domingo, 17 de junio de 2012

De mentiras, verdades y otras cosas a medias.


Carta abierta para amigas y amigos, con la íntima convicción de que nunca la leeréis. 
Queridas, estimados:
A pesar de mi defensa de la mentira como el elemento que más nos humaniza, esencia de las verdades más profundas e incluso como obra de arte —léanse mis posts anteriores sobre el tema— quiero hoy rendir un homenaje, no tanto a la Verdad —sólo Dios, de existir, podría conocerla dada su infinitud—  sino a ese micromundo construido alrededor de la franqueza y la sinceridad adobados con ciertas dosis de amor i algún otro sentimiento menos digno de encomio: a la amistad, vaya.
Quiero deciros hoy que he intentado ser siempre sincero —lo cual, a veces, no ha dicho mucho en mi favor—, pero no por bondad ni por rectitud ética, sino por indolencia y por miedo. Por indolencia, porque mentir ha requerido siempre el esfuerzo suplementario de mantener la mentira, y mi tendencia a evitar trabajos superfluos lo hacía un esfuerzo inasumible. Por miedo, porque he sentido que, si yo no era yo mismo ¿a quién puñetas queríais o podríais llegar a querer? Y yo he necesitado siempre, como tantos, ser querido.
Dentro de un orden —siempre había vergüenzas que ocultar, estigmas inconfesables, matices que se esconden en las historias más comunes ... — luché por conseguir que me quisierais tal como era, y no como pretendía ser ni como deseabais que fuera. A cambio, he intentado quereros tal como sois y no sólo como aparentabais ser ni como yo os deseaba. 
Sólo eso me ha llevado a un constante trabajar por conoceros.
A veces me he sorprendido soprendiéndoos en alguna actitud poco aplaudible, incluso miserable; en alguna ocasión esto significó una sorpresa desagradable; pero en las más me ha producido, al lado de cierto resquemor, un punto de alegría. Y no tanto por un regordeo en los aspectos negativos —mi miserabilidad tiene sus límites—, sino porque me ha permitido asumiros como imperfectos humanos y aceptaros mejor: me ayudó a saberos como erais para quereros de forma más cercana.
Todos llevamos dentro, como el protagonista de la serie Dexter, “un oscuro pasajero”. También yo; también vosotros. A veces es tan oscuro que ni siquiera nosotros mismos lo percibimos con un mínimo de definición. Pero mantenerlo oculto no es mentir, es ley de vida, ya que incluso para cada uno de nosotros queda, generalmente, en la sombra.
A veces los demás tenéis una luz especial que os permite verlo mejor que a nosotros mismos. E intentáis comunicárnoslo. Pero solemos negarnos a aceptarlo y nos defendemos sintiéndonos incomprendidos. Es en esos momentos cuando sólo el cariño —y una sensación de que “tal vez...”— salva la relación. 
Lamento haber sido desconsiderado, e incluso desagradecido, en esos momentos en que iluminasteis mi lado oscuro; y os pido disculpas por las veces en que aún lo seré.
Ciertamente, ese oscuro pasajero limita nuestra verdad última, nuestra sinceridad, nuestra amistad. Pero es sólo eso, un límite, una línea que define y concreta nuestro sentimiento.
Hoy, mientras oigo música de las épocas en que nos conocimos, pienso en cada uno de vosotros y agradezco el haberos encontrado. Esta es mi pequeña verdad de hoy, que comparto, aún sabiendo que seguramente no os llegará nunca.
Siempre vuestro 
El Mayor de la Juanita



P.S. No me he referido aquí a la familia; he evitado hablar de hermanos, o de padres, pongamos por caso. No ha sido por olvido o por desidia, sino porque pertenecen a un mundo aparte. Ellos pueden compadecerse de ti y representar que son engañados, pero lo hacen por educación y con cariño: te conocen de haber compartido hogar, saben de tus miedos, de tus pequeñas grandezas, de tus enormes mezquindades, de tus ambiciones y de tus miserias. Te han vivido día a día, a veces desde tu infancia, cuando aún no habías aprendido a mentir con un mínimo de estilo y rotundidad. Te han sorprendido tantas veces en trampas, renuncios o arrebatos que es difícil, por ello, engañarlos. 
Aunque a veces, como digo, disimulen y vivan como engañados. 
He podido, en más de una ocasión, comprobarlo fehacientemente.
Pueden, incluso, ayudarte a engañarte si creen, generalmente desde su amor —que hay muchos sentimientos en la viña del Señor—, que es lo que necesitas en ese momento para seguir en la brecha, para aguantar el tipo en  cualquier trinchera.
Se trata de uno de los juegos más hermosos, que sólo se destapa cuando alguien levanta por fin las cartas y las de todos quedan al descubierto: Yo deseo engañarme, lo necesito, así que intento engañarte a ti para creerme a mí; tú, que sabes cómo soy, intentas, a tu vez, engañarme haciéndome creer que te estoy engañando. Y así, sabiendo ambos la verdad, jugamos a explicarnos que nos queremos sin pronunciar nunca la expresión “te quiero”. Pero esto es otra historia (y aquí de nuevo, casi sin darme cuenta, vuelvo a loar a la mentira).
Por cierto, entre los territorios de la amistad y la familia hay una “tierra de nadie”, una “terra incognita” tormentosa, fértil y delicada. Y a veces algunos, algunas, habéis caminado también por sus senderos. Pero eso es ya otra historia.