miércoles, 3 de febrero de 2010

CAFÉ (2 de 5): LITERATURIZACIÓN DE LO VULGAR



    – ¡Aquí está! ¡Auténtico café kalderash, negro como la   
       venganza, fuerte como la muerte, dulce como el amor!

Robertson Davies. Ángeles rebeldes


Cada cual es cada cual, y a mí me encanta la literatura, entendida como esa afición a complicar innecesariamente las cosas, a buscar embellecerlas inútilmente, y a elucubrar explicaciones posiblemente irreales y que no vienen a cuento, pero que me permiten buscar y hasta encontrarme un poco más de tanto en tanto. Por eso, alguna vez, como ahora, me siento al teclado y escribo. 
Lo cotidiano es ya una categoría moral, una metafísica de la vida. Lo vulgar, en cambio, parece ser sólo la imagen de la cotidianidad reflejada el espejo de la cutrez. Lo cotidiano siempre puede tener un halo de grandeza; en cambio lo vulgar, como su propio nombre indica, parece condenado a la marginación, cuando no al ostracismo. 
Pues bien, hoy quiero reivindicar ese ser vulgar, no avergonzarme de recordarme vulgar, aceptarme a gusto incluso en la necedad más evidente, y luchar por mostrarme que se puede poetizar cualquier asunto: que la poesía no está en las cosas, como proponen unos; ni en las palabras con que las describimos, como sugieren otros; sino en la perspectiva vital que nos permite verlas de una manera y expresarlas tal y como las vemos. Repensar unos cafés que no fueron ni negro, ni fuertes, ni dulces.

Escarceos y abandonos
A mí el café nunca me ha dicho mucho, la verdad. Quizás porque empecé con la literatura equivocada: me decanté por el Oriente más extremo y me aficioné primero al té. Todavía conservo en casa una edición preciosa del clásico de Okakura Kakuzo y, aunque el ceremonioso té y los aguerridos niños presentan grandes incompatibilidades, aún siguen conmigo mi vieja tetera artesana de barro negro y alguna lata de Lapsan Souchong o Earl Grey.
Pero los años, de nuevo a Dios le sean dadas las gracias, no pasan en vano. Y a ello voy.
Mi primera referencia sobre el café está ¿como no va estar ahí? en mi infancia. En casa, por aquello de ser pobres, no se tomaba nada y, puestos a tomar algo, se conformaban con un simple tazón de achicoria. Con azúcar, eso sí, con mucho azúcar. 
Contaba mi madre alegremente que una vieja del barrio, presionada tras la guerra por el mito del sabor del café y una vecina pesada, un día hizo un esfuerzo económico, compró un poco de molido –cuando yo era pequeño, la venta al menudeo era la norma–, y se preparó uno. Y cuando lo probó dicen que echó pestes. La vecina que la había inducido a tamaño gasto, cuando se le quejó, le dijo: “¡pero Eulalia,  mujer, si es que hay que ponerle azúcar!”. Y la tía Eulalia le respondió: “¡joder, los cagallones, con azúcar, seguro que también están buenos!”. Y era cierto: la mierda de caballo, con la cantidad de edulcorante apropiada, seguro que también sabe bien. Y con esta filosofía se siguió tomando achicoria en casa, que era más asequible: y es que con azúcar puede acabar tomándose cualquier cosa.
Luego, cuando aprendí en mi primera juventud que el café de verdad no era el que hacía mi madre en casa, sino el que servían en los bares, lo dejé de lado, porque en mi pequeña ciudad, por el mismo precio, y en el mismo lugar, ofrecían unas maravillosas cañas de cerveza acompañadas, además, de unas fantásticas tapas.
Luego vino lo del té, y aunque algún amigo tuve que intentó inducirme al vicio de la cafeína, las malas influencias de las lecturas orientalistas que antes he comentado (¡si hasta llegué a hacer yoga!) me derivaron a otros lares. Cierto, tuve algún escarceo intelectual con el sufismo y eso marca, pero fue un puro barniz. 
Luego, malas compañías y ciertas novelas de espionaje de serie B nada que ver con las que protagonizaba mi entrañable Smiley– me indujeron de nuevo al consumo de esta sustancia, pero fue de nuevo un fracaso: Un día, viviendo ya en la Gran Ciudad y sintiéndome importante, entré en un buen café, me acomodé como si fuera un señor –aunque sabía que era muy difícil engañar a un camarero avezado– y pedí, como si entendiera de qué iba la cosa, que me sirviera un Jamaica Blue Mountain (no quise añadir Wallendorf, porque me pareció excesivo). Mi única referencia de este tipo de café, hasta ese momento, era la información del colega que me lo recomendó como el mejor café del mundo y añadió, como para añadir énfasis a la información: “Es el café que tomaba Bond, James Bond”. 
Pues bien, dejando de lado el detalle de que yo no me parecía al señor Bond, debió de ser que mi olfato no era el adecuado, mi paladar todavía no estaba educado, o quizás carecía del sibaritismo necesario para la degustación de un buen café, pero el caso es que, salvo por el precio, no me pareció nada extraordinario. O quizás es que, por mor de la pureza del sabor, no me atreví a ponerle azúcar, y el inconsciente familiar no perdona según qué traiciones.
Y así abandoné la idea de aficionarme seriamente al café. Aunque seguí tonteando con el tema sin valorar la que se me venía encima. Había ido abrazando poco a poco, casi sin darme cuenta, la vulgaridad más rampante. Empezaba a aficionarme al soluble con una nube de leche.

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