jueves, 25 de febrero de 2010

EL EXAMEN VITAL


El profesor pasea entre los pasillos del aula. Los alumnos, aplicados, van contestando las preguntas del examen. Alguno hace un gesto sospechoso que mueve a una mayor atención por si intenta copiar. Otro lee una y otra vez las preguntas, esperando una iluminación que le dé la pista que necesita.  Un tercero ha comenzado ya a escribir, contestando la pregunta que mejor se sabe.
Rápido para unos, lento para otros, pasa el tiempo. Hay quien mira al techo –de las alturas puede venir el milagro–, hay quien sacude su brazo para eliminar la tensión de escribir tan seguido. En cierto momento, alguien comenta en voz baja, como para sí, pero el silencio multiplica el sonido: “Sólo queda un cuarto de hora”; y entonces un pequeño guirigay, las prisas, el estrés contenido. Se sisea demandando silencio.
El profesor reflexiona: son jóvenes; cuando finalice la hora creerán que han acabado el examen y respirarán tranquilos. Y será sólo una verdad a medias. No piensan que lo de ahora mismo no es más que un examen dentro de otro, del que yo también soy alumno y examinando junto a ellos.
Un examen más feroz, porque no conoces todas las preguntas al principio, ni sabes cuántos puntos vale cada una, ni puedes elegir por cuál comenzar. Un examen donde los temas van apareciendo de improviso, y muchas veces has de buscar la respuesta a una cuestión antes, o al mismo tiempo, que contestas otras planteadas anteriormente. Se puede intentar copiar, pero no resulta: las respuestas de los demás, generalmente no sirven, porque las preguntas pueden ser parecidas, pero nunca las mismas. 
Existen diversos correctores, uno o varios para cada pregunta, tienen criterios diferentes, y es mucho lo que hay en juego. El peor de ellos es, sin duda, esa entidad que algunas escuelas de psicología denominan Superego. Y ni siquiera cuando te suspenden alguna cuestión puedes estar seguro de que las respuestas estaban equivocadas. De hecho, es frecuente creer, y saber, que los examinadores son injustos.
Porque no suelen conocerse de antemano los criterios de evaluación, y rara vez se nos concede el derecho de revisión de calificación. Y ya puestos, las posibilidades de recuperación son escasas, cuando no nulas, y hay poco que hacer para “subir nota”, si no es a partir de la respuesta de la pregunta siguiente.
Por último, y esto es lo peor, no sabes nunca de cuánto tiempo dispones. Pensar demasiado, dar vueltas innecesarias, buscar soluciones erróneas, distraerte... son diferentes formas de fracasar. Y cuando suena el timbre que marca el final del examen, que puede sonar en cualquier momento, la decisión de la Vida es inapelable.
En esas meditaciones estaba. El examen era largo. Un poco antes de que acabe el tiempo, uno de los líderes de la clase se arriesga y pide, aún sabiéndolo casi imposible, alargarlo siquiera diez minutos más. 
Y el profesor, en contra de lo que esperaban, sin discutir ni negociar siquiera, contesta que sí y les concede una prórroga. Quién sabe si, sintiéndose en ese momento compañero, apuesta por la solidaridad con un acto de rebeldía juvenil; quién si  quizás espera, a su vez, otra imposible respuesta de misericordia temporal.

sábado, 20 de febrero de 2010

PAISAJES EXTINTOS. ÁRBOLES EN LA CIUDAD. 2.

Me lo aclaró mi padre, cuando saqué unas ramitas que llevaba en el bolsillo de mi abrigo y le pregunté de qué árbol eran.
– Padre ¿estas ramitas, de qué árbol son?
– ¿De dónde las has sacado? 
– De la placeta de la iglesia de San Nicolás.
– Son de sabina. Fíjate en el olor.
Tan corta fue la conversación. Y así supe qué árboles eran aquellos tan queridos.
Hay detalles en lugares por los que pasas mil veces y no reparas nunca en ellos. Pasa lo mismo con algunas personas. 
Hasta el día en que algo te sucede, te detienes, observas y te preguntas qué te había pasado antes para no ser consciente de su particularidad. Y no había pasado nada; es que no era el momento. Lo mismo pasa con algunas personas.
Había pasado por aquel arco que auguraba la iglesia de San Nicolás infinidad de veces, me había sentado en el poyo de la baranda de la pequeña placeta, pero no había prestado atención a las dos sabinas, y eso que eran buenos ejemplares. Nunca hasta esa ocasión.
Era de noche y hacía mucho frío, pero no nos importaba. Caminábamos muy juntos, extrañamente solos, y llevaba su mano cogida de la mía en el bolsillo de mi abrigo, no sé si por carecer de guantes o porque estos elementos estorban a veces a pesar de las bajas temperaturas. La combinación del suelo irregular, en cuesta y empedrado, la lluvia caída y la luz mortecina de los faroles, hoy me hubiera parecido peligrosa y propicia al accidente; aquella noche, como era joven, me pareció romántica.
Nos sentamos en el poyo húmedo, sin importarnos. No recuerdo de qué hablamos, porque los sonidos, el tono, la modulación, eran lo importante, y no las palabras que les servían de excusa. 
En un momento me levanté, tomé una ramita, la estruje con mis dedos y le mostré el olor que quedaba. Luego le ofrecí otra a ella. Nos miramos y supimos que teníamos algo que era sólo nuestro. Ese invierno, nos sentamos bajo las sabinas más de una noche gélida. No se repitió suficientes veces como para considerarlo una costumbre compartida, y posiblemente ella ni siquiera lo recuerde, pero se convirtió en un hábito para mí cuando, casi imperceptiblemente y antes de que llegara la primavera, me di cuenta un día de que me había dicho adiós.
Algunas noches, ya solo, antes o después de la cena, subía hasta el castillo y, a la bajada, pasaba por el arco, me sentaba bajo uno de aquellos árboles, tomaba una ramita en mis dedos y la olía. Luego, antes de irme, tomaba otra y la guardaba en un bolsillo del abrigo, para acceder al olor, aunque mitigado, tiempo después. 
A veces incluso entré en la iglesia, porque siempre me ha seducido la combinación de arcos y columnas, silencio, luz de velas y olor de cera quemada. Más tarde llegó el verano y tuve que partir.
Al año siguiente, al ponerme de nuevo el abrigo y meter las manos en los bolsillos, encontré en su interior ramitas de sabina que estaban allí desde el invierno anterior. Y aún conservaban algo de su olor. De ella no supe ya en mucho tiempo.
Seguí subiendo de vez en cuando, a distintas horas, en distintas estaciones, con diferentes climas, luces, temperaturas. Me fui aprendiendo aquel paisaje, fijándome en pequeños detalles, siempre desde el mismo punto de vista, bajo aquellos árboles. Allí busqué soluciones a mis problemas, hice proyectos, compartí charlas. Pensé: has encontrado un lugar que hacer tuyo. Sin prisas. Ni notarás que crecen, las sabinas. Pasará el tiempo y un día percibirás lo altas que se han hecho, y ese día sabrás que estás envejeciendo.
Volví a marchar y regresar muchas veces. A cada vuelta a casa de mis padres, cuando llegaba la noche, subía a celebrar el ritual y cierta noche, aún con la tenue luz de los faroles, observé unas manchas en las hojas, a las que no di importancia. Me puse las ramitas en los bolsillos.
Cuando regresé de nuevo y volví a subir una tarde, ya no estaban. En el bolsillo de mi abrigo –que era ya otro abrigo, como era ya otro yo el que subía– seguían las últimas ramitas que había recogido, y allí siguieron durante años. 
Fue entonces cuando me pudo la curiosidad y le pregunté a mi padre el nombre de aquellos árboles.
Han pasado los años, arreglaron el suelo de la placeta, cambiaron la iluminación, alguna casa reformaron. En mis nuevos regresos, a veces, subo a tomar un café cerca del castillo y paso por delante. No merece la pena atravesar el arco. No sé qué habrán cambiado de la iglesia. 
Ahora, cuando llueve, ya no es tan peligroso el deambular por allí... pero tampoco es tan romántico. Veo a mis hijos crecer, me miro frente al espejo, y siento cómo voy envejeciendo. Vivo lejos. En aquella ciudad sólo me quedan los padres y el siguiente de mis hermanos. No cambiaría lo que he hecho, pero alguna vez, como esta noche, lamento no poder ver cómo crecen, hacia el cielo, aquellas dos sabinas.

miércoles, 17 de febrero de 2010

PAISAJES EXTINTOS. ÁRBOLES EN LA CIUDAD. 1.

  
                   Ésa es una de las crueldades del teatro de la vida: todos pensamos que  
                   somos protagonistas, y cuando se hace evidente que somos simples 
                   personajes secundarios o figurantes, raramente lo reconocemos.
                                             Robertson Davies. El quinto en discordia
Con ellos aprendí que no hacían falta palabras para comunicarse, aunque yo las necesitara para hacerles saber lo que sentía e incluso, sabedor de la soledad que nos rodeaba a veces, me atreviera a susurrárselas.
Siempre creí que me sobrevivirían, así que me dejé llevar y les fui tomando afecto. Fueron dos olmos, dos sabinas, y un pino. Con los olmos y las sabinas tuve una relación de cercanía; al pino nunca me aproximé. No por miedo ni por timidez, sino porque crecía en lo alto de una torre inaccesible. Sé que es difícil de creer, pero así era. 
Los árboles, me habían contado, duran mucho más que las personas. Y así me dieron pie para vivir durante mucho tiempo en una fantasía: que aquellos árboles a los que estaba emocionalmente unido me sobrevivirían. Un gato, un perro, un pájaro o cualquier otro animal de compañía, al menos desde una perspectiva estadística, tenían muchas posibilidades de morir antes que yo; en cambio un árbol no. Un árbol era un ser magnífico, que se aletargaba cada invierno y que cada primavera rebrotaba para acompañarme de nuevo tras su paréntesis de sueño. Las sabinas y el pino, siempre verdes, aún me parecían más soberbias.
En la escuela me habían explicado que eran seres vivos, aunque de un reino inferior, junto con palabras extrañas, como “caducifolios”, “fanerógamas” o “angiospermas”. Pero no lo creía; y no me importaba que no se movieran voluntariamente, que no manifestaran sentimientos como nosotros, que no pudieran responderme según lo que se entendía normalmente por respuesta.
En la primavera de 2005, en uno de mis frecuentes viajes de regreso, supe de la muerte del pino, el último de mis acompañantes silenciosos e inconscientes. Fui a pasear, miré hacia donde siempre habitó y encontré la torre vacía. Me dieron explicaciones de su desaparición, que no sirvieron sino para distraer un rato a ese espacio de mi mente que razona y entiende. Fue el último en desaparecer.
La historia de esta relación con los árboles había empezado mucho antes, con uno de los dos olmos vivían entre la casa de mi abuela y la de la señora Patricia.
No eran demasiado grandes. La tierra de la que se alimentaban era escasa y pedregosa, y el espacio de que disponían, angosto, así que nunca llegaron a ser demasiado altos. Los unían sus raíces cercanas y una cuerda de la que de vez en cuando colgaba ropa mojada lavada a mano, esperando que el  sol y el aire la secara.
En ese espacio reposaban y crecían, compartiendo ese trozo de la calle con una parra. El más cercano a mi casa era un poco más robusto y fue siempre al que yo, por proximidad, tuve más querencia. Estaban pegados al muro y sus ramas, que de un lado llegaban a tocar los tejados de las viejas casas de adobe, del otro se suspendían en el vacío proyectando su sombra a los patios hundidos de la calle de abajo.
A veces los niños subíamos hasta su horquilla y desde allí mirábamos a lo lejos, o intentábamos acceder, sin éxito, a las ramas más altas en busca de nidos de gorriones que detectábamos por el piar de las crías. Si una vecina nos veía, rápidamente nos gritaba y nosotros, obedientes, volvíamos al suelo, inconscientes del peligro del que acababa de salvarnos a nuestro pesar.
Así, durante unos años, me probé trepándolo, apoyé en él mi espalda mientras descansaba de mis correrías sentado en el suelo, me cobijé del sol bajo su sombra, me escondí, mientras jugaba con mi hermano, tras su tronco.
Durante esos años me fue indiferente. Era un árbol más, un elemento de la calle, algo con lo que jugar y no tan divertido como los perros o los gatos a los que perseguíamos. Fue así hasta el momento en que lo herí.
Un día, mi hermano y yo descubrimos un cuchillito y una navajita, casi de juguete, en casa. No sé qué hacían en aquel cajón de la mesita de noche, pero al final conseguimos que mi padre nos las regalara. Era mi primer objeto importante. Y lo probé. Fui al olmo vecino y, con paciencia, recorté con mi cuchillito  un cuadrado profundo de su corteza. Ni iniciales, ni corazones, ni nada parecido. Era aún un niño. Un cuadrado taladrado hasta llegar a su carne de árbol. 
No quiero recordar los detalles. Al mirarlo unos días después, se me partió el corazón. Le pedí perdón y, en el buen sentido de la frase, le puse el dedo en la llaga; por primera vez escuché su silencio. Con el paso del tiempo, la corteza se iba regenerando poco a poco. Y cuando hablo de tiempo me refiero a años. Seguí su curación casi con ternura. Me marché a estudiar fuera y volvía en vacaciones. Era ya adolescente cuando vi por última vez la herida casi sanada. Fue como si me hubieran quitado de encima una pesada piedra que, cuando estaba lejos, ni siquiera sabía que me pesaba. Y entre un momento y el otro, a lo largo del tiempo, cada vez que subía a la casa de mi abuela le dedicaba una mirada amistosa y creía recibir algo, sin saber qué, de él. 
Una tarde, en un regreso a casa, aproveché para subir de nuevo. Daba por sentado que estarían allí los dos, esperando fieles, como siempre. El herido y el más pequeño. Pero no había ninguno. Los habían talado porque las raíces eran un peligro para las casas de abajo, me dijeron. Las raíces; igual que el viejo olmo del patio de mi escuela, igual que después el pino de la torre. 
Me quedé un poco más solo, más vacío en mi adolescencia ya de por sí vacía, y me dolió, sobre todo, no haber podido ver de nuevo su piel entera; vivir la vieja herida, hecha como en un juego por ese otro yo que fui de niño, restañada. 
Tres reflexiones finales:
a) Desde muy de cerca: Ahora entiendo que me perdió la soberbia.  Es el problema de sentirse protagonista cuando sólo se es figurante. Cargué inútilmente con un sentido de culpa desproporcionado. Sólo fue un cuadradito. Y seguro que ni lo notó ¿Cuántas alegrías inocentes me perdí por culpa de mi obsesión con un pecado inventado para sentirme especial?
b) Desde un poco más lejos: Estuvo bien sentirse mal. Lo que nos humaniza es ser capaces de sentir empatía hacia cualquier ser vivo. Saber que todos participamos, cada uno desde un lugar concreto, en un proyecto compartido; y ese raro destello de humildad fue uno de los que me han hecho un poco mejor.
c) Desde más lejos todavía, con perspectiva: No sé si mi olmo era humilde u orgulloso, pero era también un figurante. Como mi abuela y las vecinas hoy ya desaparecidas, como yo, como el que lo taló. Ni a actores secundarios llegamos. Poco tiempo después, un protagonista con más categoría en el teatro de la vida, el hongo que provoca la grafiosis del olmo (Ceratocystis ulmi) se cepilló olímpicamente a casi toda la población de Ulmus minur del país. Ellos ya no estaban y así evitaron una muerte lenta. A mí ni me tuvo en cuenta.
Ahora espero, olvidado en la inconsciencia, a que baje el telón, deseando que tarde lo más posible, buscando la humildad del figurante en la obra de la vida, e intentando evitar, sin conseguirlo, esos sentidos de culpa propiciados por la manía de sentirme protagonista.

sábado, 13 de febrero de 2010

ASPECTOS DE LA ESPAÑOLIDAD. EL JAMÓN


En casa, algunos programas de televisión –pocos– sirven de catalizador familiar. No sólo los vemos juntos; los comentamos, nos reímos, opinamos, dejamos caer cosas casi por casualidad que revelan pensamientos íntimos... aprendemos los unos de los otros. Normalmente son series de humor, pero caben más y a veces hay auténticas novedades.
Una noche empiezo a ver un programa de televisión casi por inercia. Mis hijos lo están mirando, mi mujer también, y me comentan que el tipo que lo presenta es de lo más divertido. Ya se sabe: no se debe criticar aquello que se desconoce; así que me apunto. La serie se titula Desafío extremo y el protagonista-presentador es un tal Jesús Calleja, deportista desenfadado y con pinta de vividor alegre que, según he ido viendo después, tan pronto se va a buscar el Polo Norte en trineo como se mete al océano rodeado de tiburones. Hay aventuras que acaban bien y otras mal. Pero el tío va a su rollo y lo cuenta tal y como sale, sin importarle nada; con una frescura de la que carecen reportajes sobre la naturaleza o la aventura mucho más elaborados y caros de producir.
El de esa noche, el primero que veo, me sorprende.
Han ido a hacer la ascensión del Makalu, el quinto pico más alto del mundo, en la cordillera del Himalaya. La descripción del entorno social, a fuerza de ser realista y viva, es esperpéntica. Va a una especie de monasterio budista donde lo invitan a comer y su comentario sobre una sopa sobre la que flotan elementos extraños es algo así como “he comido cosas mejores”. La noche antes de la salida, en la casa del sherpa donde duermen les invitan a un licor que parece ser fuerte y acaban con una castaña que se atreven a filmar tranquilamente mientras sus ojos se llenan de lágrimas. Los comentarios sobre los demás seres tampoco tienen desperdicio. La cosa, pues, estaba animada y prometía.
Aclaraciones logísticas: explica que han de subir al campamento base en helicóptero, mientras los porteadores suben a pie, dado el peligro; el viento que hace, las dificultades para llegar, los problemas de frío. Aquello pinta terrible y negro. Se instalan y empiezan la ascensión, pero una tormenta les obliga a regresar. Más peligroso y más negro. Después de una semana a base de frío, nieve, soledad, arroz y lentejas está quemado y añora una copa de Ribera del Duero, llegando a afirmar que, a quien le proponga a la vuelta que vayan a una arrocería, lo manda a hacer puñetas. Es entonces cuando les dicen que acaba de llegar otra expedición de españoles y van a visitarlos, como Dios manda.
Sorpresa. En una tienda grande que han montado los recién llegados una especie de bufete libre con aceitunas, mejillones, queso manchego y, lo más alucinante: colgado de uno de los palos de apoyo... ¡un jamón! Auténtico. Serrano. A más de seis mil metros de altitud, en una tierra inhóspita, rodeados de una tormenta de nieve, amontonados y sin intimidad, pero con un jamón.
Un jamón. Ni crucifico, ni espada del Cid, ni mantón de manila, ni réplica del botafumeiro, ni cassette con el pasodoble Gallito: un jamón. Símbolo definitivo que no requiere más explicaciones porque, o se entiende emocionalmente a la primera, y entonces para qué seguir hablando, o no se entiende, y entonces es absolutamente inútil cualquier explicación racional. Nosotros lo entendimos.
Volvamos a la logística. Desde la compra en cualquier supermercado o tienda de barrio, ha de haber recorrido aviones, aeropuertos, aduanas, cargas y descargas en todoterrenos, almacenajes, hasta llegar a las espaldas de un sherpa que lo ha izado al campamento base cruzando arroyuelos, puentes, barrancos. Dado lo costoso de la expedición y el ahorro de espacio necesario, empiezo a barruntar que han sido capaces de dejarse los crampones, algún piolet, o hasta las cuerdas, para poder traerse el jodido jamón hasta  esta inhóspita zona del Nepal.
Quedo anonadado por la imagen. Me supera. Siento que no soy nadie. Que el resto de escaladores recogidos en sus tiendas no son nada. Pienso: seguro que hay algún grupo de alemanes perfectamente equipados, durmiendo ya en sus tiendas isotérmicas, limpias y milimétricamente ordenadas, dispuestos a pasar al otro día la revisión médica y empezar la ascensión con la carga justa de cereales liofilizados, barritas energéticas y un equipo de última generación testado en los laboratorios de la Universidad de Hamburgo. Pero sin jamón.
A Jesús la emoción lo embarga. Creo que él también se da cuenta de que en ese momento ya no es el héroe. Antes sí; mañana quizás también. Pero ahora no toca. Los héroes anónimos son los de jamón. Nos miramos, la familia al completo pensamos lo mismo, unidos frente a un hecho arquetípico. Nada de mariconadas, como ganar un mundial de fútbol. Ahí están unos tíos que se han ido a ver si escalan el puñetero Makalu y no se les ha ocurrido otra cosa que montar un pica-pica en el campamento base con aceitunas, mejillones, queso ... y llevarse un jamón.
No recuerdo si, finalmente, coronaron la cima o no. Ni Jesús Calleja y los suyos, ni los Otros. Era un detalle sin importancia. La hazaña estaba cumplida y la crónica relatada. Como ejemplo para emuladores, vergüenza para cobardes, guía para buscadores y brújula para desorientados
Fantaseo. Han pasado millones de años. La raza humana, tras miles de años intentándolo infructuosamente, ha logrado por fin finiquitarse, por aquello de “el que la sigue, la consigue”. Aquellos picos, en su lengua, se comunican entre ellos. Recuerdan una especie de microbios extraños e incomprensibles que tenían la manía de subir por sus laderas, clavar una banderita en su cima y volver a bajar, sin importarles las penalidades o la muerte por conseguirlo. Y, llegados a cierto punto, todos esperan a que la montaña Makalu explique, por enésima vez, por qué ella es especial aunque no sea la más alta, ni la más peligrosa, ni la más antigua: un día, un grupo de aquellos impresentables acamparon en ella... con un jamón.  Rememorará sus andanzas, sin recordar si llegaron al final o no. Y las demás llorarán de envidia una vez más.
Por eso voy a brindar por ellos.

Addenda: Unos meses después, en verano, fuimos en familia a Italia. Ganó la prudencia y el sentido común de mi mujer frente a la locura y el desorden mental de un servidor y los niños, que queríamos imitar a nuestros héroes anónimos e irnos pertrechados, aunque no cupieran las zapatillas de recambio, con un jamón. No lo conseguimos. 
El viaje fue magnífico, pero aún hoy me siento un poco fracasado, con un regusto amargo, y creo que ellos –los niños– también. El Renacimiento, he de reconocerlo, no fue lo mismo, aunque las niñas se entusiasmaran con las máscaras en Venecia y yo comprando un recuerdo para mi madre, la Juanita, en los alrededores de la iglesia de San Antonio –del que ella ha sido siempre devota–, en Padua. Nos faltó, al llegar cada noche al apartamento, la visión de un jamón colgado, esperando el corte preciso, previo al acto de comunión profunda que nos definía como lo que somos más allá de cualquier denominación.
Creo que volveremos a intentarlo, aunque me consta que contaremos de nuevo con la oposición de la Doña. Seremos pacientes: alguna vez bajará la guardia.

miércoles, 10 de febrero de 2010

LOS NOMBRES QUE TENEMOS. 2. EL NOMBRE AUTÉNTICO, Y EL CUMPLEAÑOS REAL.



Música para escuchar: L’Arpeggiata. Christina Pluhar. Se laura spira (Folia). En All’ improvviso: Ciaccone, Bergamasche, & Un Po’ Di Follie...
        Cada muerte buscará su consuelo en lo que tuvo la vida que por ella ha concluido: ‘murió 
        lleno de días’ es la expresión que para la muerte del hombre venturoso reserva el Antiguo 
        Testamento (...) Hoy la longevidad se interpreta mediante la expresión, tan opuesta, de 
        ‘morir cargado de años’(...) Ahora los días de la vida no vivida, la vida desvivida en la 
        insaciable fuga del sentido, aparecen de pronto como un saco de años muertos cargados a  
        las espaldas del anciano; años que sólo pesan y no colman”
                              Rafael Sánchez Ferlosio. El testimonio de Yarfoz?






Los mitos
En las riberas del Nilo, y en un tiempo inmemorial, Isis, la diosa egipcia de la Magia, deseaba para su hijo Horus, el de la cabeza de halcón, el mayor poder de la Creación. Así que urdió una artimaña: creó la primera cobra, que mordió a Ra, el Dios supremo, y le dijo que podría curarlo del dolor sólo si le decía su nombre secreto.  Y aconteció que, cuando éste pronunció ante ella su nombre auténtico, aquel que sólo él sabía, le dio todo el poder que necesitaba sobre él y el universo creado y pudo elevar a su hijo al rango celestial.
Como Ra, Yahvé, Jano, Angerona y otros muchos dioses, tenían diversos nombres de los que el secreto, que sólo ellos conocían, era la síntesis de sus poderes. Esta y otras muchas historias muestran el poder del nombre auténtico, aquel que tienen los dioses, algunos escogidos, e incluso ciudades, como Roma; el que una minoría de elegidos, o quizás nadie, conoce. Un  nombre que marca la diferencia entre el Quien Eres y el Cómo te Llaman. Un nombre para vivir, no para ser vivido.
Feliz cumpleaños
Un cumpleaños es un brindis y una apuesta. Un lanzar los dados sobre el tapete de la vida. Un sonreír al destino mientras se mira alrededor. Pero, tal y como están las cosas, no veo que sea frecuente celebrarlo más allá de las apariencias.
La gente corriente nos distraemos “ritualizándolo”, pero sólo para no angustiarnos demasiado con la que se nos viene encima. Comemos, bebemos, brindamos... nos procuramos distracciones. Nos acompañamos de la pareja, de los hijos, de los amigos, recibimos palmaditas en la espalda, abrazos cariñosos y deseos de felicidad de ese cuñado que vive en el limbo. No nos engañemos: es sólo para evadirnos, para no enfrentarnos –etimológicamene, mirar de frente– a la soledad del ciclo cumplido y a la apuesta de uno nuevo, del que ni siquiera sabemos si acabará o cómo se desarrollará. Para enrocarnos en la irresponsabilidad.
Cuando somos más jóvenes, la coartada perfecta es el tiempo infinito que nos queda por delante, porque cuando se es joven, independientemente de lo que afirmen juntas la lógica, la historia y la estadística, el corazón nos dice que somos inmortales, que nunca envejeceremos, y que la decrepitud no se cebará con nosotros. Que seremos eternamente así. Y la eternidad y el infinito van siempre de la mano.
Cuando somos menos jóvenes, nos refugiamos en los que hemos hecho, lo conseguido, y lo que tenemos, sea mucho o poco; y, si todavía queda algo de tiempo entre distracción y distracción, en lo que todavía podemos hacer, conseguir o llegar a ser. Y el concepto clave para entender el drama, el concepto salvaje que le da el auténtico significado a la frase, es la mágica palabra “todavía”. 
Por eso nos distraemos en celebraciones poco convincentes, a pesar del esfuerzo común y compartido: ¡alcemos la copas! ¡otro brindis, colegas! ¡abrazos, familia! Y al día siguiente seguimos con la rutina como si no hubiera pasado nada. Hemos cumplido dejándonos llevar –o vivir–, tenemos otro año más, y parece ser que eso es todo, cuando no debería serlo.
Como decía al comienzo, en las culturas antiguas, los dioses, algunos hombres, e incluso según qué ciudades tenían, al menos, dos nombres: los públicos y el secreto. Unos tenían denotaciones sociales; el otro connotaciones mágicas. Los primeros eran los que conocían todos los demás, incluso los enemigos; el segundo, sólo los muy allegados, los elegidos –una vestal, el Sumo Sacerdote– y a veces nadie, porque saberlo daba poder sobre ese dios, ese hombre e incluso esa ciudad.
Acabo de descubrir algo: siguiendo con esta lógica, también los dioses y algunos hombres privilegiados deberían tener, al menos, dos cumpleaños: el primero, el oficial, sería el que conocieran los sacerdotes del templo, los creyentes y, a día de hoy, la familia, los amigos y los funcionarios que rellenan nuestra partida de nacimiento o los que nos renuevan el DNI. Sería el de las celebraciones públicas, el del bombo y el platillo, el del regalo de papá y mamá –o la mujer y los niños–, el del brindis con cava barato, el que define a partir de qué momento podemos empezar a conducir un coche y, como contrapartida, ir a parar al talego, o el que sirve de base para el cálculo a partir del que nos mandan a cobrar una jubilación que vaya usted a saber cuándo empezará ni para qué alcanzará.
El segundo sería particular, íntimo y mágico. El del abrazo a uno mismo, el del cambio que los demás no notan, el de la seguridad personal. Si se es un privilegiado, uno ha de nacer, cuanto menos, dos veces: la primera, que marca el tiempo biológico, cumplidos los nueves meses de gestación; la segunda, que marca el tiempo mágico, cuando la Fortuna decide parirnos de nuevo después de una nueva gestación en que la Madre es nuestra propia Vida. 
Quizás todos tengamos dos nombres, quizás todos tengamos dos fechas de nacimiento, y lo que distinga a los Dioses y los Héroes de los simples mortales es que ellos han tomado consciencia de esa dualidad. Quizás tengan conciencia porque son dioses o héroes; quizás sean dioses o héroes porque en un momento determinado tomaron conciencia de ello. Aún no lo he dilucidado.
Un trabajo a realizar, quizás inútil, pero no por ello menos hermoso: luchar por conseguir ese segundo nacimiento, ese Aniversario para celebrar en la intimidad más absoluta: en la soledad más completa. Un momento en el que reflexionar gravemente, pero desbordantes de alegría; en el que valorar lo ya hecho, mirar hacia el futuro y, sonriendo, tirar esos dados a los antes hacía alusión. Y empezar un ciclo nuevo; pero no un Año Nuevo común y compartido, sino uno especial, único, sólo para cada uno de nosotros y de duración indeterminada, en función de los proyectos en los que disfrutemos.
Empiezo ya a buscar en los recuerdos el mío, o a esperarlo si es que aún no ha llegado, o a plantearme cómo embarazar a la Vida para que un día de a luz al Mundo a ese otro Yo latente y desconocido del que ni siquiera yo conozco aún el Nombre.
El día que lo consiga, espero que se me revele también cómo me llamo de verdad. Y seguiré paseando, acercándome al final, llenando mi vida de días, en vez de cargándola de años.
Desconozco los detalles. Pero serán un día y una hora en que, si un buen astrólogo levantara mi carta natalicia, todas las características serían precisas, cada planeta ocuparía la casa indicada, cada signo estaría donde debe y los aspectos revelarían a la perfección mi ser. Y añado: creo que volvería a nacer bajo el signo de Géminis.

martes, 9 de febrero de 2010

LOS NOMBRES QUE TENEMOS. 1. ¿POR QUÉ NOS LLAMAN COMO NOS LLAMAN?



Música para escuchar: L’Arpeggiata. Christina Pluhar. Ninna Nanna Sopara la Romanesca. En All’ improvviso: Ciaccone, Bergamasche, & Un Po’ Di Follie...



             En muchas zonas de África occidental, el cocodrilo es sagrado porque se piensa que en él se 
             reencarnan los muertos de la familia. Entre los bobo, a menudo, en las proximidades de la  
             aldea se encuentra un estanque poblado de cocodrilos. Los niños acuden hasta su orilla y   
             llaman a cada animal con un nombre propio, correspondiente al muerto que lo habita. 
                                       Folco Quilici. Los últimos pueblos primitivos.


El título es equívoco, lo sé. Quizás hubiera sido mejor haberlo titulado “los nombres que nos tienen”. Pero lo dejo abierto, para volver a pensar en ello cuando lo desee.
Oscar Wilde escribió, en 1895, La importancia de llamarse Ernesto. Jugaba, en el título original, con la homofonía en inglés entre Ernest y “earnest”, que significa “serio”. Así que el nombre, el sonido del nombre, definía al personaje y explicaba, no tanto la importancia de llamarse Ernesto, como de ser una persona seria y cabal. Paradojas de la vida: la obra era una comedia, Wilde era cualquier cosa menos sensato y, tres meses después de su éxito, era condenado a dos años de trabajos forzados de los que saldría hundido económica y moralmente. ¿Hubiera escrito lo mismo, hecho las mismas cosas, sido diferente su vida si se hubiera llamado Ernest en vez de Oscar? Y tú, y yo ¿seríamos los mismos o diferentes de tener otros nombres, de ser llamados de otra manera?
Siouxs, apaches y otros indios de las praderas, monjas de clausura, artistas y cantantes... todos, llegado el momento, cambian de nombre. Dejan atrás lo que fueron y comienzan una vida nueva con otra identidad, y para ello cambian su denominación y pasan a ser llamados de otro modo. 
A algunas personas, para remarcar su condición de estigmatizados, se les designa con un sobrenombre o mote: si te llaman “el pegao” –salvo que seas un guitarrista flamenco– tu porvenir social no se prevé brillante; a otras, por el mismo método, se las encumbra: a “Lucky” Luciano se le consideraba tocado por la suerte, casi invencible ¿en qué medida influyó su apodo en que llegara a ser el primer Don de la familia Genovese?
Pero vayamos por partes. La gran diferencia quizás no es sólo el nombre, sino quién, cuándo y por qué nos adjudicó, precisamente, “ese” nombre. 
Reconozco que durante un tiempo me obsesionaron los nombres, no tanto por su significado como por su génesis. 
Todo empezó de la manera más inocua, en una conversación con una amiga psicóloga dedicada a terapias familiares. En un momento dado, me hizo partícipe de un descubrimiento casi genial: había encontrado una vía de ataque para perforar los muros con que llegaban protegidas las familias que, supuestamente, querían solucionar un problema que no sabían cuál era. Y ese descubrimiento, al que había llegado, como se llega a casi todos los grandes descubrimientos, por una combinación de azar e intuición, era la génesis de un nombre.
Un resumen de la historia que hilvanó sería el siguiente: una familia comparece en la sala; el matrimonio está a punto de divorciarse y la terapia es su último cartucho; la que presenta los síntomas de una patología profunda es la hija adolescente. Esta hija, a la que llamaremos Laura, admira y ama a su padre, pero aborrece y odia a su madre y se aborrece y odia a sí misma por los sentimientos que abriga hacia su madre. La madre se siente odiada y no entiende por qué –y aquí la letanía de todo lo que ha hecho por ella, sus cuidados y mimos, sus sacrificios, sus penas– y por eso sufre. Y el padre que no ayuda, no apoya, no defiende a la madre. O sí lo hace, pero sin convicción, siente la madre. Y entonces la hija defiende al padre, a su padre. Él siempre te apoya, déjalo aparte, le dice, es algo entre tú y yo. Y así una sesión, y otra, y otra; con variantes, subterfugios, huidas, arrepentimientos, perdones; el mismo odio desencajado expresado de diferentes maneras.
Hasta una tarde en la que surge una pregunta ocasional, producto del cansancio y casi por descuido: “Y tú ¿cómo es que te llamas Laura?”. Y entonces comienza el melodrama auténtico y la terapia da frutos.
Se llama igual que su tía, que es también su madrina; la hermana pequeña de Madre. Y a lo largo de las sesiones se desenrolla la madeja: la tía Laura, justo recién casados, pasaba mucho tiempo en su casa; Madre no se daba cuenta pero su hermana y su marido tenían una relación de algo más que cuñados. Laura era alegre, Madre más seria (sin llegar a llamarse Ernestina) y, además, poco avispada para darse cuente de lo que pasaba. Madre queda embarazada y da a luz a una niña: todos están de acuerdo en que la madrina sea la tía Laura y la niña lleve su nombre. Poco después Madre sorprende a marido y hermana  en felices arrumacos y se le cae la venda de los ojos. La tía sólo regresa a la casa para celebraciones como el cumpleaños de la ahijada, siempre bajo la atenta vigilancia de Madre. Y así comienza la tragedia, que se repite cada vez que Madre llama por su nombre, que es el de su maldita hermana, a la Hija. 
No sé cómo finalizó la historia, ni la terapia, pero, en cuanto volví casa de mis padres en unas vacaciones, aproveché un momento de relax con ambos progenitores y les dejé caer, como quien no quiere la cosa, una pregunta sencilla y sin malicia: “Y a mí, cómo es que me pusisteis de nombre ....?”
Luego, durante una temporada, la locura entre las amistades. Nombres de padres y madres, de abuelos maternos o paternos, de tíos, de amigos, de un personaje de novela, encontrados en un libro.... todo cobraba significado, y allí donde no llegaba la realidad llegaba nuestra imaginación.
Algo de cierto debe tener todo esto, porque observo que en la red las personas se transmutan, cambian, se camaleonean, utilizan niks, se buscan a sí mismos bajo otras denominaciones.
Yo mismo, sin ir más lejos. Aunque ahora tenga claro por qué me llamo como me llamo.

sábado, 6 de febrero de 2010

CAFÉ (5 de 5): CONVALECENCIA

 Puedo decirlo yo, que he estado allí: no conoce el  verdadero sosiego    
 quien no ha estado nunca en una cafetería vienesa.

Rita Monaldi y Francesco Sorti. Veritas.
Una vez pasé por Viena, pero era más joven e igual de estúpido que ahora. Y Rita Monaldi aún no había publicado. Así que ni se me ocurrió entrar en una cafetería. Ahora, con los niños en plena adolescencia, no creo que sea el momento ni tan sólo de ir a pasear por allí. Pero no me quejo, porque no lo añoro. Y la cita me parece sutil pero imprecisa: conozco el sosiego; lo he encontrado, sobre todo, en casa. Alguna vez, incluso, tomando un café, ahora que voy aprendiendo.


Los hijos lo curan todo. Bueno, todo no, porque hay enfermedades del alma que se cronifican ... pero casi todo. La falta de tiempo aguza el ingenio, y el soluble descafeinado servía para cualquier cosa. Los niños correteaban y preguntaban todo el  rato, y siguiendo turnos, “¿por qué”?; yo me atabalaba, y así pasaban los días que llenaban las semanas. La tetera y las tazas negras y artesanales adornaban un mueble del comedor, y el viejo CD con el Magnificat a 6 voces de Monteverdi dormía en el estante correspondiente. Algunas tardes, para acompañar a mi mujer, me preparaba un cortado con azúcar donde, si una bruja brasileña se hubiera arriesgado a leer los inexistentes posos, habría encontrado una vida vulgar cargada de emociones que no cambiaría por nada del mundo.
De tarde en tarde tomaba café fuera de casa. En casa de algún amigo degusté alguno realmente bueno; en casa de otro valoré sobre todo la conversación y el intercambio de ideas, porque el café compartido era de aquella especie que en casa de mis padres llamaban “agua chirle”, que se toma como añadido, como acompañamiento, como bebida ligera que permita pasar mejor la madalena del desayuno, pero no por sí mismo.
Luego, un buen día, disfrutando en una de mis pausas de un libro precioso de Orhan Pamuk en que explica las vicisitudes de un grupo de ilustradores en las postrimerías del Imperio Otomano, volvió a aparecer el café de una forma tangencial, pero sorprendente:
(...) empezó a mostrar síntomas de senilidad y lo primero que le ocurrió fue que dejaron de interesarle las diversiones, el vino, la música, la poesía y la pintura. Cuando abandonó también el café, su mente dejó de funcionar. (...) Cuando envejeció aún más fue poseído por un demonio, sufrió una crisis nerviosa y renunció completamente, como si fueran las mayores blasfemias, al vino, a los efebos y a la pintura, todo lo cual es una buena prueba de que tan Enaltecido Sha había perdido completamente la cabeza después de perder el gusto por el café.
Dejando de lado el tema de los efebos, que no voy a entrar a valorar, me planteé entonces que si un Sha había perdido la cabeza tras perder el gusto por el café ¿qué acabaría siendo de mí, que todavía no había encontrado la mía ni le había cogido el gusto al brebaje?
Así que, aprovechando la excusa de los Reyes, me lié la manta a la cabeza y decidí reglarle a mi mujer una Nespresso. Lo constato aquí y ahora, porque quiero reconocer que hoy sigo inmerso en mi vulgaridad, pero un poco más cerca de muchas cosas. 
Fue un ejercicio curioso, ese de probar cafés de otra manera. Sin la ceremonia de preparar un Earl Grey, pero eliminando la pura mecánica del soluble. Durante unas semanas, empecé a sentir que viajaba hacia la salud. Un viaje lento y a veces tedioso, pero constante. Notaba que me recuperaba. Hoy, un año después, creo que sigo igual, o casi igual: convaleciente, que es lo que he sido gran parte de mi vida. Porque no soy más sabio, pero sí más viejo. 
NOTA FINAL. Continúo tomando el café con azúcar y ahora, hasta lo aromatizo con un poco de vainilla o de canela (esto lo aprendí en el Starbucks que hay en la calle Pelayo) y, de vez en cuando, sonrío. 
Sonreír. Otro recuerdo, esta vez más cercano: justo el otro día me sorprendí cerrando los ojos –con calma, sobre todo, con calma– y sonriendo mientras tomaba un café: era un homenaje a los cafés que nunca me he tomado con el tal Ramón y con otros amigos poseídos por otros nombres, a toda la literatura que he tomado sin azúcar, a los ratos perdidos con un conejo, una niña llamada Alicia y una especie de elfo llamado Peter Pan... y un intento de descubrir qué camino he de seguir para superar la  maldita convalecencia y ser, algún día, como aquel patriarca gitano que tomaba su café en la terraza de un bar de un barrio de las afueras. 

viernes, 5 de febrero de 2010

CAFÉ (4 de 5): MÁS CITAS Y, SOBRE TODO, CALMA.



 Hace quince o veinte años, gustaban todavía en España unas mujeres   
 gordas y hermosotas, cuyo arquetipo eran las camareras de café. 
          Manuel Chaves Nogales. Luis Belmonte, matador de toros.

Un día fui consciente de que tenía dos recuerdos olvidados. 
Uno de ellos hacía referencia a un triste café, acompañado de una copa de raki, que tomé, estando solo, en un tugurio de Estambul, mientras escribía unas postales. Y en ese recuerdo me recordaba recordando otro café, aromático y espeso, que había paladeado, tiempo atrás, en Italia, aunque sin precisar si había sido en una callejuela camino al Ponte Vecchio o al lado de un pequeño canal cercano al Rialto.
Pasó el tiempo. Ahora vuelvo a recordar el café de Estambul y el recuerdo del café italiano. Recuerdo también que de mis lecturas, de mis recuerdos y de mi vulgar existencia desaparecieron el té, el café, y por suerte, la idea del asesinato considerado como una de las bellas artes.
Hasta que un día, encuentros que nunca dejan de sorprender al aficionado, volvió el café a mi vida. La cita es larga, lo reconozco, pero me parece emotiva y deseo compartirla: Es de Luciano de Crescenzo, y muestra un diálogo en casa del ínclito profesor Bellavista:
“– Ha de saber usted, carísimo ingeniero, que el café no es propiamente un líquido, sino, por así decirlo, algo intermedio entre un líquido y un aeriforme, en fin, una cosa que sublima nada más entrar en contacto con el paladar y que, en lugar de bajar, sube, se nos mete en el cerebro y allí permanece casi como si quisiera hacernos compañía; y sucede que uno, mientras trabaja durante horas y más horas, va pensando: ¡Qué café más bueno me he tomado esta mañana!
– En cambio nosotros, digo yo– en nuestras oficinas ya casi no bajamos al bar; tenemos en cada planta máquinas dispensadoras automáticas y, con sólo introducir cien liras y apretar un botón, tiene uno su café o su cappuccino, según prefiera, con o sin azúcar.
– Máquinas americanas, ¿a que sí, ingeniero?
– No –contesto yo riendo–, como mucho milanesas.
– Milanesas o americanas replica el profesor– tanto da, le cuadran a la misma clase de gente, esto es, a esa que cree que el café simplemente se bebe. ¡Dios santo! pero ¿os dais cuenta de que el asunto de la máquina expendedora de café es algo muy grave? Es un agravio para los sentimientos del hombre; como para recurrir a la comisión de derechos humanos.
– Bueno, no exageremos.
– ¿Que yo exagero? Estimado ingeniero, usted tiene el deber de protestar y explicarle a sus superiores que, cuando un cristiano tiene ganas de tomarse un café, no es porque quiere beber un café, sino porque necesita e nuevo entrar en contacto con la humanidad y, por ello, siente la necesidad de interrumpir el trabajo que esté realizando, proponer a uno o más compañeros tomar un café todos juntos, darse un paseo al sol hasta el bar de costumbre, ganar una minicarrera con los impepinables codazos, para invitar a la ronda, echarle un piropo a la cajera, charlar un rato de deportes con el que sirve en la barra, y todo ello sin que uno tenga que especificar cómo quiere el café.
Y así, recordando que al menos uno de aquellos dos cafés lo había tomado solo no solo el café, que a lo mejor había sido un cortado, sino estando solo–, pasé a entristecerme, que era lo que tocaba, porque la situación hacía tiempo que, como ya he señalado, sentía que se me iba de las manos. 
¿Se puede añorar lo que nunca se ha tenido? Hay quien afirma que no; yo lo hice. 
Me era igual el sabor del Jamaica Blue Mountain; el papel del café en el proceso de meditación de los derviches; mis recuerdos en una cafetería cercana a la Mezquita Azul o junto al Ponte Vecchio, o cómo lo tomaban los seguidores de Hassan ibn Sabbah, el Viejo de la Montaña, que dieron a la humanidad el concepto de “asesinos” –hashshashín, o tomadores de hachís– en su momento de apogeo en el siglo XII. 
Lo que me dolió fue no haberle propuesto nunca a mi amigo Ramón, en todos los años que compartimos despacho (por llamar a aquel espacio de trabajo de alguna manera), dejar durante unos minutos el trabajo, largarnos con viento fresco o con cualquier otra excusa a la calle, echar una carrera con codazos hasta el bar más cercano, invitarlo a un café y piropear juntos a la camarera, que estaba de muy buen ver y en justicia se lo merecía, aunque no fuera ese arquetipo de mujer de tiempos de Juan Belmonte que a mí tanto me gusta. 
Y esa suma de vulgaridades –un café en la barra de un bar, dos colegas corriendo por una calle transitada, una camarera con escote a la que piropear– fue la que eché de menos. Fue entonces, cuando entendí que todavía era posible hacer este tipo de cosas, vivir entre risotadas, dejar de lado las supuestas sofisticaciones innecesarias, cuando me inundó la paz. La paz de saberme vulgar mientras me tomaba un café. O saboreaba una copa de Jerez, o disfrutaba una paella. Recordé aquella frase de Pessoa que tantas veces me he repetido: “un hombre con un buen puro y los ojos cerrados es un hombre rico”. Y decidí que era rico, que lo había sido sin darme cuenta y que, si no cometía errores imperdonables, lo seguiría siéndolo... aunque no fumara.
Y fue en medio de ese marasmo cuando me recomendé la frase que sería mi leit-motiv, mi mantra personal, durante tantos años, y que también puede asociarse al tomar una  buena taza de café: “Sobre todo: calma”.

jueves, 4 de febrero de 2010

CAFÉ (3 de 5): DE POR QUÉ SER DEMASIADO ESTRICTO CON UNO MISMO PUEDE SER UN PROBLEMA.



  Para decirlo de forma breve, quería convertirme en un "errante", en      
  meditador profesional, sentarme en cafés y salones, despegado de 
  mesas de trabajo y de estructuras organizativas, dormir todo lo que 
  necesitara, leer vorazmente sin deber explicación alguna a nadie.
Nassim Nicholas Taleb. El Cisne Negro. 


Alguna que otra vez volví a tomar café, del de verdad, aunque sin amor.  
Mi dilecta esposa se preparaba alguno con cierta regularidad, pero, dadas sus raíces germanas, era uno de esos cafés largos preparados con Melita, a los que mi referencia amistosa para esto del café, al que llamaremos Ramón, miraba con no muy buenos ojos.  De vez en cuando me tomaba un cortado descafeinado en algún lugar de buen estar. 
En mi decadencia, repito, llegué a aficionarme al café soluble, yo, que había sido consumidor habitual de esa variedad ahumada del té que es la Lapsan Souchong. La cosa había empezado a ir cuesta abajo, y mi vida empezaba a hacer aguas. Presentía la debacle.
Dos lecturas me sacaron del marasmo mental en que me había sumido a mí mismo y que me estaba llevando a la ruina física y psicológica: la primera, la Receta del té de tres hojas, que escribiera Jang Tsi (723-757):
“Para agradecerle el haberme dado a conocer este poema de Tiu-Kia-Liang, le envío tres hojas de té. Provienen del árbol que posee el monasterio de la montaña Ou-I. Es el té mejor del Imperio, del mismo modo que es usted el mejor letrado. Para prepararlo, procúrese un vaso azul de Ni-Hing. Llénelo de agua de nieve, recogida cuando se levante el sol, en la vertiente oriental  de la montaña de Suchan. Colóquelo en un fuego de ramitas de arce , recogidas en musgo viejo, y déjelo allí hasta que el agua comience a hervir. Viértala en una taza de Huen-Teha, en la que habrá colocado las tres hojas de té. Cubra la taza con un trozo de seda blanca, tejida en Huachan y espere a que llene su habitación un perfume comparable al de un jardín de Fun-Lo. Lleve la taza a sus labios y cierre los ojos. Se encontrará en el paraíso”.
Después de volver a leer la cita, que conservaba en un cuaderno de caligrafía, mi corazón se hundió en la negrura al contemplarme, como si de otro yo se tratara, bebiendo con cualquiera cualquier cosa, preparada de cualquier manera, y encima a cualquier hora. Demasiados “cualquier” para un alma sensible, aunque abandonada a su suerte en esos momentos. Eso se lo podía permitir a mi madre cuando me mandaba a comprar a las tiendas del barrio, pero no a mí mismo.
La segunda, casi redundante, provino de un clásico de De Quincey, reencontrado en una estantería y titulado Del asesinato considerado como una de las bellas artes. En él se hacía referencia a la reflexión que un aficionado a esta rama de la producción artística le hace a un aspirante a mayordomo cuando éste le propone hacer  algún trabajo primoroso en horas de servicio. 
“El hombre tenía fama de haber practicado un poco nuestro arte, a juicio de algunos no sin cierto mérito. Para mi sorpresa daba por contado que la práctica del arte se contaría entre sus labores ordinarias a mi servicio y habló de tenerlo en cuenta en el salario. Esto no lo podía permitir y respondí en el acto: Richard (...) se equivoca usted en cuanto a mi carácter. Si alguien quiere y debe ejercer ésta difícil (y, permítame añadir, peligrosa) rama del arte –si lo impulsa a ello un genio avasallador– diré solamente que lo mismo da que prosiga sus estudios hallándose a mi servicio que al de otra persona. A lo sumo le haré notar que la orientación de una persona de gusto superior al suyo no ha de perjudicarlo ni a él ni al sujeto de sus trabajos. (...) Pero, en lo que respecta a los casos particulares, le advierto de una vez por todas que no quiero saber nada. No me hable nunca de una determinada obra de arte que esté meditando: me opongo a ello in toto. Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia al robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo, ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento”.
Y yo ni siquiera había empezado con un simple asesinato: en plan bestia iba ya por la mitad del camino que conducía inexorablemente a la perdición. O detenía la caída, o la próxima parada sería mi ruina.
Decidí seguir con mis gansadas; nada de cortes drásticos que informasen a los demás de mis terremotos interiores. Pero no perdería la conciencia de que eran formulismos teatrales, ajenos a ese mí mismo que me preocupaba por volver a cultivar. Mi enfoque demasiado crítico con la vulgaridad, me dije, no me ayudaría en nada a mejorar mi estado mental. No me era posible superarla ni enfrentarme a ella, pero podía, me dije, olvidar que existía e incluso aliarme a ella, aunque no supiera exactamente contra qué. Y así empecé a caminar por una nueva senda que quedaba junto al camino principal.