sábado, 30 de noviembre de 2019

9. El mal de Lorien

¿Qué había sido, mientras tanto, de Lorien? 
La bella muchacha había hablado con su padre, le había expuesto su amor, había suplicado su comprensión y hasta clamado por el honor de la palabra dada. Fue todo en vano. Él la mandó obedecer, la encerró en sus habitaciones, azotó al ama y al cochero por haber permitido que se viera con un extraño y arregló su boda con toda la celeridad posible. 
Era padre un hombre duro porque había que serlo para hacer negocios y destacar, para enfrentarse a los piratas del río y evitar a los asaltantes de caminos, para eliminar a los competidores, para dominar el Concejo. De otro lado, no tenía miedo a las amenazas de un simple artesano, y menos aún si su trabajo era fabricar instrumentos musicales —si al menos hubieran sido armas— pero tampoco era imprudente ni temerario, así que decidió hacer las cosas rápidamente. De hecho, si la boda no se celebró antes fue porque un acontecimiento de esta envergadura no se improvisa, dos familias de su importancia no se unen todos los días, y un palacio no se construye en unas semanas. Así las cosas, no fue de extrañar que las protestas, las súplicas y las lágrimas de su hija no sirvieran de nada. 
Lo que ese padre parecía no querer entender es que la tristeza mina la salud con más ahínco que cualquier otra enfermedad, que la añoranza puede ser más peligrosa que una puñalada bien asestada y que un amor oprimido puede matar con más facilidad que la caída de un caballo. 
Así que, mientras todos se afanaban engalanando la ciudad Lorien, ajena a tanta excitación compartida, enfermó. Al principio no se le dio importancia: una simple fiebre, habrá cogido frío, no come lo suficiente, se decían sus allegados. Pero la fiebre no bajaba, su cuerpo temblaba cada vez más y, por más que cocinaban sus platos preferidos, a ella le era imposible probar bocado. 
Dos semanas antes de la boda su estado era ya precario y a medida que se acercaba lo que se suponía un día feliz, su tez perdía color, sus ojos brillo y su cuerpo fuerzas. 
Había que tomar una decisión: una noche sin luna, días antes de que se celebraran las nupcias, Tahar regresó al bosque, llamó a Taldrín, se hizo conducir ante el Príncipe y le reclamó, durante unos días, la zanfona que le había dejado en préstamo. 

El Príncipe oyó su petición, escuchó sus razones, comprendió su corazón y no sólo le devolvió lo que en justicia era suyo, sino que prometió ayudarle: en muchos años había sido el único hombre que les había ofrecido su amistad sin pedir nada a cambio, que había compartido su saber y su música con ellos y había respetado al bosque y a todos los que en él habitaban. Cuando propuso su plan de acción todos estuvieron de acuerdo: lo merecía.

martes, 26 de noviembre de 2019

8. La soledad, la terrible noticia, la viola

Llegaron las primeras nieves. La soledad. La calma, al menos la exterior. Y así llegó y pasó el invierno.
Cuando despertó la primavera, el luthier volvió al claro del bosque y esperó con su laúd, tarde tras tarde, a que apareciera Lorien. Pero la joven nunca vino. Primero se consoló pensando que quizás el tiempo aún no era bueno, luego se preocupó por su salud, hasta que la vio un día paseando con su ama, camino de su casa; finalmente, cayó simplemente en la tristeza. 
Y entonces, recién comenzado mayo, la noticia corrió por la ciudad: Lorien se casaba con el hijo de un rico comerciante de una ciudad cercana. La boda estaba apalabrada entre las familias, que unirían con ella esfuerzos y capitales y se convertirían en uno de los clanes más poderosos del reino. En la ciudad del novio, la que está situada sobre la colina alrededor de la cual el río hace la curva que lo dirige definitivamente hacia el mar, comenzaron con urgencia a construir el palacio donde viviría la pareja; los pocos viajeros que llegaban de allí contaban cómo se afanaban los carpinteros, los maestros de obras, los pintores, los tejedores ... parecía que media ciudad había dejado sus tareas cotidianas para dedicarse a reconstruirla, poblarla de cosas y embellecerla para la llegada de la hermosa esposa. 
De Lorien, protegida de las miradas y los calores del cercano verano por la sombra de sus aposentos, apenas se sabía nada. Corrían, eso sí, rumores. Se hablaba de que había enfermado de melancolía pero, la verdad: a nadie parecía importarle su dicha y su salud, preocupados como estaban por los próximos festejos que iban a disfrutar. No en vano Doeor también empezaba a organizarse para celebrar lo que sería el evento más importante en mucho tiempo y ello requería esfuerzos, inversiones e imaginación, además de ser una fuente segura de trabajo y riqueza para muchos artesanos y agricultores… sobre todo para aquellos que habían visto desaparecer sus beneficios o sus posesiones cuando el dragón les impuso el terror con su presencia. 
Del luthier nadie parecía preocuparse. Había cobrado más de lo que sin duda le correspondía y, si vivía retirado, era problema suyo, pensaban. No había nacido allí —comentaban en voz baja en las tabernas, despectivamente—, de forma que podía estar agradecido y satisfecho de haber conseguido la posición que tenía siendo un extranjero. Una posición inalcanzable para la mayoría, por cierto.
De hecho, incluso algunas gentes habían comenzado a sospechar de él y murmuraban con extrañeza acerca de su forma de vida. No entendían cómo una persona tan rica no organizaba fiestas, asistía a espectáculos o buscaba compañía o asueto y, en cambio, había elegido seguir trabajando en su oficio, continuar yendo al bosque a hacer sabe Dios qué y construir instrumentos que luego no vendía. 
Si pudieran observar qué pasaba cuando cerraba los ventanales de su taller aún se habrían asombrado más; y habrían terminado pensando que se había vuelto loco si hubieran llegado a ver la viola en que pasaba las horas de las noches en que el sueño se negaba a visitarlo: tenía un cuerpo armonioso, un mástil de una delicadeza nunca vista y dos filas de cuerdas, de forma que el sonido lo producían las inferiores, al vibrar por simpatía con las superiores cuando el arco las hacía temblar. Y es que estaba poniendo su alma en un instrumento que realizaba con las mejores maderas que los gnomos, hacía ya tanto tiempo, le habían regalado.
Cuando ya se habían segado las mieses y recolectado todas las manzanas, el burgomaestre anunció el día de la boda: sería en el próximo noviembre, antes de que llegaran las primeras nieves; a apenas unos días de que cumpliera el plazo que le había dado el luthier para exigir la mano de su hija. 
¿Casualidad? ¿premeditación? Cada cual hizo sus cábalas y en cada corrillo de mujeres se sacaron diversas conclusiones. Fuera cual fuera la razón, el día estaba señalado, y todos se pusieron en marcha para tenerlo todo preparado el día previsto. 

Unas semanas más tarde, en un atardecer otoñal, Tahar fue a mostrarle el sonido de su viola al bosque y todos sus habitantes supieron que había conseguido fabricar un instrumento maravilloso que despertaba sentimientos dormidos, ahondaba en las conciencias y multiplicaba las sensaciones. Los gnomos, los ciervos y los lobos, los pájaros y hasta los árboles cercanos se concentraron en escucharla, y a todos los inundó la felicidad, danzaron incansablemente, lloraron al ver ponerse el sol, rieron cuando la luna iluminó el claro y durmieron el más placido de los sueños cuando justo comenzaba a amanecer. Pero, entre melodía y melodía, un roble recordó que, mucho tiempo antes, el sonido de una viola parecida había hecho arrancarse con su propia mano el corazón a un criminal, y un petirrojo cantó que, en un pueblo muy lejano, el mejor de los padres tocaba un instrumento parecido cada noche para que sus hijos durmieran plácidamente.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

7 . Los prohombres incumplen su palabra

A la mañana siguiente Tahar se dirigió al Concejo. Encontró allí a los dirigentes de Doeor agradecidos, pero no emocionados. Ellos, igual que el pueblo llano, habían esperado una lucha fiera, un final sangriento, una mano vengadora o, en su defecto, una muerte digna, aunque no por ello menos estúpida. Pero no un hombre que vencía a la bestia interpretando sabe Dios qué canción con sabe quién qué instrumento. 
Cuando reclamó su premio, los prohombres sometieron a votación la decisión final, y todos estuvieron de acuerdo en que el premio estipulado había sido excesivo, fruto de un miedo irracional que les había hecho perder la cabeza momentáneamente. Le dijeron que debería conformarse con una décima parte, lo que, de todas formas, no dejaba de ser más de lo que él podría ganar honradamente durante toda una vida fabricando instrumentos, y por lo que, visto lo acontecido, no había tenido que esforzarse gran cosa. 
Tahar argumentó que una promesa no ha de someterse a votación y mucho menos dejar de cumplirse, pero cuando vio los rostros de sus conciudadanos y oyó el coro de voces de protesta, se conformó. Reclamó entonces lo que más le importaba: la mano de Lorien. Pero esta vez fue su padre, el burgomaestre, el que se negó de plano a concedérsela. Es cierto que ahora era un hombre rico —reconoció—, pero tenía otros planes para el futuro de su hija y de su propia casa. Un momento del locura, reiteró también.


Y así acabaron, al tiempo, el terror de la ciudad y las ilusiones de los dos enamorados. 
Lorien lo miró, los ojos se le llenaron de lágrimas, pero nada dijo. 
Quien sí habló fue él:
—Es cierto, a veces los hombres pierden momentáneamente la razón y dicen y hacen cosas de las que luego se arrepienten. Soy comprensivo y, si algo no deseo, es disgustarme con ninguno de vosotros; y, mirando al burgomaestre, añadió: y aún menos con quien algún día me unirá el parentesco. Así que me resigno por el momento, hago un esfuerzo para entender vuestra insensatez actual y os doy, para que meditéis sobre vuestra nueva opinión, todo un año. Entonces volveré para reclamar lo que es legítimamente mío. 
Todos pensaron que estaba loco, pero tenían ganas de volver a sus hogares y a sus negocios, así que nadie discutió con él ni argumentó en su contra. 
Tahar recibió el dinero y siguió habitando la misma casa y trabajando en el mismo taller. Las barcazas volvieron a traer y llevar del puerto multitud de bienes, enseres y personas; los carros con mercancías llenaron de nuevo los caminos y la populosa ciudad recobró su ritmo. 

Ese invierno fue frío, y dado que, por culpa del maldito dragón —ojalá estuviera muerto, se repetían todos a cada instante— se habían perdido ganado, cosechas y propiedades, todos se afanaron en sus quehaceres,  intentando mediante el trabajo y el comercio olvidar el incidente y rehacer sus economías, cuando no sus hogares, ya que aquella bestia también había acabado con la vida de parientes y amigos. 

domingo, 17 de noviembre de 2019

6. El luthier desea probar fortuna.

Fue entonces cuando, un frío día de noviembre, ante el desesperado Pleno del Concejo de Doeor que se celebraba en la plaza, se presentó Tahar. 
A muchos les resultaba conocido, pero pocos lo recordaban con detalle. Era una época difícil y nadie tenía tiempo para preocuparse de las andanzas de un luthier que gastaba su vida buscando maderas en el bosque y ganaba su dinero fabricando instrumentos —por bien que sonaran—. 
Todos oyeron su ofrecimiento de salir a combatir al dragón y, aunque muchos sonrieron con condescendencia y nadie le concedió el más mínimo crédito, le aseguraron que, de lograrlo, el premio sería suyo. 

Suponiendo que no había nada que perder, a la mañana siguiente abrieron los portones de la ciudad y lo dejaron ir mirándolo como se observa un barco navegando a la deriva: sin armadura, sin espada ni lanza, sin un hacha o un simple cuchillo; únicamente con un laúd colgado a la espalda.
Cuando atravesó el puente levadizo la multitud ya estaba apiñada en las almenas: en medio de las miserias que los afligían no era de desdeñar el terrible espectáculo de ver morir a un loco a manos de un dragón. 
Tahar se dirigió al monstruo con tranquilidad, se sentó sobre una gran piedra que había junto al camino, observó cómo aquel cuervo negro que tanto lo frecuentaba picoteaba un campo contiguo sin miedo a interrupciones, terminó de afinar el instrumento y esperó a que el monstruo se acercara a la distancia adecuada. Cuando el dragón, hambriento, se aproximó solícito para comérselo, él comenzó a tocar y éste, poco a poco, se fue quedando dormido: cesaron así las llamas que arrojaba su boca, callaron sus terroríficos rugidos y, casi con solemnidad, se tumbó en el suelo a descansar apaciblemente. Y se durmió con un sueño tan profundo como no había hecho nunca.
Desde las murallas nadie entendía nada. Estaban al tiempo alborozados —el dragón ya no parecía peligroso—, decepcionados —esperaban ver la sangre de aquel imbécil— y preocupados —había mucho dinero en juego… y la hermosa muchacha.
A esa distancia el sonido del laúd no se escuchaba y lo que vieron los dejó atónitos. Si hubieran podido oír algo, si el viento hubiera llevado sólo uno o dos acordes hasta ellos, les hubiera resultado fácil saber qué pasaba, pero, así, todos pensaron que había sido una simple casualidad. 
Todos menos Lorien, cuyo corazón latía en silencio esperando su vuelta. Todos, incluso su padre, que ya se lamentaba de la promesa y el ofrecimiento que había mantenido hasta entonces. 
Esa tarde, los pocos guerreros que quedaban en la ciudad, al principio temerosos por si despertaba sobresaltado, luego envalentonados al ver que dormía tan profundamente, se afanaron inútilmente en matar al prodigioso animal: sus escamas formaban una cota de malla que ningún arma podía atravesar. Tras casi todo un día de vanos intentos, después de reunirse el Concejo y con ayuda de todos los artesanos disponibles, optaron por montar unos andamios con grúas, construyeron una plataforma con ruedas, lo subieron, lo ataron a ella y lo transportaron, entre clamores y vítores, a una de las enormes mazmorras de Doeor. Allí lo cubrieron de cadenas y encerraron tras unas enormes puertas de hierro repletas de candados que todos los herreros de la ciudad se habían afanado en fabricar para que todos pudieran descansar tranquilos.

Esa noche, la ciudad, tras mucho tiempo, durmió. Aunque no todos lo hicieron tranquilos.

sábado, 16 de noviembre de 2019

5 . La llegada del dragón

En la ciudad nadie creía, tampoco, en dragones. Los artesanos y los comerciantes tenían otros quehaceres más importantes que ocuparse de viejas supersticiones y leyendas, así que cuando llegaron las noticias de boca de algunos caminantes nadie les prestó crédito. 
Cuando, unas semanas más tarde, las barcazas dejaron de llegar a los muelles del río y por los caminos ya no aparecía nadie, cundió la alarma y la ciudad comenzó a tomarse la noticia en serio. Se enviaron emisarios y exploradores, pero ninguno volvió, de forma que pronto Doeor estaba totalmente preocupada y su desconsuelo creció cuando una noche sin luna, en medio de la oscuridad, vieron el resplandor de las llamas que salían de su boca y oyeron sus terribles rugidos. 
Unos días más tarde los campesinos de los alrededores ya se habían refugiado tras las murallas de la ciudad, el dragón había acabado con el ganado y el grano que había quedado fuera, y los habitantes decidieron poner fin al acoso. 
Sobre las murallas colocaron bombardas y ligeros cañones y artilleros y arcabuceros se pusieron a trabajar cargando y disparando sus armas hasta que la pólvora empezó a escasear. Pero pocos disparos acertaban, y los que alcanzaban el cuerpo del monstruo apenas desprendían alguna escama o le hacían unos rasguños en su piel. 
Pronto los más aguerridos salieron, armados, a combatirlo. 
Desde las murallas, sus conciudadanos vieron cómo el dragón los destrozaba casi sin darles importancia. Así que pronto nadie osó ya salir a enfrentársele, y nobles y burgueses tuvieron que reunirse y decidirse a ofrecer una importante suma a quien acabara con él. Dado que el que lo consiguiera sería el hombre más rico de Doeor, los más ambiciosos se arriesgaron: primero de uno en uno; luego, más conscientes del peligro, unidos en grupo con la promesa de repartir el premio entre los que sobrevivieran. 
Todo fue en vano. 
El otoño era inusualmente frío, la ciudad estaba sitiada y aislada, la comida comenzaba a escasear y el dragón se acercaba cada vez más a las puertas, que amenazaban con no resistir a sus embates. 
La última oferta fue la gran suma doblada y la mano de la hija del burgomaestre, una muchacha hermosa a quien casi nadie le había visto el rostro, generalmente oculto tras un velo, y de quien se decía que cantaba maravillosamente. 

Pero los pocos guerreros que quedaban estaban orientados a sobrevivir como fuera y no tenían ningunas ganas de arriesgarse ni por un dinero que posiblemente no podrían disfrutar ni por la belleza y los encantos musicales de una dama que los tenía sin cuidado. 

domingo, 10 de noviembre de 2019

4. La zanfona y el laúd.

Tahar cortó la gruesa rama, dejó secar la madera y, mucho tiempo después, cuando acababa su trabajo cotidiano, se sentaba junto al fuego y lentamente iba terminando la zanfona cuyo sonido había soñado. Cuando la terminó regresó al bosque, se dirigió al claro donde vivía Taldrín y comenzó a tocar una canción que nunca nadie, ni él mismo, había escuchado. Los primeros compases fueron como un viento más que corría entre las ramas de los árboles; los sigientes, como los vendavales que arrastran las hojas y, los finales, como los susurros que pasan por debajo de las puertas de las habitaciones de los niños. Cuando Taldrín lo oyó lo felicitó, reconoció que nunca había oído zanfona igual y le previno de un peligro del que ahora tomaba conciencia: mágica debía de ser la rama en que se posó el pájaro del Hada de los Ojos de Oro, porque detectó —y en eso nunca se equivocaba— que ese sonido, además de ser bellísimo, tenía una característica que lo hacía peligroso: sería capaz de despertar de su sueño a cualquier dragón, aunque, hacía tanto que había desaparecido el último de aquellas tierras, que no debería darle más importancia. 
De todas formas, añadió casi con un susurro, sería mejor que te la guardara alguien del bosque. En las ciudades a veces suceden accidentes. 
Recordó entonces Tahar que le había contado, en una ocasión, que el Príncipe de los Gnomos era un gran aficionado a tocar este instrumento, pero que una antigua costumbre le prohibía fabricar una y ni siquiera poseer una, así que sus súbditos no podían disfrutar de sus conocimientos y habilidades en las reuniones de las largas noches invernales. 
Y así fue como el luthier le propuso a su amigo el gnomo que fuera su Príncipe el que la guardara. Se cumplía así con la tradición, ya que la zanfona la había construido él y seguía siendo suya, y los gnomos podrían escuchar interpretar a su Príncipe las melodías más antiguas y más hermosas. 
El Príncipe se emocionó, puso como condición que en el momento que la necesitara se la reclamara, y la hizo sonar de una forma tal que Tahar jamás se hubiera atrevido imaginar. Un amanecer, como prueba de agradecimiento, incluso tocó sólo para él entre los árboles del bosque, ya que sus súbditos dormían a esas horas y Tahar era, como cualquier humano, demasiado grande para ser invitado a sus hogares. Y de esta manera ese fue el primero de los inviernos en que aquellos pequeños seres que cuidan del bosque, gracias a Tahar, experimentaron una nueva forma de felicidad. 
Cuando llegó la siguiente primavera el muchacho volvió al bosque muchas tardes claras. Nadie en Doeor lo echaba de menos, porque conocían su afición a buscar maderas extrañas y, como sus relaciones con sus convecinos eran amables, pero estrictamente formales y restringidas, a nadie tenía que dar explicaciones. 
Durante mucho tiempo esperó en la soledad a que apareciera la bella muchacha del cuadro, y mientras esperaba, sin ruidos molestos ni conversaciones alrededor, fue aprendiendo sonidos nuevos, distinguiendo timbres, analizando armonías. 
Una de esas tardes, cuando estaba apunto de marcharse, el cuervo negro y con reflejos azules apareció de nuevo en el cielo y comenzó a girar sobre su cabeza, como invitándolo a seguir esperando; así lo hizo y pronto vio acercarse a su amada, acompañada de su aya y su cochero. Observó cómo se descalzaba, cómo bañaba sus pies en el arroyo, cómo se soltaba el cabello, cómo comenzaba a cantar. 
Supo entonces que era cierto lo que le había contado el pintor, y que ningún sonido salido de ningún instrumento que él construyera podría acercarse a esa belleza. Incapaz de acercarse, de dirigirle la palabra por miedo a asustarla y no poder volver a verla, se limitó a escuchar y a pensar qué sonidos podrían acompañar, aunque fuera pobremente, a esa voz. 
Fue Taldrín, que se había colocado en silencio a su lado, el que, como si hubiera leído su pensamiento, dijo:
— Sólo un laúd extraordinario podría acompañar esas canciones. 
Y una voz, un poco más allá, añadió:
— Yo no sabría construir ese laúd, pero conozco el lugar donde encontrar la madera para hacer su caja, y para su mástil puedes utilizar una rama de mi propia casa. 
El que había hablado era el Príncipe de los Gnomos que, tras acompañarlo hasta un viejo tronco caído, le sugirió: 
— Corta ese trozo de ahí; parece nudoso y duro y quizá demasiado seco, pero es al tiempo tierno y blando, ya que durante años apoyaba en él la cabeza para descansar Zaín, el Príncipe de los Elfos de Cabellos Verdes. 
Tahar lo hizo con cuidado y volvió a Doeor. Allí nadie ya creía en hadas, ni en gnomos, ni en elfos, así que se cuidó mucho de contar a nadie nada de lo que le había sucedido y trabajó, cada noche durante todo el verano, en la construcción del laúd. Cuando refrescaba a la puesta del sol y aparecían la Luna y las estrellas Tahar cerraba su taller, atrancaba los postigos de las ventanas y aseguraba la puerta, subía a su habitación y allí, con un cariño infinito, iba modelando cada pieza, ensamblándolas unas con otras, ajustando las clavijas, tensando las cuerdas, afinando los sonidos. 
Cuando el otoño regresó a acariciar la vida y las hayas y los abedules volvieron a dorarse, Tahar regresó al bosque, llamó a Taldrín y le mostró su nuevo instrumento. Vinieron pronto el Príncipe de los Gnomos y otros amigos, y cuando se puso a tañerlo, se peercató de que de nuevo sonaba una música que él no había escuchado antes, y parecía que, más que tocarlo él, era como si las diferentes maderas del laúd fueran las que cantaran y sonaba como el agua de las cascadas saltando de piedra en piedra, como la lluvia golpeando en las hojas, las abejas de cada verano ronroneándoles a las flores, el trino de diferentes pájaros y las voces de todas las criaturas que se fueron pero no lo hicieron definitivamente.
— Hermosos sonidos, dijo Taldrín, y extraños, porque, por una curiosa coincidencia, este instrumento complementa al otro. Si la zanfona servía para despertar dragones este laúd sirve para dormirlos, así que deberías quedártelo y no venderlo ni deshacerte de él jamás.
— No lo he construido sino para mí, Taldrín. ¿Cómo, si no, agradecer al Príncipe que me señalara la madera apropiada? 
Todos estuvieron de acuerdo en que Tahar era un joven de corazón honesto, al que era agradable ayudar, y lo dejaron solo porque, con la llegada del tiempo fresco después de los rigores del verano, la hija del contramaestre volvía a cantar sus canciones al claro del bosque acompañada, como siempre, de su cochero y su aya. 
De nuevo se repitió el ritual, al menos en parte: se sentó junto al arroyo y se descalzó, pero esta vez se cuidó mucho de mojarse los pies, porque el agua era fría y el viento fresco. Pasaba el tiempo y ella miraba al cielo, escrutaba las nubes, pero no emitía sonido alguno, ni palabras siquiera. El músico estaba intranquilo, esperando las canciones, pero ese día no llegaron. Cuando llegó a casa, su tristeza se tornó descanso: una cuerda estaba a punto de romperse y no se había dado cuenta. 
Unos días después volvió a la espera y esta vez sí, ella cantó. Y cuando Tahar, tras escuchar un rato, sintió que llevaba el ritmo del agua y del viento, comenzó a tañer desde la espesura los acordes que le dictaba su corazón, y de momento todo en el bosque enmudeció, y se oyó sólo aquella canción que hablaba de amor, de esperanza, de la alegría de las pequeñas cosas, de los recuerdos de la infancia, de las ilusiones olvidadas. Hasta Taldrín y los demás gnomos lloraban de felicidad, y cuando terminó, todo el bosque siguió en silencio todavía un rato, sin atreverse a moverse ni una brizna de hierba, ni a comer las ardillas, ni a cantar los pájaros, ni a seguir su curso el agua. 
Tarde tras tarde se repitió el dúo, siempre distinto, siempre igual de maravilloso, hasta que, por fin, el ama y el cochero juraron guardar silencio tras oír cosas tan extraordinarias, la joven se acercó a la espesura, y el luthier la miró a los ojos por primera vez.
       —Mi nombre es Tahar, se presentó él con sencillez.
— Me llamo Lorien, contestó ella. 

Fue todo lo que se dijeron ese primer día. Y no necesitaron más palabras para saber que se habían amado incluso desde antes de conocerse y que siempre se amarían. 

lunes, 4 de noviembre de 2019

3. Las razones del viaje

Vivía antes Tahar en una floreciente ciudad, y había aprendido el oficio con un gran maestro que, al morir sin hijos, le había dejado en herencia el taller, por lo que tenía su porvenir asegurado y solía conseguir casi todo lo que deseaba. 
Fue aquella una época feliz, pero un día llegó un pintor, lo visitó porque necesitaba hacer unos bocetos, se tomaron afecto e incluso una noche, como prueba de su amistad, le regaló una flauta preciosa. Solían cenar juntos y se quedaban hablando muchas noches, a veces hasta el alba. En uno de esos amaneceres, al hilo de una conversación sobre música, el pintor le habló de una maravillosa muchacha que tenía una voz con la que ningún instrumento fabricado por la mano del hombre podría competir. Pero —añadió quedamente— se guardaba mucho de cantar, ya que era muy reservada, y eran contadas las personas que la habían oído, aunque todas estaban de acuerdo en que era lo más hermoso que podía oírse. Su elevada posición social, al ser la heredera del burgomaestre de la ciudad, la hacía aún más inaccesible, pero él había logrado permiso para retratarla y había de reconocer que su rostro era merecedor de una voz como la que poseía. Tahar lo escuchó con atención pero, además de no creérselo del todo, no le dio más importancia que a las demás historias con que solían entretenerse. 
Mas una tarde de invierno el pintor vino a despedirse: había finalizado su encargo y debía partir de aquella ciudad, a la que quizá nunca volvería. Y antes de marcharse quería obsequiarlo también con algo como prueba de agradecimiento y de amistad: así que de una bolsa de cuero sacó un pequeño paquete cubierto con un fino lienzo, lo puso sobre la mesa, trajo cuantas velas encontró, las encendió todas, desdobló la tela y apareció entonces una miniatura pintada sobre madera: era el rostro de una joven que miraba sonriente y, en cuanto la vio, Tahar supo que sería el amor de su vida. 
Ese fue el regalo del pintor, y desde su marcha la vida del luthier no tuvo paz: vivía desasosegado, no dormía bien, apenas probaba bocado, no disfrutaba con sus amigos, andaba siempre intranquilo y sus instrumentos empezaron a tener un timbre que cautivaba a la gente pero que sumía en una profunda tristeza a los que los escuchaban. 
Así que un día cerró su taller, empaquetó sus herramientas, subió a su carro y, tras muchas semanas de viaje, llegó a la ciudad donde ahora estaba, que era el lugar donde ella vivía. Antes de cruzar su puerta, cuando salía del bosque cercano, se percató de la presencia de un gran cuervo y, ahora que lo pensaba, tuvo la vaga sensación de haberlo visto en varias ocasiones a lo largo del viaje; pero no le dio más importancia.
Pasó allí algunos años: sólo en dos ocasiones vio el rostro de la mujer que amaba y nunca la oyó cantar. Sabía que no podía aspirar a ella por pertenecer él a un estamento inferior, pero le bastaba tenerla cerca para ser feliz, de forma que, desde su llegada, sus instrumentos comenzaron a hacerse famosos en todas las fiestas porque tenían ahora un sonido alegre que impregnaba el aire de felicidad y provocaba risas contagiosas. 
Taldrín escuchó atento su historia y, cuando hubo terminado su relato, le dijo:
— Te he dicho que no podía darte nada y no te mentía, porque creía que eras de los que desean riquezas materiales. Pero ahora, tras escucharte, creo tengo dos regalos para ti: Son sólo indicaciones mas, si sabes aprovecharlas, quizá te sean de ayuda. Y le contó que el árbol junto al que vivía tenía una rama donde se había posado el pájaro del Hada de los Ojos Dorados lo que sin duda la convertía en la mejor madera para fabricar cualquier instrumento que deseara, dado que ese pájaro vuela siempre y no se apoya nunca salvo en el hombro de su dueña; después lo acompañó a un claro cercano, le señaló un lugar sombreado al lado del arroyo y le informó de que era el lugar donde venía, algunas tardes claras de primavera y otoño, la hija del burgomaestre, que solía cantar acompañada de pájaros y vientos.