martes, 2 de febrero de 2010

CAFÉ (1 de 5): LA MAGIA DE LO COTIDIANO



Reflexiones encontradas de hace un año, cuando le regalé una cafetera Nespresso a mi dilecta esposa para Navidad.

Música para oír en todos ellos: En memoria de Simon Jeffes, cualquier cosa suave de la Penguin Cafe Orchestra, y especialmente Southern Jukebox Music, Music for a Found HarmoniumCutting Branches for a Temporary Shelter
     Antiguamente, antes de que nos acostumbráramos    
     al café y se abrieran nuestras mentes, (...) 

  Orhan Pamuk. Me llamo Rojo 


24 de enero de 2009
Los años, gracias a Dios le sean dadas, no siempre pasan en vano. La edad –siempre que no se rocen ciertos límites– permite irse dando cuenta de que esto del existir es una pamema y la vida un sarao. Así, quizás no se trate tanto de hacer genialidades, sino de intentar darle un toque de genio a lo que se hace: entender y practicar lo que denominaré, a partir de ahora: “el despertar de lo maravilloso que duerme en lo cotidiano”. 
Una historia ejemplar
Unos cuantos gitanos están sentados en la parte de afuera de un bar de barrio de las afueras tomándose unos cafés (esto es verídico, me lo contó asombrado, hace años, un sociólogo con el que compartía clases y que andaba haciendo trabajo de campo). Aparcado en la calle está un coche que, siendo de uno de ellos, está tan abierto como su casa. Unos niños, entre los que se encuentra el hijo de uno de los contertulios, entran a jugar en el vehículo y simulan carreras y persecuciones de la policía mientras el “conductor” se aferra al volante en giros imaginativos. Animados por el ambiente, tocan a menudo el claxon, lo que, evidentemente, molesta a los de la mesa de los cafés y de paso a los de las de al lado. Pero nadie se inmuta ni se queja. En un momento dado, el patriarca se levanta de la silla, sin prisa, sin acritud, sin palabras y mucho menos gritos. Se acerca al coche, abre la puerta, luego acciona el mecanismo para abrir el capó, lo levanta, desconecta la batería, vuelve a dejarlo todo como estaba y retorna a su asiento, a su café y a la conversación. Ninguno de los presentes, ni de las mesas adyacentes, comenta nada; ninguno de los niños protesta: siguen jugando, pero sin agobiar. El sociólogo de marras, me contó, sí quedó profundamente trastocado.
Ha pasado el tiempo y he leído y escuchado a una caterva de inútiles autodenominados pedagogos intentando aprender lecciones de no sé qué y estudiando formas de diálogo, encuentros intergeneracionales y programas de resolución de conflictos. Pero mi mito, el que encarna como nadie ese ideal de padre de familia y maestro al que yo no he llegado todavía, ni posiblemente llegue nunca, sigue siendo aquel gitano que tomaba café en la terraza de un bar de barrio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario