lunes, 23 de diciembre de 2019

Adenda. La melodía final

Han pasado los años. Doeor ha crecido y prosperado y a ella van a veces Tahar y Lorien con sus hijos a reparar herramientas, a adquirir maderas que provienen de lugares lejanos y a vender sus instrumentos. Y, como no, a visitar al abuelo, que ve con un sano orgullo cómo su familia crece al ritmo de la ciudad mientras comprueba que la abundancia que proporciona el trabajo no está reñida con el amor y la fraternidad entre los hombres. 
En la ciudad, las pasadas tragedias se van desdibujando: ahora sus habitantes celebran cada año una fiesta para la que han construido un inmenso dragón de madera que sólo asusta a los niños y que les recuerda la historia de su renacimiento. También algunos de sus habitantes han cogido la costumbre de ir al bosque de vez en cuando en busca de silencio y de los buenos consejos que pueden darles la contemplación del agua o el susurro del viento entre las ramas de los árboles. Los gnomos, como ha sido siempre, siguen siéndoles invisibles. 
El cuervo se ha aposentado definitivamente en un viejo roble, del que sólo levanta el vuelo cuando desea ver cómo sigue Tahar. 
Ahora bien: ¿Qué fue de aquellos instrumentos que cambiaron sus vidas y que han sido también los protagonistas de esta historia? Vamos a descubrirlo:
La zanfona se quedó definitivamente en poder del Príncipe de los Gnomos, que interpreta canciones cada vez más hermosas, siempre ayudado por Taldrín, que gira sin cesar la manivela mientras él danza sobre el teclado siempre, por supuesto, lejos del lugar donde duerme el dragón.
Lorien aprendió a tocar el laúd, y ahora suele cantar y acompañarse con él cuando va con Tahar a recoger madera o visitan juntos a sus amigos los gnomos, los árboles y los pájaros.
De la Viola de Amor nadie supo nada desde aquella mañana de enero y nadie, tampoco, la ha vuelto a nombrar. Y así fue hasta un otoño en que la familia decidió pasar el invierno en Doeor, para estar más cerca del padre de Lorien. 
Entremos en su casa sin hacer ruido: podemos verlo, ya anciano, junto con los felices esposos y sus hijos, reposar junto al fuego de la chimenea. Todos contemplan las llamas desde sus asientos mientras toman sus cuencos de leche antes de retirarse a descansar después de un día lleno de trabajos. Fuera sopla el aire y se oye a la lluvia repiquetear en las ventanas. Entonces el abuelo se rodea de nietos y nietas y, por primera vez, les cuenta cómo cambió su vida el sonido de un instrumento que construyó su padre. 
Acompañado de la lluvia y el viento les habla de su paz interior de ahora mismo, de su mezquindad y orgullo pasados y de la existencia de una viola que le hizo destapar su corazón y verse frente a frente, como quien se mira en un espejo claro y limpio de los que han comenzado a llegar de países lejanos. Los niños lo escuchan, a veces alegres, a veces espantados o temerosos, según sean sus palabras, pero se no lo acaban de creer: es como una de esas historias fantásticas que les contaba algunas noches, cuando eran más pequeños, antes de ir a dormir. Y entonces Tahar, al que hemos visto salir en silencio hace un momento de la sala, ha vuelto a su asiento con la viola y ahora comienza a tocarla. 
Y de pronto todos comienzan a despertar a sí mismos, como si durante toda la vida anterior no hubieran sido sino una sombra o un sueño y hubieran visto el mundo a través de un cristal sucio o de un velo. 
Nadie llora apenado, ninguno grita de desesperación. Cada cual se siente más feliz que nunca y aún aumenta esta sensación al comprobar que los demás también lo son. Poco a poco las miradas convergen en el abuelo: en sus ojos puede leerse que por fin se ha reconciliado consigo mismo. 
Sólo el cuervo, desde su viejo roble es capaz de escuchar al unísono, esa noche lluviosa, la melodía de la viola de amor y la de zanfona, la una en Doeor, la otra en el corazón del bosque. Y sonreiría —si los cuervos pudieran sonreír— al comprobar qué distintas son las melodías y, en cambio, con qué perfección se funden.



domingo, 22 de diciembre de 2019

13. De la búsqueda y el perdón

Por fin llegó la primavera. Del río había desaparecido ya el hielo y los primeros barcos comenzaban a llegar; los artesanos vendían lo poco que habían ido fabricando, compraban lo que necesitaban y la vida se animaba de nuevo. Los comerciantes volvieron a sus regateos, las mujeres a alegrarse con los días cada vez más largos, los niños a recorrer los campos de los alrededores en los que los campesinos comenzaban ya sus tareas en la tierra.
Podría haber sido una primavera feliz, pero todos tenían todavía el corazón encogido y el espíritu frío, como si cada noche cayera una escarcha en su interior y cada mañana amaneciera blanco y helado. 
Hasta el día en que unas jóvenes fueron al lindero bosque a buscar agua de una fuente que, según decía la tradición, propiciaba el amor y alegraba la vida. Allí, mientras llenaban sus cántaros, oyeron algo realmente hermoso: una canción al tiempo alegre y apesadumbrada que hablaba tanto de amor como de añoranza, de un deseo de vivir entre los árboles junto con el de recorrer las calles de la ciudad; una canción que celebraba una felicidad y una tristeza, que hablaba de un marido y de un padre. 
Las jóvenes regresaron, fueron a la antigua casa de Lorien y le contaron al hombre que las recibió lo que habían oído. El padre supo entonces que aún le quedaba mucho para dejar atrás sus defectos: había superado la codicia y el ansia de poder, pero aún quedaba en su corazón un rastro de orgullo que lo había tenido sujeto a Doeor, impidiéndole salir en busca de su hija. Y entonces, en su interior, oyó la música de la viola de amor; no las mismas notas, no aquella melodía que nunca volvería a recordar, sino el sonido puro de una nota mantenida incansablemente. Y supo que era el momento de partir. 
Fue a la fuente, recorrió los claros, paseó entre los árboles siempre con el oído atento. Pero nada. Un día, otro día, y nada. Pasaba el tiempo y a la esperanza la sustituía, a veces, la desesperación. Se le terminaron los víveres que llevaba el el zurrón y pronto tuvo que empezar a alimentarse de frutos silvestres y de bayas; se le desgarró la ropa, creció su barba. En más de una ocasión se arrepintió de su búsqueda, más de una noche se prometió que al día siguiente volvería a Doeor; más de una mañana maldijo el bosque. Pero continuó buscando a Lorien. 
Hasta que un día, cansado ya y sin fuerzas, escuchó una melodía lejana y supo que su búsqueda había llegado a su fin. Caminó en la dirección de la voz y el sonido de un laúd y, cuando por fin llegó al claro donde estaban Lorien y Tahar acompañados de elfos, gnomos, animales y pájaros, se sentó a esperar a que acabara aquella canción deliciosa y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando oyó pronunciar su nombre y supo que su hija lo había perdonado y deseaba volverlo a ver. 
Para entender lo que sucedió hasta entonces baste con comentar que a Lorien y a Tahar los casó el Hada de los Ojos de Oro y que vivieron casi felices —oscurecidas algunas de sus horas por el dolor en que había sumido a la joven el comportamiento de su padre— en una casa que construyeron para ellos los gnomos. Lo que vino inmediatamente después todos podéis imaginarlo, así que no merece la pena entretenernos ahora con el relato.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

12. El corazón de Doeor se renueva

Tras unos días en el bosque, Lorien comenzó a recuperarse y le pidió a Tahar que no abandonara Doeor a su suerte. Así que el luthier volvió, accedió a su casa aprovechando que el dragón había abandonado la ciudad y tomó el laúd que había construido con la madera del árbol en que se había posado el pájaro del Hada de los Ojos de Oro. Luego marchó en busca de la bestia y cuando fue acercándose, tañéndolo, al horror y la algarabía que sembraba, el dragón lo siguió hasta lo más profundo del bosque, donde acabaría dormido en una profunda sima que las zarzas y las raíces de los árboles se encargarían de ocultar. 
El novio y los que habían quedado vivos de entre su familia y amigos, tras su huída, decidieron olvidar su venganza: era más sensato no volver jamás, no contar a nadie lo que había sucedido e intentar, si ello fuera posible, olvidarlo ellos mismos. 
Los habitantes de Doeor, que habían dejado todo en sus casas y talleres, sí que volvieron cuando cesaron los rugidos del dragón, tras los días y noches sin comida ni cobijo fuera de sus murallas, soportando la lluvia, el viento y el frío. También algunos de ellos optaron por marcharse y olvidar que esa ciudad existía y que ellos habían vivido allí; otros, en cambio, se dispusieron a arreglar sus viviendas, a recoger los enseres que aún quedaban y a organizar de nuevo sus haciendas, sus negocios o, simplemente, sus vidas. 
Habían aprendido de la forma más dura que en el futuro habrían de hacer frente a sus promesas, cumplir sus palabras y, lo más importante: que con la música se disfruta, pero no se juega. Así que convocaron al luthier y en las mismas escaleras de la plaza ahora casi destruida le ofrecieron lo convenido, incluyendo la concesión de la mano de su hija por el padre de Lorien. Él, del dinero, tomó lo que necesitaba y cedió el resto para la reconstrucción de la ciudad, porque su felicidad estaba depositada no en las riquezas materiales, sino en su futuro con su amada. Después encargó a algunos maestros de obras que reconstruyeran y ampliaran su hogar y volvió al bosque.
Un mes después, un claro amanecer de diciembre, lo encontraron de nuevo sentado en la plaza, teniendo entre sus brazos un extraño instrumento con dos filas de cuerdas y que se tocaba rozando sobre ellas un arco. Con ella interpretó una extraña melodía que se oyó hasta en los barrios que quedaban fuera de las murallas. Nadie recordaba su título, pero todos se juraban a sí mismos que la conocían desde siempre y se extrañaban de que, siendo tan hermosa y al tiempo tan terrible, hubieran podido olvidarla un sólo instante de sus vidas. 
Algunos niños, al oírla, sonreían mientras jugaban con los mastines más fieros, que se limitaban a aceptar sus caricias meneando las colas; alguna mujer se dirigió al fuego del hogar, cogió lo poco que quedaba en la despensa y comenzó a preparar una comida que todos los miembros de la familia recordarían durante mucho tiempo. Pero otros muchos comenzaron a lanzar aullidos lastimeros, a mesarse los cabellos y a golpear su frente contra las paredes: eran las personas de mal corazón, los corroídos por la envidia, los envenenados por el odio, los esclavos de los vicios, los corrompidos por el poder. Entre ellos estaba el padre de Lorien, al que sólo el hecho de que lo ataran a su cama con fuertes correas de cuero evitó que hiciera una locura. 
Tahar tocó y tocó, durante todo el día, durante toda la noche, y de nuevo otro día. Cuando dejó de hacerlo y se marchó de nuevo al bosque los corazones de todos los habitantes que habían decidido quedarse en Doeor estaban abarrotados con todos sus sentimientos más profundos. Nadie dijo nada, pero entendieron su mezquindad, su avaricia y su maldad. Ese invierno fue duro, pero nadie emitió una sola queja. Trabajaron en silencio, cada uno en lo suyo, levantando las paredes caídas, arreglando los tejados deshechos, poniendo en marcha los talleres, ayudándose los unos a los otros como nunca antes lo habían hecho. Volverían a reconstruir la ciudad y en ella nunca habría pobres castigados por la desgracia, ni quedarían sin comida o cobijo los ancianos, los huérfanos o las viudas. 
Una ciudad similar a la de antes, con el mismo nombre, el mismo puerto, las mismas calles; pero distinta, porque ahora sería —deseaban que fuera— una ciudad con corazón, llena de personas y no sólo de obreros, artesanos y comerciantes, donde los niños tuvieran un lugar lo mismo que el Concejo, donde las familias pudieran reunirse en el hogar para hablar entre ellos y no sólo de negocios, donde cada cual cuidara también de los demás en la medida de sus posibilidades. 
Uno de los que más trabajó fue el padre de Lorien. Planificó labores, ordenó trabajos, distribuyó tareas. Volvió a ser un hombre poderoso y respetado, pero esta vez no sólo por su dinero, sino por su humanidad, por su capacidad de comprensión, por su esfuerzo para que su bienestar no fuera causa de la desgracia de nadie. 
Y es que tras oír la melodía de aquella Viola de Amor todos habían comprendido la fugacidad de la vida, y habían sabido que cada cosa tiene una importancia. Y que no darle a cada una la que corresponde corrompe los corazones y arruina la existencia, aunque externamente se triunfe y se posea. 

Y nadie se había equivocado más que él; había tenido a la más maravillosa de las hijas y la había perdido por causa de una ambición estúpida, había podido tener un buen yerno y no lo tenía a causa de su necedad; su casa podría haberse llenado con niños que hubieran alegrado sus días postreros y ahora estaba condenado a envejecer en soledad. Su único consuelo era colaborar a construir el corazón de aquella ciudad que, ahora se daba cuenta, tanto amaba; ayudar a las gentes a rehacerse, apoyar a las familias a levantar a sus hijos, aunque no pudiera reprimir sus lágrimas cuando veía cantar a una joven que nunca era su hija y jugar a unos niños que jamás serían sus nietos. 

domingo, 8 de diciembre de 2019

11. De lo que aconteció cuando sonó de nuevo la zanfona

Ese día amaneció nublado, pero sin una gota de lluvia; desapacible, pero sin una pizca de viento; impregnado de nadie sabía qué, pero sin que hubiera nada especial a lo que culpar por esa negra sensación que dominaba todo. 
La cabalgata nupcial parecía más un sepelio que una celebración; Lorien, apenas recobrada de una noche febril, iba sentada en su carroza sujeta por el ama para no caer desvanecida, con la cara pálida y la mirada ausente. El novio cabalgaba, orgulloso y altanero, un brioso corcel, pero todos se dieron cuenta de cómo miraba hacia un lado y hacia otro con demasiada insistencia. La gente en las calles y en las plazas aplaudía y daba vivas a la comitiva, pero sin fuerza ni alegría, destrozados por las noches de insomnio, los días de frío y lluvia y los enfados constantes por las cosas desaparecidas, las comidas echadas a perder, los niños asustados y todos los animales domésticos extremadamente nerviosos. 
Cuando llegaron a las escaleras del Ayuntamiento, y antes de que pudieran pisar el primer escalón, un extraño silencio se adueñó de la plaza: por la calleja de los sastres se dirigía tranquilamente hacia la gente Tahar, la zanfona en bandolera, con su mano izquierda acariciando las teclas y la derecha aferrada a la manivela que había de comenzar a girar si no se avenían a cumplir la palabra dada. 

Se paró a espaldas de los novios, tras sus familias y los prohombres que las acompañaban y así habló: 
—Vengo a reclamar aquello que es mío, anunció con calma, quizás con demasiada calma, pensó más de uno.
Todos se giraron, todos quedaron en un expectante silencio. 
—Ballestero, ¡mátalo!, fueron las dos únicas palabras que se oyeron  pronunciadas por el padre de Lorien.
Parecía que el silencio no pudiera ser aún mayor, pero así fue. Si estuvieran en plena primavera y una mariposa hubiera volado por la plaza es seguro que casi todos, hasta los que observaban los acontecimientos varias calles más allá, hubieran oído su vuelo. 
El ballestero apoyó la cabeza de su ballesta en el suelo, tensó la cuerda, colocó el virote, la apoyó sobre su hombro, apuntó y, cuando se disponía a disparar al corazón del luthier, un cuervo más negro que la noche lanzó graznido pavoroso, cayó en picado sobre él, se aferró a su rostro y lo dejó gritar hasta romperse sobre el empedrado de la plaza. 
Primero fue ese golpe seco, mezcla de huesos y metal, ya que vestía cota de malla, lo que atronó en aquella plaza; después, de todas las casas de todas las calles comenzaron a salir ruidos irreverentes, diversos y terribles: botellas de cristal y jarras de barro o cerámica que se hacían trizas, mesas y sillas que se arrastraban, objetos de metal y de madera que caían y rodaban por los suelos: eran los gnomos que empujaban, rompían y movían todo lo que encontraban a su paso. 
Y entonces vino lo más terrible, cuando Tahar comenzó a tocar aquella zanfona. La melodía era agradable —al menos tras sus primeras notas, que son las que pudieron oír los allí presentes— pero, casi inmediatamente, las entrañas de Doeor comenzaron a respirar y moverse, algún edificio comenzó a temblar y, a continuación, se oyó un rugido lastimero que fue tornándose horrible y doloroso —acorde con las últimas notas, curiosamente—, presagiando todos los males posibles: el dragón comenzaba a despertar y rugía furioso por su encierro. 
De nada sirvieron las cadenas, las puertas de hierro, las cerraduras. Nada sirvió de nada. El monstruo lo rompió todo, emergió de las profundidades hasta la gran plaza y comenzó a lanzar fuego hacia las calles adyacentes, a golpear los edificios cercanos con su cola, a batir sus alas expandiendo el incendio. Todo el mundo gritaba y pronto el novio, su familia y sus amigos sospecharon algún engaño y huyeron con urgencia hacia el puerto del río, no sin antes maldecir a todos y jurar venganza contra la ciudad. Los habitantes, sin embargo, tenían preocupaciones y temores más inmediatos, y todos corrían despavoridos abandonando Doeor y apelotonándose en todas las puertas de la ciudad.
Todos menos Lorien que, desfallecida y cansada, esperaba la muerte tumbada sobre el primer peldaño de esa escalera que no había comenzado a subir. 

Tahar se acercó a ella, colgó la zanfona a su espalda, la tomó en sus brazos y, sin preocuparse por el dragón ni por sus conciudadanos, se dirigió hacia el bosque por una oculta puerta seguido en silencio por miles de gnomos. 

miércoles, 4 de diciembre de 2019

10. La invasión silenciosa

Al parecer, se les olvidó. A todos. Nadie le dijo nada al novio sobre la mazmorra donde dormía el dragón, ni sobre la promesa incumplida del Concejo, ni sobre la existencia de un luthier enamorado, ni sobre el mal que afligía a Lorien. Querían olvidar el horror pasado a toda costa, así que cuando éste, acompañado de su familia, parientes, amigos y allegados llegaron, no lograron entender la razón del retraso. 
Finalmente, y ante la manifiesta impaciencia del novio y sus acompañantes, los comerciantes en pleno insistieron en que se celebrara la ceremonia fuera cual fuera el estado de salud de la muchacha, argumentando que de retrasarla más se perderían demasiadas horas de trabajo, se acabarían de estropear los decorados y se alteraría esa forma de vida que a ellos tanto les encantaba regular. Porque el tiempo tampoco estaba ayudando.
Pero Lorien parecía seguir empeñada en su enfermedad, ajena por completo a los deseos del Concejo, a las órdenes de su padre y a las demandas de su prometido. El día de la boda, ante un empeoramiento que hizo temer por su vida, la ceremonia tuvo que posponerse de nuevo. 
Ese fue el último síntoma. Durante esa semana había llovido cada día, las calles se habían llenado de barro, sobre el que iban cayendo las guirnaldas de flores que habían colocado en las calles; el vino que tenían preparado comenzó a agriarse sin que nadie supiera por qué; a los alimentos los cubrió el moho. La corte del novio estaba exasperada, los comerciantes nerviosos, los artesanos preocupados y las mujeres cuchicheaban y empezaban a difundir historias que en nada beneficiaban a Lorien o a su padre. 
Nadie los veía; ningún habitante, ni siquiera los niños o los perros, siempre atentos a todo, podían oírlos ni mucho menos observar lo que hacían, pero los componentes del ejército de gnomos que habían llegado del bosque iban de casa en casa, de despensa en despensa, de taller en taller, echando hierbas amargas en los toneles de vino y de cerveza, rociando con jugos de las cortezas de ciertos árboles las ollas y cambiando de lugar las cosas y las herramientas de uso más cotidiano. 
Y en ese estado de nerviosismo general llegó el día que se había propuesto y aceptado como definitivo para celebrar la boda. El único requisito era que Lorien estuviera viva, fuera cual fuera su salud, su estado de ánimo e independientemente de que lloviera o nevara, el cielo se llenara de rayos y truenos o las ranas despertaran milagrosamente de su letargo y salieran del río para invadir la ciudad. Las familias estaban decididas y el pueblo cansado de esperar. 
Como cualquiera podía observar, la ciudad en pleno parecía vacía de solidaridad, de comprensión y de amor.
Por cierto, ese día era,  también, el anunciado por Tahar para hacer su reclamación.