sombra del árbol, ni el vuelo de los pájaros. Ya no me queda nada. Nada salvo el regreso, y la búsqueda de algo que no conozco, y el sueño de que tal vez, algún día, jugando en algún sitio, vuelva a encontrarme.