domingo, 22 de noviembre de 2015

TAHAR, EL LUTHIER. Capítulos 1 y 2

TAHAR, EL LUTHIER.
1. En la ciudad de Doeor.
En la ciudad de Doeor, en el barrio de los artesanos, cerca del puerto del río en el que se agolpaban cada día los mercaderes, tenía su casa Tahar, el luthier. Era un hombre sencillo, dedicado a su oficio, del que no se conocían ni aficiones ni pasado. Joven y fuerte, aunque un poco delgado, tenía los ojos oscuros y el largo cabello lacio y negro.
Había llegado hacía unos años, había pedido permiso para instalarse con su negocio y, como no había ningún fabricante de instrumentos musicales en muchas leguas a la redonda y demostró tener el dinero suficiente para empezar con buen pie, nadie puso objeciones. Pronto al puerto llegaron baúles cargados con extrañas herramientas, algunas parecidas a los de los carpinteros, y con cosas extrañas que los habitantes del barrio nunca habían visto.
El joven había empezado a trabajar pronto y se había convertido en una atracción que desapareció a medida que la gente, sobre todo las mujeres y los niños, pero también otros artesanos que temían cierta competencia, se fueron habituando a su presencia.
En invierno se le veía pulir la madera en su taller a través de los amplios ventanales, y en verano no era infrecuente  que saliera a sentarse a la calle a realizar algunas tareas. 
Se llevaba bien con todo el mundo, pero era reservado; asistía a los oficios religiosos y colaboraba en las celebraciones, pero se retiraba pronto a descansar y no participaba en juegos. 
Los carpinteros y ebanistas, sobre todo los que fabricaban los muebles de lujo para los nobles que habían venido a instalarse a sus palacios urbanos y los ricos comerciantes, lo apreciaban: les compraba a veces maderas caras, les enseñó cómo trabajar para lograr formas extrañas y les mostró herramientas desconocidas para ellos.
Sus mejores maderas, sin embargo, no las conseguía en la ciudad: algunas venían de países lejanos y tenían colores extraños, otras las iba a buscar él directamente a un bosque cercano, que los habitantes de la ciudad solían evitar debido a antiguas leyendas.
Sus instrumentos tampoco los vendía a sus ciudadanos, aunque a veces realizara encargos para contentar a algún músico local; de vez en cuando alguien iba expresamente a su taller, compraba algunos y se marchaba después; otras veces era él el que iba al puerto y enviaba cajas a lugares no menos extraños y lejanos que aquellos de donde provenían ciertas maderas y otros elementos.
Una mañana, Tahar, como era su costumbre, tomó su cesto de herramientas, se puso su sombrero de ala ancha y sus botas de caña alta, se cubrió con su larga capa y marchó al bosque. 

2. De lo que sucedió en el  bosque.
Tahar vagó y vagó. Observaba los árboles; sus ramas, sus hojas, sus raíces. Paraba aquí y allá e iba tomando nota de cada lugar al que debería volver el otoño siguiente o dentro de veinte años. Caminó hasta que el sol estuvo alto y entonces llegó al tronco caído que buscaba, se acuclilló, fue palpando con suavidad la corteza, descubriendo los nudos, tomó una curiosa herramienta y, cuando iba a comenzar a extraer un trozo de madera, oyó un graznido en el aire y un carraspeo a sus espaldas.
Sobre la rama de un frondoso roble vio a un cuervo observarlo y al girarse vio a un gnomo diminuto, vestido de verde y con un gracioso gorro; era delgado, tenía la nariz afilada, la mirada profunda y una preciosa voz apenas audible; así que se agacho y oyó que le decía:
—Me llamo Taldrín, y tengo ahí mi casa. Vivía ya en ese tronco cuando el árbol aún era joven y, aunque no es hermosa, la he ido haciendo cómoda y confortable con los años, y los animales que son amigos míos lo conocen como mi residencia y a ella acuden cuando lo necesitan, de forma que ahora me costaría mucho irme a vivir a otro lugar. No tengo poder para amenazarte, ni nada que ofrecerte a cambio. Pero te pido, por favor, que la respetes. Nadie, salvo tú, había venido aquí, y dudo mucho que nadie vuelva a pisar este claro del bosque en muchos años, así que si tú me haces ese favor podré seguir viviendo feliz. Y el cuervo volvió a graznar desde el roble.
Tahar se quedó mirando el tronco. Había esperado dos años para que estuviera a punto de cortarse y aún debería esperar a que el trozo de madera, una vez cortado, terminara de secar en su taller. Pensaba hacer de él ciertas partes de una zanfona, y era tal la calidad del árbol, que sabía que sería la mejor zanfona que jamás haría y había soñado ya con su sonido.
Pero entendió que un hogar tenía sonidos más ricos para el corazón del que lo habita que cualquier instrumento, y, aún a su pesar, accedió a la petición de Taldrín.
Cuando ya se marchaba, Taldrín le preguntó:
— Dime antes de marcharte, por favor, ¿quién eres y para qué querías un trozo de mi tronco? Soy curioso, hace años que no veo a un hombre y me gustaría saber a quién he de agradecer su buena acción.
— Soy Tahar, que en la lengua del donde vengo significa “el que acaricia al lagarto”, y mi oficio es el de luthier. Construyo los instrumentos que suenan en las mejores cortes y de ahí pensaba sacar las piezas que me faltan para la zanfona con el sonido más dulce y más puro que se ha conocido jamás.
— Has de ser rico entonces, contestó Taldrín. ¿Por qué vives en una ciudad retirada, lejos de los grandes y la riqueza?

Y entonces Tahar le contó las razones de su viaje, y el secreto que había anhelado saber la gente lo supo el gnomo.


jueves, 19 de noviembre de 2015

Cuentos de hace años. 1 El lagarto, el niño, el roble y el cuervo.

Lo tengo anotado. Escribí este cuento los días 5 y 6 de febrero de 1991, con mi esposa embarazada ya de nuestro primer hijo, Guillermo.

Había una vez, en un país y un tiempo demasiado lejanos como para poder llegar a ellos si no es a través de los recuerdos que nunca supimos cómo nos llegaron, ni por qué persisten, ni cuándo nos abandonarán, un paisaje y un cielo de primavera, y bajo la luz de ese cielo, un roble, y bajo su sombra, un niño, y bajo la mirada de ese niño, un lagarto con la piel más hermosa que se haya visto, una piel que contenía todos los colores de todos las pieles de todos los lagartos que han existido y existirán; y en cada color se reflejaba el firmamento. 
El lagarto, de soslayo, observaba al niño. 
Aquel niño —presentía el lagarto—  no era como los demás niños; si no, ¿cómo habría podido sorprenderlo y acercársele tanto que podía sentir su mirada recorriendo su piel? El lagarto respiraba mientras se tensaba y se tensaba, presto para la huida. Pero, ¿por qué no huía? Era robusto, rápido; antes de que el niño hubiera llegado a abrir de nuevo los ojos tras un parpadeo él hubiera podido estar lejos, oculto de su mirada entre la hierba o bajo o una piedra: pero no se movía. 
Y entonces el lagarto, sorprendido, comenzó a descubrir en su interior algo que no sabía que existía, un deseo completamente nuevo, sensaciones para las que no tenía experiencias. Lo que el lagarto deseaba, primero casi con vergüenza y luego con horror, es que el niño lo tomara en su mano. Por eso respiraba y respiraba, y estaba tenso, y se debatía porque una parte de sí —muy profunda — le decía: ¡Huye ..., huye ..., huye ...!, y otra, más profunda aún si cabe —y él nunca había sabido de la existencia de tales profundidades en su interior— le aconsejaba: ¡Quédate ..., quédate ..., quédate ... !.
El niño, fijamente, miraba al lagarto. Nunca lo había visto en aquel campo; recordó cada día, cada carrera, cada rato tumbado en la hierba ... pero —estaba seguro— nunca antes lo había visto. Porque, si lo hubiera visto antes, ¿cómo habría podido olvidarlo? ¿cómo seguir viviendo tranquilo, sin salir cada mañana, cada tarde, en su busca, para contemplarlo de nuevo?
Aquellos colores, tocados a veces por los rayos de sol que filtraban las ramas de aquel roble, reflejaban la vida y la muerte, el cielo y el infierno, el más allá y el más acá, lo primero y lo último. El niño no sabía de todo esto, pero sabía de algo en su interior que iba más lejos, que contenía todo lo anterior mezclado con cosas que ni siquiera  pueden nombrarse.
Así que el niño miraba al lagarto completamente absorto,   hipnotizado, y notaba algo extraño entre su pecho y su estómago: deseo y miedo mezclados en una proporción desconocida, y su vida iba de uno a otro, intermitentemente, como irían los péndulos de los relojes de épocas venideras, como se contraía y expandía el Universo desde el principio de los tiempos,  como su respiración, que ahora se había sincronizado con la del lagarto: buum, bum, buum, buum; deseo, terror; deseo, terror. Deseo. Terror. 
El niño sabía que bastaría un simple movimiento, un sonido apenas perceptible, para que el lagarto corriera a esconderse; pero no se movía ni hacía ruido. Y ¿por qué? Había descubierto dentro de sí el deseo de tomarlo en su mano. Y una parte de sí le decía: ¡ Hazlo ..., hazlo ..., hazlo .... ! y otra le aconsejaba: ¡ No lo hagas ..., no lo hagas ..., no lo hagas ...!.
Claro que todos lo niños sienten esas dos frases una y otra vez a lo largo de su vida, a veces varias veces en un sólo día, como cuando entran a la despensa y ven los tarros de las mermeladas, o bajan al estanque y sienten que su madre no lleva razón al prohibirles que se bañen a esa hora con los patos, o desean tomar los pájaros pequeños de un nido en primavera.  Pero es que ahora esas voces internas tenían otro sonido, no eran las voces conocidas del abuelo, de la madre o de la conciencia: eran dos voces más lejanas, ancestrales, extraordinarias, profundas. Y, como era normal, no sabía a cuál obedecer.
Así que el niño estaba fijo en el lagarto, y la mano en el aire, y la respiración acompasada,  y todo su cuerpo en tensión, como si la existencia dependiera de un instante.
El roble sentía el sol sobre su copa, y la brisa que rozaba sus ramas, y los cientos de insectos que recorrían su tronco o volaban entre sus hojas ronroneando, y la savia que ascendía de sus raíces, y la tierra húmeda al tiempo que los primeros cantos de las cigarras y los pájaros. Pero todo esto, que cualquier otro día hubiera hecho su deleite, hoy apenas le importaba ... tenía centrada su atención en el lagarto y en el niño.
Y estaba al tiempo extasiado, aturdido y asustado. 
(Esto, claro está, no lo pensaban ninguno de los tres. Los lagartos, como todos sabemos, no disponen de palabras, y los árboles, si vamos a ello, ni siquiera tienen la capacidad de emitir sonidos; en cuanto a los niños ... ¿qué decir de los niños? Es cierto que hablan, pero no nos engañemos, sólo como última alternativa cuando entenderse con los mayores es imposible por medios más sutiles y complejos. Así que el roble, el lagarto y el niño, hacían otra cosa que pensar en el sentido en que entendemos los adultos qué es pensar: sentían como sólo los árboles, los lagartos y los niños saben y pueden sentir, y si aquí está en palabras es únicamente para que los mayores, aún perdiendo la parte más emocionante de la acción, podamos entender un poco lo que pasaba).

De pronto el cielo se cubrió de nubes negras. Aquel roble sabía que ese niño no era un niño corriente, aunque fuera hijo de un campesino; llevaba dentro de sí toda la sabiduría de los grandes brujos, todo el poder del bien y del mal; ese niño podía cambiar lo alto en bajo y lo bajo en alto, viajar sin moverse, ver con los ojos cerrados lo que nadie sabía siquiera que existía. 
Sabía que ese lagarto era especial: por ocultas razones en su interior estaban todas las fuerzas de la Naturaleza, las energías más sutiles, abismos a los que nadie —salvo el Niño—  habría podido asomarse sin precipitarse en el vacío, volcanes a punto de entrar en erupción, tornados que dormían, maremotos esperando su hora.
Y sabía, también, que ese era el momento. Ese y no otro; ni antes ni después; ahora o nunca. Si el Niño tomaba al Lagarto, todo se pondría en marcha, lo Latente tomaría Forma, las Potencias Despertarían, lo Oculto saldría a la Luz, las Fuerzas quedarían desatadas.
¡Cómo le pesaba al roble su conocimiento!. ¡Cómo le dolía su indecisión para desear!. Un cuervo negro azulado se posó entonces en una de sus ramas más altas y graznó. Y su graznido pareció durar un tiempo inconmensurable, y tener una potencia fuera de toda medida, a pesar de que el lagarto, el niño y el roble, apenas lo notaron. Sólo apenas: porque algo les llegó y fue como la marca de salida, como el grito de entrada al combate, como la última de las despedidas. Era un pájaro extraño aquel majestuoso cuervo, y su graznar fue al tiempo triste y alegre, y semejaba a la vez una risa feliz y el más triste de los lamentos, y se parecía al tiempo a una oración y a una tormenta, y sonaba como una nana o como un grito. Pero ni el roble, ni el niño ni el lagarto parecieron oírlo. Repito: parecieron no oírlo; quizás era algo demasiado ajeno —recordemos que el cuervo estaba en las ramas más altas— ; quizás demasiado suyo ya, como esos objetos que pueblan las cocinas y que, de tanto verlos, llegamos a olvidarnos de su existencia.
El niño y el lagarto seguían observándose ensimismados uno y otro. El niño cerró los ojos, como si quisiera demostrarse de nuevo que aquel lagarto era verdad, que no era un sueño, y hasta se hubiera pellizcado si no fuera porque su atención no le permitía moverse. Los volvió a abrir, casi deseando que todo hubiera desaparecido, pero el lagarto continuaba allí, más bello y terrible, si cabe, que apenas unos segundos antes. El niño no podía soportar por más tiempo aquella tensión, así que calculó entonces la distancia, abrió su manecita, y fue moviendo lenta, muy lentamente, el brazo en dirección a aquellas piel cuajada de colores y risas.
¿Y el lagarto? El lagarto lo estaba viendo hacer, veía cada movimiento, cada gesto, oía cada suspiro, notaba como todo su lomo temblaba esperando el contacto; los lagartos —eso al menos es lo que creemos— no lloran; pues bien, si lloraran, aquel hubiera sido el rato más amargo del lagarto, en ese instante hubiera derramado tantas lágrimas de incertidumbre que todo hubiera sido distinto porque, ya sabemos, las lágrimas de los lagartos conmueven a los niños y a los árboles especialmente. Pero como tal cosa no sucede nunca, no pudo llorar y no conmovió nada.
De pronto la mano se paró a esa distancia crítica que separa el gesto lento del rápido, el deseo de la acción, y con ella se paró el mundo. Ni el lagarto bajo la mirada del niño, ni el niño bajo la sombra del roble, ni el roble mismo lo notaron, pero el Sol se detuvo y nadie puede saber cuánto porque, de haber existido los relojes, todos se hubieran parado al mismo tiempo. Así que, como no había relojes, el viento dejó de moverse, las cigarras suspendieron el canto, la hierba dejó de crecer, una abeja se quedó justo a un dedo de una flor, y un milano, ingrávido, permaneció en el aire contemplando sin descanso el destello eternamente fugaz del miedo de la mirada de una paloma que llevaba un mensaje de amor y otro de guerra, y a la que habían olvidado atar un silbato para que despistara en su vuelo a las aves de presa..
Luego, todo fue tan rápido que pasó sin sentirse: el niño estiró rápidamente su mano, el lagarto corrió ... volvieron a cantar las cigarras, a correr el viento, a crecerla hierba, a seguir su camino el Sol, la abeja fecundó la flor, el milano arrancó la vida a la paloma que llevaba un mensaje de amor y otro de guerra. Si hubieran existido relojes, el mundo entero habría ensordecido al comenzar a marcar, al unísono, todos su cantinela. 
El niño vio al lagarto un poco más allá, pero había perdido los colores y las estrellas que tenía sobre la piel sólo un instante antes; el lagarto vio al hijo de un campesino que quería cogerlo, el roble olvidó también ese momento y siguió disfrutando de los insectos que corrían arriba y abajo por su tronco y sus ramas, el viento que movía sus hojas, la savia que le llenaba de vida. Ninguno parecía haberse dado cuenta, pero ahora tenían el vago recuerdo de que el cielo se había oscurecido todavía más, de que un relámpago había abatido con su luz la tierra y un trueno había hecho temblar cada flor que asomaba. Debía ser así, porque ahora llovía con esa fuerza y esa ternura que sólo tienen las lluvias de finales de Mayo.
¿Qué fue, entonces, de todos? ¿Qué sucedió con ellos? 
Pues, por lo poco que he llegado a saber, el lagarto murió un par de primaveras más tarde; el niño se hizo un joven, y el joven hombre y el hombre anciano, y una tarde —lluviosa también —el cuenco de leche se le cayó de las manos y quedó mirando fijamente al cielo. El roble duró mucho más: fue viviendo primaveras y otoños, inviernos y veranos, viendo pasar soldados, y novias, y muchachos y días de fiesta, y lutos y soles y tormentas, y niños y lagartos, hasta un día en que, ya viejo y casi seco, cayó bajo el hacha de los leñadores, sin haber llegado a saber nunca que él también era un roble mágico que hubiera despertado a su vida real si aquel niño, aquel día, hubiera logrado retener en su mano —apenas un instante menor que el que tarda en parpadear un cazador astuto— a aquel lagarto. 
El mundo es hoy así, y no de otra manera muy distinta, terrible y mágica, porque pasó lo que pasó aquel día, y no lo que precisamente dejó de pasar.

Pero ¿y el lagarto, y el niño, y el roble ? ¿Acaso fue su única oportunidad y eso fue todo? ¿Todo su poder, todas las fuerzas de la Naturaleza concentradas pudieron perderse en ese momento? 
Pues sí, y no. Ellos no lo sabían antes, pero estaban marcados por el Privilegio; y tampoco parecieron saberlo  después, cuando los marcó la Fortuna. Porque en ese instante preciso en que se paró el Mundo, en esa fracción que en sus recuerdos fue tan pequeña que no pudieron percibirla, los tres entraron juntos en una de las Otras Realidades y se acercaron a  lo que era el Infinito. Y ya se sabe, los que abren esa Puerta una vez —y pueden regresar— pueden ir y venir siempre que lo deseen. ¿Cuánto tiempo estuvieron, en realidad, allí? ¿Qué vieron, qué se contaron, qué designios tramaron, qué aventuras vivieron? 
   No lo sabremos nunca. Como no sabremos si se han vuelto a encontrar después de su marcha de este Mundo, ni entenderemos nunca el por qué desearon, al volver, el niño errar, el lagarto correr, el roble ser inmóvil, y olvidarlo todo. 
A mí todo esto me lo contó el cuervo que ese día graznó en la rama, que todavía vive, y que, ahora que lo pienso, posiblemente sea también mágico y tampoco él lo sepa. En cualquier caso, no debo preocuparme: como aquel niño al lagarto, sé que tampoco volveré a verlo nunca.



martes, 6 de octubre de 2015

Fiesta y cotidianidad

Una vez, hace muchos años, nos reunimos en casa de mis padres ellos, sus hijos —nosotros cuatro— y nuestras familias. Recuerdo la frase de mi padre durante la cena : “esta noche, para mí, es Nochebuena”. Creo recordar que era uno de esos puentes del uno de noviembre, pero para mi padre fue esa noche especial. Una auténtica fiesta. Nunca hemos vuelto a repetirla. Ha pasado el tiempo y jamás hemos logrado cenar todos juntos de nuevo.
Propongo, pues, que entendamos la Fiesta como una suspensión temporal de lo Cotidiano. Como una exclusión de la Normalidad que nos permite introducirnos en lo Extraordinario.
Durante siglos, la Fiesta, así, con mayúscula, fue un atributo de las religiones. Se celebraban la creación del mundo, la firma de un pacto entre Dios y los hombres, la subida a algún cielo o la bajada a algún infierno, la aparición de las estaciones —el mito griego del rapto de Perséfone y los misterios de Eleusis me ha parecido siempre apasionantes— nacimientos —Dionisos, Mitra, Horus, Cristo… que coinciden con el solsticio de invierno— o muertes sagradas. Carnavales, santos patrones, peregrinaciones...
Y tras las celebraciones y la renovación de tradiciones, costumbres y creencias compartidas, tras la vivencia extraordinaria del sentimiento de comunidad, la vuelta a la normalidad, a lo cotidiano, a lo gris, si queremos.
Y era ese equilibrio entre lo extraordinario y lo común lo que daba un sentido a la vida de la comunidad. Porque la fiesta, para serlo, debe tener un principio y un fin. Si lo cotidiano se prolonga se pierde el el principio del mito; si la fiesta no acaba, se corrompe su efecto.
En el ámbito privado, la fiesta, así, con minúscula, repetía los mismos esquemas aunque, obviamente, en una dimensión reducida. Pero con el mismo espíritu.
Reflexiono sobre esto hoy, con calma, porque ayer volvió a marcharse Guillermo a México y sabemos que estaremos tiempo sin tenerlo al lado. Durante unos días estuvimos, de nuevo, todos juntos. Y hasta los actos más anodinos, como ver la televisión, se convirtieron en fiesta. 
Ahora ha regresado, de nuevo, el dominio de la normalidad. Amable en general, si soy sincero; entrañable muchas veces, incluso. Y aquí estoy, sin quejas, pero esperando que, de nuevo, regrese la celebración de la fiesta. 
Y sé que será cada vez más difícil, porque también nuestras hijas irán creciendo y algún día también dejarán eso que hasta hoy ha sido su único hogar. Y me alegraré de que hayan crecido, y me entristecerá, en algún momento, ver sus habitaciones vacías por la noche. Y dejaré encendidas las velas de la entrada sabiendo que ya no tendrán la misma utilidad.

Me asombro al descubrir, así, que también en lo cotidiano hay una fiesta, o que debería haberla. Que deberíamos luchar porque la hubiera. Que la vida común no es menos extraordinaria que la festiva. 
Y que, para ser consciente, sólo hace falta abrir los ojos. Y, una vez con los ojos bien abiertos, ser capaces de olvidarnos de Mirar para comenzar a Ver.