martes, 13 de octubre de 2020

La Orbea

Escuela de Maestría Industrial, curso preparatorio. Un lugar intermedio entre la escuela primaria básica y los talleres donde aprenderían un oficio. Muchos tenían graves deficiencias de conocimientos; otros eran inteligentes y capaces pero, tanto los unos como los otros, tenían en común provenir de familias humildes para las que el instituto no era una opción: para ellos, hacer el bachillerato serviría de bien poco.

Hasta aquella clase llegaban cada mañana, él sin poder sentarse en el sillín porque si no no llegaba a los pedales, David y su Orbea. Bueno, cada mañana no. Si llovía a cántaros, o si había nevado la noche de antes, entonces se quedaba en casa. Él era el único que vivía en un mísero pueblo al final de una hoz, a unos diez kilómetros río arriba de aquella minúscula ciudad de provincias. También el único que tenía bicicleta. Pesada, desvencijada y grande. Un buen muchacho, David: siempre traía los deberes hechos y la lección aprendida. Jugaba con los demás, pero sentía que no era como ellos. 

El maestro se llamaba don Juan José. Un hombre recto, con la palmeta siempre a punto para castigar la mano de los desafectos y tendente a corregir con alguna bofetada llegada la ocasión, pero también justo y comprensivo. Cuando cumplía los años los alumnos hacían una pequeña colecta y le compraban algo sencillo. Esa tarde, él se llevaba a la clase entera a un campo cercano con un balón y su perro, que jugaba con ellos como uno más.

Sus compañeros también tenían cerca el campo. Las familias de algunos criaban un cerdo; las de otros tenían en el corral unas gallinas o un par de conejos en una jaula en la cocina. En primavera, bastaba con caminar un rato para ver cómo el viento convertía los campos de trigo en un mar verde.  Algunos padres eran cazadores y pescadores y la mayor parte salían, cada otoño, a buscar setas; ellos, llegado el tiempo, a robar arzollas de algún almendro cercano. El campo, ya digo, nunca les cogió lejos. Pero no eran del campo.

David se repartía entre dos mundos. Cercanos y distantes; parecidos pero desiguales. Los días de diario compartía ciudad, pupitre y patio, escuela y maestro, pero los domingos no sabía lo que era ir a cine ni pasear por la calle mayor. Sus compañeros, en cambio, desconocían que era sentarse en la cueva con los mayores, mientras sacaban vino de la tinaja, ni recorrer las lindes todavía con escarcha mientras vigilaba las ovejas. Él no tenía domingos. Los sembrados, la huerta, los animales... esas cosas no entendían de fiestas. Había que dar de comer, limpiar, regar, sembrar, podar, recolectar. En la casa siempre había trabajo: reparar, hacer conservas, preparar los productos que se bajaban al mercado. Él, además, estudiaba. Era el más pequeño y, decían su madre y el maestro, que el más listo. Su padre y sus hermanos le permitían, con su trabajo, ese pequeño lujo. Como la bicicleta: si supieran sus amigos el sacrificio que tuvieron que hacer para comprarla.

En su casa cada año criaban un cerdo, pero nunca comieron jamón ni chorizos magros. Necesitaban calzado, ropa, reparar el arado, una azada nueva. Y eso si no se ponía enfermo algún animal o alguno de los hijos.

En invierno, cuando salía de casa, aún era de noche y cuando volvía, también. Por la mañana la bajada era suave, pero por la tarde la subida en aquella bicicleta que pesaba como el plomo solía ser dura. A veces lo acompañaba la lluvia; durante todo el invierno, y allí era muy largo, lo que su madre llamaba un frío negro.

Por eso David era el alumno preferido de don Juan José. Si había que pedirle algo en beneficio de todos, lo mejor era que lo hiciera él. 

Cuando el tiempo era inclemente y no venía, el maestro aprovechaba su ausencia para hablar de él y ponerlo como ejemplo. Y nadie movía ni una ceja cuando lo hacía.

Al año siguiente no volvió. Sus compañeros no lo echaron de menos: en esa etapa de la vida las cosas pasan deprisa y las sensaciones son cambiantes. En su casa agradecieron que se reintegrara al hogar: con su edad ya podía ayudar más y la situación familiar ahora no permitía dispendios. Tampoco nadie tenía claro que seguir estudiando iba a llevarlo a algún sitio salvo fuera del pueblo y, cuando un tío suyo preguntó en una comida familiar: “Aprender un oficio, aprender un oficio ¿es que ser labrador no es un oficio?”, los demás, incluido David, asintieron con la cabeza.

Don Juan José siguió en su puesto. Algunos años después, cuando algún día había amanecido nevado o hacía un tiempo del demonio, paraba un rato la lección o el dictado y les hablaba con admiración a sus nuevos alumnos de un tal David, casi un niño, como ellos, que venía cada día a clase con su Orbea. Pero aquellos alumnos no lo habían conocido y a esas alturas, la verdad, ¿quién iba a creerse aquel cuento?


martes, 31 de marzo de 2020

Platos con fondo. 1. Carciofi alla giudia


«Partir, pero ¿a dónde? Hay lugares que todavía no conozco. Paisajes que todavía no he visto. Individuos a los que todavía no he conocido. Qué fortuna increíble, la mía, la de poder decidir aquí, mañana, que partiré de viaje. No a la aventura, sino para descubrir. Creo que es el otro lado del amor por la gastronomía».
Alain Ducasse.— Diccionario del amante de la cocina.

Hace tiempo, leyendo a Ducasse, me descubrí añorando lo que nunca hice: los viajes gastronómicos. Viajar para comer, pero también para entender una sociedad, para aprender a preparar, para enfrentarme a ese saber comprar que imaginamos, estúpidamente, que tenemos. Más allá de —o de forma complementaria a— monumentos, paisajes o folklore, ser capaz de entender el alma de una cultura no sólo a través de su comida, sino por sus materias primas, dónde las venden, cómo las cocinan y, por supuesto, en su forma de relacionarse con los demás a través de ella.
En ese momento se enlazaron recuerdos inconexos: el viejo sueño del tío Rodolfo, con las esperanzas puestas en la quiniela, de recorrer España pueblo a pueblo, comiendo los platos típicos de cada lugar; la sensación de flotar con las fosas nasales llenas de los olores intrigantes y espesos del Bazar de las Especias de Estambul; la costumbre familiar de darnos una vuelta, cuando vamos a la gran ciudad, por los mercados de la Boquería o de Santa Catalina; aprovechar un paseo por el bosque o la montaña para comer en algún sitio cercano que usa de proximidad. Todo lo veía con otra perspectiva y ciertas cuestiones cobraron un sentido nuevo.
Dado que sé que soy demasiado cómodo, prefiero no hacerme ilusiones sobre mi futuro, y menos desde este confinamiento en que nos encontramos, así que, de momento, me limitaré a comunicar mis reflexiones. 

El plato/deseo de hoy: Carciofi alla giudia
No he estado en Roma, pero si un día voy… bueno, imagino que haré lo que se me ha dicho que tengo que hacer: visitar la Fontana di Trevi, el Vaticano, el Coliseo… todas esas cosas. Debe ser que soy poco atrevido. Si lo fuera —que, repito, no lo soy— lo que haría es buscar lo que queda, junto al río Tíber, del antiguo gueto judío, pero no sólo para ver su Museo, la Sinagoga o la Piazza delle Cinque Scole, sino para buscar un restaurante sencillo donde ofrezcan comida casera. Y allí disfrutar, mientras cierro los ojos, de una buenas alcachofas a la judía.
Veamos la gestación del plato: En 1555, tras la promulgación de la bula del Papa Paulus IV Cum nimis absurdum, los judíos quedaron confinados en un barrio amurallado en el rione Sant’Angelo, rodeado de una muralla con tres puertas que se cerraban al caer el sol. No fue tan malo, aquel Papa: es cierto que así evitaba en parte el contacto de cristianos y judíos, pero también protegía a estos últimos de los ataques de muchedumbres seducidas por predicadores radicales que los acusaban de cualquier mal, real o imaginario.
Confinados durante siglos —hasta 1870 no fueron equiparados al resto de los italianos y las murallas se destruyeron definitivamente en 1888—, y con acceso a productos casi exclusivamente locales, los judíos desarrollaron una nueva y peculiar cocina. Ni compartida con el resto de los judíos ni con el resto de los romanos: suya.
Uno de sus platos, que ha sobrevivido hasta hoy, son esas carciofi alla giudia,  preparadas con variedades como la mammole o la cimaroli del Lazio. Un manjar recomendado, sobre todo, en este mes de marzo que se acaba. 
Y ¿por qué, de entre la variedad de opciones, este deseo mío de degustar precisamente esta receta? Pues por tres razones: 
Una, porque las alcachofas, ya sabéis, me encantan. De cualquier manera. Y esta forma de prepararlas no la conozco todavía.
Dos, porque me hace gracia que algo que parece ser tan sabroso sea el resultado de lo que podríamos llamar una “cocina de confinamiento”, por lo que hay un matiz pedagógico que ahora juzgo necesario.
Y tres: porque motivó, hace unos años, un cierto nivel de rebelión por parte de esa comunidad contra el poder espiritual establecido, nada menos. Cuentan que el Gran Rabinato de Israel, encargado de todo lo relacionado con el ritual decretó, en 2018, que este plato no era kosher y que, por tanto, era impuro. Argumentaron que, teniendo en cuenta su modo de preparación, era posible que en el interior de las alcachofas existiera algún pequeño gusano, cuyo consumo está prohibido por la ley mosaica. 
Los judíos romanos se indignaron: alegaron que las hojas de sus alcachofas estaban tan prietas que ni un pequeño insecto podía alojarse en su interior. Y parece que, al menos algunos, las han seguido consumiendo no sólo en temporada, sino incluso, siguiendo una costumbre secular de su comunidad, durante la Pascua. Ya no están confinados, pero no renuncian a lo que aprendieron en aquellos duros tiempos. 
Yo, entretanto, aquí; confinado también aunque, como sabéis, por motivos muy distintos. Y también con alcachofas.

viernes, 24 de enero de 2020

Regalos

Allí está él. Cansado de no hacer y aburrido de aburrirse. Ya apenas anda solo, ni siquiera con la ayuda del andador, ese artilugio que detesta. Las cuidadoras, cada mañana, lo sientan en un sillón debajo de la ventana, en esa sala gris repleta de sillones como el suyo compartida con otras viejas. Hombres son sólo dos, así que el masculino genérico se antoja inadecuado. Alguna canturrea, otra se queja con cierta constancia amargamente —al principio le molestaba, pero ahora ya se ha hecho a esos monótonos lamentos—; las demás están quietas y en silencio, aunque a veces charlan entre ellas de dos en dos o tres en tres; y a veces hasta dan voces y se ríen. De fondo, el runrún de la televisión colgada en la pared, inútil para él en tres aspectos: porque ya apenas oye, a excepción de los gritos de desamparo de la quejosa; porque casi no ve y porque nada que lo que allí cuentan le interesa lo más mínimo. Ni las mismísimas corridas de toros, cuando las ponen.
De vez en cuando, un cuidador —hay uno muy campechano, el hombre, que le cae bien— o una cuidadora —hay de todo, pero son buena gente en general y alguna hasta cariñosa— pasan por allí a ver cómo siguen, a mover a alguien y llevarlo al baño, a decir alguna nadería o preguntar cualquier cosa inútil que no busca sino que no acaben de perder la poca conciencia que aún tienen de sí mismas. Luego la comida, apapillada para los que se niegan a ponerse la dentadura, monótona, gris como las paredes de la habitación.
Cuando empieza el frío, que aunque dentro haya calefacción se sabe que fuera hace frío, porque se sabe, le ponen una manta por encima de las piernas. Así dormita mejor y más tranquilo, sobre todo desde que ha integrado como una costumbre más los lamentos de la gritona, que no es que sea mala mujer, es sólo que no acepta su vida, como tantas otras y como él mismo, pero es que ella lo lleva peor o se expresa con más libertad, quién sabe.
Por la tarde viene su hijo a verlo. Cada tarde. Un buen rato. 
Primero la visita obligada al servicio; luego el paseo en la silla de ruedas: recorren el largo pasillo, toman el ascensor y en la planta baja, tras los saludos, se sientan en una mesa con algunos conocidos de allí dentro a los que también acompañan, sobre todo los domingos, uno o dos familiares. Prácticamente no habla de nada; parece escuchar durante un buen rato, eso sí,  pero los demás nunca están seguros.…y tampoco les importa. Como cada tarde, se toma un café con leche y una pasta. La médico le ha dicho que tiene un poco alto el azúcar pero a su edad, la verdad, eso le es absolutamente indiferente.
Luego, cuando se cansa, le hace a su hijo una señal con la mano y éste le pone unos auriculares y conecta esa música de su juventud que lleva archivada en el móvil. Entonces cierra los ojos mientras escucha, pero no duerme: se sabe porque se le oye tararear quedamente, o llevar el compás con precisión con la mano.
Una de esas tardes frías —que se sabe, aunque dentro esté puesta la calefacción al máximo, porque a esas edades el cuerpo siempre está como helado— un hombre al que no había visto antes se le acerca. Él no lo conoce de nada, pero el otro sí parece conocerlo. Se presenta, se llama Eladio —dice—, y lo coge de las manos, lo que lo incomoda un poco ¿a qué tantas familiaridades? le dice con los ojos. Estás más viejo, como todos —le comenta el recién llegado—, pero tienes la cara de siempre. Y sonríe abiertamente.
Lo mira intentando recordarlo, pero no puede, mientras el otro sigue hablando y el hijo le indica que ha de alzar un poco la voz, porque no oye muy bien. Y entonces les recuerda su relación.
Fue hace muchos años. Él era músico entonces y en verano recorría los pueblos de la provincia de fiesta en fiesta, de verbena en verbena. Eladio era más joven y estaba a punto de ir cumplir el servicio militar. En uno de esos pueblos perdidos en la sierra, en la celebración de la santa patrona, se le acercó una noche al escenario improvisado sobre una carreta y le pidió que si podían tocar, cuando pudieran, El gato montés: era el que más le gustaba a una moza que pretendía y vaya, que quería hacerse notar; no tenía nada para darle, así que nada le ofreció; pero en aquellos tiempos eso no hacía falta. Así que después del descanso el músico se acercó al micrófono y anunció que iban a tocar un pasodoble dedicado a la señorita tal de parte de tal mozo. Lo de “señorita” quizá sonaba siempre, en las dedicatorias,  un poco excesivo, pero las muchachas lo agradecían. Esa noche bailaron esa pieza y luego otra y otra y otra. “Me casé con ella” concluyó. Cuando volví de la mili me casé con ella. Y fue gracias a ese regalo que me hiciste. Luego nos fuimos a Bilbao, con un hermano —ya sabes, en el pueblo sólo quedaba hambre y poco más. Y desde entonces que he querido agradecértelo y mira, ahora te encuentro aquí. Y se agacha hasta la altura de la silla de ruedas y lo abraza. 
Y entonces él también dice algo, pero en voz baja, como si sólo hablara para sí: “Yo también me casé con ella”. Y los tres lo entienden. Otra ella, pero no menos ella que la suya. 
Y Eladio se queda allí, con ellos, mientras él señala con la mano al hijo que es la hora de los auriculares y la música y se mete en ese mundo del que casi nunca sale ya, sin más contemplaciones para el recién llegado.
La mía también falta desde hace un tiempo, le comenta él un día, en uno de esos raros momentos en los que todavía hilvana más de cuatro palabras. Nada es para siempre, dice Eladio; y asienten ambos. Si lo sabrán ellos.
A veces oyen música juntos. Un auricular para cada uno: el uno en silencio, mirando al infinito, sentado en un sillón; el otro, en su silla de ruedas con los ojos casi cerrados, tarareando algunas de las cantadas y llevando el compás con la mano en otras. Cuando suena El gato montés, se miran y Eladio asiente con la cabeza y a veces hasta le coge la mano. Y así va pasando el invierno, con las mañanas bajo la ventana y las tardes en la cafetería —que lo lleva su hijo—, con Eladio y los demás, aprovechando la calefacción al máximo porque fuera, ya se sabe, hace un frío que pela.
Una tarde, de esas que ya empiezan a alargar, Eladio no comparece. Se lo llevaron anoche al hospital, comenta otro que tiene la habitación en la misma ala. Le cogió no sé qué. Y ya se sabe que un “no sé qué”, allí, es casi peor que cualquier cosa. 
Cuatro o cinco días estuvo Eladio en el hospital, pero nadie lo sabe a ciencia cierta porque allí los días son todos iguales y a su edad, el calendario, como que les sobra. Era todavía joven, comenta alguno —apenas había cumplido los ochenta— y parecía con buena salud, pero ya se sabe. Y “ya se sabe”, asienten los demás. 
Les dicen que habrá una misa en la capilla pero él prefiere no ir: ya se despidió cuando hizo falta. Por la tarde Jacinto, uno que es medio tonto, al que casi no se le entiende al hablar y tiene las orejas muy grandes sentencia, mientras se dirige a él ofreciéndole una especie de pésame: aquí los amigos no duran mucho.
Cuando al fin llega el buen tiempo sale, con su hijo, a pasear en su silla de ruedas al patio, a ver cómo juegan los gatos, pasan las nubes y florece alguna cosa, a saludar a los más conocidos y quedarse un rato con ellos. Su hijo que también le saca fuera, porque el sol calienta ya un poquito aunque él vaya tapado hasta las cejas, el café con leche y la pasta.

Llegado el momento, el aislamiento del ritual de los auriculares y la música del móvil. La lista de siempre está en aleatorio y alguna vez, sin que lo espere, suena El gato montés. Entonces se emociona; no tanto porque añore al bueno de Eladio sino porque desde que le contó su historia siente que su vida, aún sin saberlo, siempre tuvo un sentido. No lo supo entonces, pero también él recibió un regalo.


domingo, 5 de enero de 2020

Siempre quedarán Noches de Reyes

A mi hermano Pablo

                     «Hay otros mundos, pero están en éste»
                                                 Paul Éluard

Todo aquello lo supimos muchos años después: ya sabes, lo de la represión, la falta de libertades, el nacionalcatolicismo, todo aquello. Entonces no; tú, yo y muchos más vivíamos en otro mundo, ajenos a que nuestro tío hubiera estado condenado a muerte por comunista y todavía escuchara, cuando le dejaban, La Pirenaica mientras la anciana que más le había ayudado disfrutara cada año cantando en la Misa del Gallo.
Entonces éramos felices; sin saberlo, que es cuando la felicidad es más real, lo que no quitaba que tuviéramos problemas o que nos invadiera la tristeza o la rabia. Nuestras vidas ni siquiera eran “cómodas”, como ahora… Nuestras vidas ¿recuerdas?, cada primavera esperábamos las golondrinas y cogíamos algún gorrión que se había caído del nido; con el buen tiempo llevábamos las rodillas siempre con costras de sangre, cada tarde nos sentábamos bajo la parra vecina y por las noches jugábamos en la calle mientras nuestros mayores sacaban los asientos para tomar el fresco y charlar de naderías. 
¿Recuerdas? la llave de la puerta de la casa de la abuela era grande y pesada, pero no le importaba a nadie: al marchar se dejaba colgada en una escarpia que había en la parte interior de la gatera, ese agujero a ras de suelo, junto al quicio de la puerta, que permitía entrar y salir a los gatos. Los gatos: ni animales de compañía ni, mucho menos, mascotas; simplemente, eran o ellos o los ratones… y los ratones se comían el pan y lo que encontraban.
Madre cocinaba con carbón y con leña, sin lujos, a veces sin lo necesario. 
Había dos olmos frente a la casa —en algún sitio debían sujetarse los alambres por los que transitaban los sarmientos de la parra— y en el barrio era frecuente oír los gritos de un niño mientras bailaba al son de la zapatilla materna: era imposible ser buenos todo el tiempo.
Las estaciones se perseguían y al verano le seguía el otoño y a éste las vacaciones de Navidad y, con suerte, la nieve. Ropas perentorias, calzado frágil, frío glacial y una alegría que superaba todo cuando veíamos caer los primeros copos.
Navidad era un paréntesis de todo y, aunque en la escuela hasta el último día de clase se seguía izando la bandera cada mañana cantando «Montañas nevadas» tras formar por clases en hileras —los niños a un lado, las niñas al otro— por toda la ciudad había Belenes y en nuestros hogares mantecados, rosquillas y unos turrones durísimos.
¿Te acuerdas? Llegado el momento recuperábamos aquellas figuras de barro a las que siempre les faltaba algún trozo e íbamos con padre a recoger musgo y sobre la gruta hecha con carbonilla del tren colocábamos al ángel; con el papel de plata de las tabletas de lo que parecía chocolate hacíamos el río donde poníamos las lavanderas y madre hervía la piel ya seca de algún conejo, con el que excepcionalmente se había hecho un arroz, para que padre nos hiciera una zambomba. Todo un arte, ese de fabricar y tocar la zambomba, con su vela para cubrir con cera el cañizo y una pepita de ajo para tensar la piel de vez en cuando.
En la diminuta casa de la abuela, en Nochebuena no cabía una aguja y la gente entraba y salía, cantando villancicos a veces groseros, comiéndose aquellas cosquillas y aquel turrón durísimo y bebiendo mistela. Ya digo, inconscientes de la miseria, éramos felices. Y más en Navidad.
El único momento triste era el día de Reyes. Cada noche anterior, tras la cabalgata, la ilusión; cada mañana, la decepción; y la pregunta de siempre:¿éramos tan malos? 

Maestros y familia nos amenazaban cada año: “Si os portáis mal, los Reyes no os traerán nada”. Así que aquello era culpa nuestra; sin importar lo que nos esforzáramos a ti, a mí y a los demás niños del barrio siempre nos traían poca cosa. O unos calcetines. O nada. Las cartas que escribíamos y llevábamos a un buzón de cartón con forma de Baltasar en la puerta de un comercio del centro parecían no surtir nunca efecto. Y pensábamos ¿éramos tan malos?
Un día cambió todo: uno de nosotros —no recuerdo si tú o si yo—hizo la pregunta en voz alta y sólo hubo silencio; pero esa noche padre nos llamó y nos lo contó todo: los Reyes eran ellos, nosotros éramos dos buenos muchachos, pero éramos pobres, así que “este año habrá lo de siempre, pero vosotros no tenéis la culpa”. Y no hubieron más explicaciones.
Aún recuerdo esa noche en que abandonamos aquella forma de ingenuidad. Ya nunca tuvimos miedo de quedarnos despiertos y que nos sorprendieran, no esperamos vislumbrar ningún paje durante un fragmento de segundo ni oír una escalera apoyarse en el marco de la ventana; nos abrazamos, como cada noche, para mitigar aquel frío negro castellano debajo de aquellas mantas duras y pesadas. Y, por primera vez, fuimos conscientes de perder una ilusión y ganar una paz.
Al día siguiente cogimos nuestras nuevas pistolas de calamina baratas, les pusimos los rollos de fulminantes y, como si no supiéramos nada, comenzamos a hacer ruido y a gritar. Salimos a encontrarnos con algunos vecinos y seguimos haciendo ruido y gritando. Hacía mucho frío pero no nos importaba. 
Luego supimos que pasaban otras cosas, pero entonces vivíamos en otro mundo y, como era habitual, seguíamos siendo felices sin ni siquiera darnos cuenta.

Esta noche, también de Reyes, vuelvo a preguntarme cuántas ingenuidades nos quedan, al menos a ti y a mí, por descubrir. En esos otros mundos que también están en éste.