martes, 7 de diciembre de 2010

PALABRAS EN DESUSO: ALCUCILLA


Ayer murió Ching Ling Soo. Ayer la guerra civil terminó para siempre en este pueblo. Ayer murió aquí el Sr. Lincoln, y también el general Lee y el general Grant y otros cien mil que miraban al norte o al sur. Y ayer a la tarde, en casa del coronel Freeleigh, una manada de búfalos tan grande como todo Green Town, Illinois, cayó por un precipicio hacia la nada. Ayer una gran cantidad de polvo se sentó para siempre. En ese momento no me di cuenta. ¡Es terrible Tom, terrible! ¿Qué vamos a hacer sin esos búfalos? ¿Qué vamos a hacer sin esos soldados y esos generales Lee y Grant y Honest Abe? ¿Qué vamos a hacer sin Ching Ling Soo? Nunca imaginé que tantos pudiesen morir tan rápidamente, Tom. Pero así es. ¡Así es!
                               Ray Bradbury: El vino del estío


Unos niños juegan un verano de 1929 por las calles de un pequeño pueblo de Illinois. En uno de esos juegos descubren la casa de un anciano, entran, le preguntan, lo escuchan. Él les cuenta cosas de su juventud, de la guerra civil, de las luchas con los indios. Y es así como el protagonista, Douglas Spaulding, descubre que en aquel hombre vive un mundo entero; un mundo que está allí, vivo, pero que él no pudo conocer antes porque la última fuente de acceso directo era aquel anciano que de joven fue el coronel Freeleigh. El día que se entera de que el coronel acaba de morir, Douglas toma conciencia de lo que puede contener una vida, de lo que se pierde cuando desaparece un hombre. Y es lo que le cuenta, triste y asombrado, a Tom, su hermano pequeño.
Alcucilla
La palabra “alcucilla” no está en el diccionario de la RAE. ¡Maldita sea! 
Aparece “alcuza”, que no sería sino un simple sinónimo de “aceitera”: recipiente metálico de vidrio o lata que se utiliza para servir aceite. Vaya mierda de diccionario.
Yo sé qué era una alcucilla; y qué forma tenía; y para qué servía. Y que hoy ya no exista la palabra no significa ni más ni menos que una parte de mi mundo se va muriendo poco a poco, y una parte de mí con él. 
La Academia de la Lengua, por muy Real que sea, me está empezando a cabrear. Admiten en su diccionario oficial auténticas memeces con el lustre de la modernidad —“cheli”, pongamos por caso— y, en cambio, desprecian conceptos tan interesantes y con un significado tan profundo como “serendipidad” o evitan vocablos tan sentidos como “alcucilla”. Un día de estos voy a tener que decirles cuatro cosas.
Me duele que no esté “alcucilla”. Y es que hubo una época en que me sentí próximo a Douglas Spaulding y hoy me siento más cercano a un coronel Freeligh cualquiera.
Pero voy demasiado deprisa. Me disperso. Empezaré describiendo qué era una alcucilla: un recipiente semiesférico de lata con un tubo largo en el centro, delgado y ligeramente cónico, por donde salía el aceite de engrasar gota a gota. En casa estaba siempre cerca de la máquina de coser. Y servía para mantenerla a punto.
Cambios de paradigma: de la Singer al teléfono móvil
En casa había una máquina de coser Singer, pesada, negra y con preciosas letras y hojas de acanto doradas. Hubo, después, algunas más modernas, con mejor diseño, ligeras y coloridas, pero ninguna duró tanto ni trabajó tan duro y tan bien como aquella Singer fabricada en Estados Unidos Dios sabe cuándo. 
A veces he pensado en ella como paradigma, como representación de un estilo no sólo de trabajo, sino también de vida. Alguna vez la vi por dentro: cientos de engranajes brillantes y pulidos, pequeñas ruedas dentadas ajustadas con precisión micromética; transmisiones que eran casi pura poesía hecha de acero en vez de con palabras. 
En ella, mover los pies llevando el ritmo adecuado era una actividad casi erótica; observar el rodar de la rueda grande que transmitía y multiplicaba el giro en la pequeña, casi un ejercicio de meditación trascendental; escuchar el murmullo acompasado de todas las piezas trabajando al unísono y perfectamente coordinadas, algo parecido a una sinfonía mecánica. No exagero. Yo, que soy de letras, sentía auténtico respeto y admiración por aquella máquina de coser.
Era el ejemplo vivo de un diseño hecho para durar más de una vida, de un trabajo realizado para llegar por la noche a casa y dormir, ufano de ser uno de los obreros que la montaba; cuando el vendedor te la ofrecía no tenía pudor de decir el precio: sabía que sabías que era justo y que si no la comprabas era simplemente porque no podías, no porque pensaras que te estaba engañando.
Era una máquina que generaba orgullo desde el principio hasta el final de su vida. Orgullo en sus diseñadores, en los que organizaban la cadena de montaje, del primero al último de los obreros que construían cualquiera de sus piezas, del vendedor que la llevaba en el catálogo, del sastre que la adquiría para tirar adelante ese proyecto de no menos vital que era su pequeño taller. La palabra clave que lo explicaba todo era: perdurar. Se confiaba en ella, se compraba como se compraban antes las cosas: para siempre.
Hoy hay otro paradigma, otro contexto laboral y vital determinado por el consumismo. Hoy, la palabra que define la mayor parte de las cosas es: perentorio. Da igual que se trate de  un ordenador que de un matrimonio: las cosas parecen estar hechas para disfrutar el momento, esperar a que queden obsoletas, cuanto antes mejor, y poder adquirir así otras nuevas para disfrutar no la cosa en sí, sea un portátil o una nueva esposa, sino la fugaz esencia de la novedad. 
Hoy se construye sólo para ahora mismo; se compra un teléfono móvil sabiendo que dentro de una semana estará superado: habrá salido uno nuevo que tendrá una cámara con más megapíxels, GPS, acceso a internet más rápido, posibilidades inútiles pero no por ello menos atractivas para aquellas mentes cuyo deseo primordial es seguir comprando las cosas que desean; mentes de individuos —no sé si de personas— cuyo único cometido en la vida parece ser “estar a la última” y tener lo que el vecino todavía no tiene... al menos de momento.
Incluso se fabrica con materiales altamente perecederos porque, ademas de abaratar costes ¿qué sentido tendría hacer cualquier cosa con buenos materiales cuando va a haber que tirarla al cabo de poco tiempo?
Nadie fabrica ya máquinas como la Singer. Nadie construye ciudades pensando en dentro de cien años. Ese es el mundo en que se desconoce al investigador que, tras años de trabajo, descubre una nueva vacuna, mientras las masas admiran a los concursantes de la última edición de Gran Hermano; es la sociedad que ignora a las personas que se sacrifican por los demás y famosea al tiempo a los políticos más ramplones e inútiles, a cantantes que no cantan o a aquellos que tienen el inmenso honor de hacer cualquier jilipoyez que los haga acreedores a figurar en el Libro Guinnes de los Records del año en curso. 
Por eso no es de extrañar que la RAE no tenga en su diccionario la palabra alcucilla, el concepto que define aquel pequeño artilugio metálico que contenía el aceite especial con que mi padre, con auténtica devoción, engrasaba los suaves y delicados engranajes de su Singer para después poner los pies en el pedal, hacer girar la rueda y, mientras oía de nuevo el sonido  armonioso y dulce, empujar la tela de los pantalones que formaban parte del sustento de una familia construida también para durar... aunque a veces los engranajes chirriaran, y no hubiera alcucilla ni aceite para suavizar aquellos roces.
Un día nos moriremos todos. Y con nosotros desaparecerá la palabra alcucilla, como desaparecieron las viejas Singer, o los indios y los búfalos cuando dejó esta vida el coronel Freeligh. Me pregunto si habrá algún Douglas Spaulding que se dé cuenta, que tome conciencia... o si estarán todos pendientes del nuevo modelo de teléfono móvil que se anuncia para la nueva temporada.



P.S. Mentiría si no reconociera que me pierden ciertos gadgets electrónicos y que este blog no lo escribo con una Montblanc, sino con el teclado de mi iMac. Así que, sin darme cuenta, he vuelto a caer en el maldito dualismo que criticaba en el post anterior ¿por qué me cuesta tanto superar viejos vicios, superar clichés ya desfasados, empezar desde ese ahora que ahora critico? 
Sin duda alguna: he de encontrar la opción C también para este asunto. Así no puedo seguir.

domingo, 5 de diciembre de 2010

LA OPCIÓN C


Los tiempos cambian, los niños crecen y los mayores envejecemos. Los años no pasan en balde, las tecnologías no cambian en vano. En casa, por ejemplo, he pasado de ser el hombre que lo sabía casi todo al tipo que tiene que recurrir al badanas de su hijo mayor cada vez que se le cuelga el reuter, le falla el mando de la tele, no le arranca el ordenador o se enreda en cualquier complicación estúpida con cualquiera de los variados artilugios electrónicos que pueblan el universo hogareño... y que parecen confabularse contra uno cada vez que aprieta un botón.
Así que no es cosa de desaprovechar las oportunidades —reales o imaginadas— de hacer de nuevo un rato de padre, de ser el que todavía sabe alguna cosa, aunque sea de letras.
La falacia de los planteamientos dualistas
Nos han engañado durante toda la vida. Nos han mentido haciéndonos creer que sólo existen dos opciones y, como mucho, opciones intermedias entre ambos extremos. 
Lo positivo y lo negativo, la noche y el día, el calor y el frío, lo blanco y lo negro, lo bueno y lo malo, las derechas y las izquierdas... Estamos encerrados, sin saberlo, en un universo dual donde, o estás del lado de acá, o del de allá; o conmigo, o contra mí. Y en el que, idealmente, ha de triunfar la Moderación: esa suerte de equilibrio siempre tan defendida e incomprendida en su auténtico significado, colocada en un hipotético Centro, magnificada en su función de políticamente correcta: el gris y lo templado como fundamentos de lo educado y lo cortés.
A poco que pensemos, sin embargo, nos damos cuenta de que las cosas no son, no pueden ser, así: además del blanco, el negro, y la infinita gama de grises intermedios, también andan por ahí el rojo, el azul, el amarillo, y sus no menos múltiples combinaciones. En el Toledo medieval no sólo se podía ser cristiano o musulmán, también cabía el ser judío; uno puede ser liberal y estar en contra tanto del fascismo como del comunismo. Expresado de otro modo: aunque algunos se empeñen en lo contrario, hay opciones fuera de la dualidad a la que intentan someternos desde la escuela a los medios de comunicación.
Viendo una serie en familia
The big-bang theory es una serie que solemos ver en familia. 
Cuenta las andanzas de un grupo de jóvenes, ingenieros y físicos, inteligentísimos para los libros pero poco menos que inútiles para la vida cotidiana y, junto a ellos, una joven llamada Penny, que trabaja de camarera, inculta, encantadora, práctica, ... y guapa. 
Uno de ellos, Leonard —en el póster a la derecha—, ha conseguido ligársela y comparte su vida con ella, de un lado, y con su compañero de piso, Sheldon —el de la izquierda—, por otro. Cabe señalar que el tal amigo es la persona más encantadoramente repelente que uno puede encontrarse. Luego hay otros dos protagonistas, pero ahora no vienen al caso.
En el capítulo del otro día, se celebraba el día de San Valentín. A Leonard lo habían invitado a ir a Suiza a ver algo así como un acelerador de partículas y le dijeron que podía llevar una persona invitada. El tío hace sus cálculos y se las promete felices invitando a Penny —recuérdese, es su chica y será San Valentín— ya que, aunque absolutamente ignorante de las implicaciones tecnológicas y científicas del evento, están enamorados, se desean, y esperan disfrutar juntos de otros aspectos de viaje como el esquí, la comida, el chocolate, la cama del hotel y todas esas cosas. Pero cuando, ingenuamente, comenta con sus amigos esa invitación y el tema del acompañante, su compañero de piso, Sheldon, da por supuesto que lo llevará a él, ya que es su amigo, un físico teórico prestigioso, y lleva años esperando una oportunidad como ésta.
Luego viene el enredo: Leonard le dice que llevará a Penny, Sheldon intenta boicotear el viaje convenciendo a Penny de que no vaya, y la historia tiene un final divertido, e incluso feliz, aunque no para Leonard, ni para Sheldon ni para Penny.
De cómo hacer de padre proponiendo preguntas
Mientras veo el capítulo, mi cabeza gira alrededor de ideas como la paradoja, el concepto de “opción alternativa” o la dictadura de las dualidades, así que, en cuanto acaba, me planteo tener con mi hijo un debate y le pregunto: Oye, ¿y tú cuál crees que habría sido la opción más correcta de Leonard? 
Él, por lo que deduzco, interpreta que le estoy preguntando si encuentra más ético invitar a Penny, que es su novia pero una inepta para entender el acelerador de partículas, o a Sheldon, un tío impertinente pero amigo y  compañero de piso, que logrará así completar uno de los sueños de su vida.
Finalmente me da su respuesta: “No lo sé; llevarse al amigo”, pero no lo afirma con rotundidad. Es como si quedara una sombra de duda en su decisión.
Entonces le explico algunas ideas sobre las limitaciones de las opciones duales: verás —le digo—, hay veces en que, cuando nos dan aparentemente dos alternativas, y ambas son desagradables de tomar, el método más eficaz para solucionar el problema es buscar una tercera, a la que llamaremos opción C
Y sigo: Hay ocasiones en la vida en que te encuentras con un dilema con dos posibles opciones, ambas desagradables: una de ellas, la que crees que deberías elegir, no te satisface; la otra, aquella por la que realmente deseas optar, no te parece la apropiada. Es la base de la paradoja: hagas lo que hagas, te equivocarás. Elijas la que elijas, tarde o temprano sentirás una terrible frustración porque pensarás que lo has hecho fatal.
Entonces, una forma creativa de enfrentar el dilema es buscar una opción alternativa, romper con la imposición de que se ha de elegir o A o B. Se escoge C, que es la propuesta que, en principio, ni aparece como opción.
Y tú, ¿qué crees, entonces, que debería haber hecho?
Y le contesto: Lo que yo llamo opción C no es sólo una opción, sino un variado y diverso grupo de opciones que sólo tienen en común no ser ni A ni B. Por ejemplo, una de ellas hubiera sido prever lo que iba a suceder y, en consecuencia, callarse como un puta, llevarse a Penny sin avisar, pasárselo de órdago en Suiza con ella y luego, a la vuelta, contarles alegremente a la pandilla la aventura. Por supuesto, tendría que enfrentarse a las consecuencias de la manera más elegante posible, pero sin que nadie pudiera ya quitarle lo bailado.
¿Y así soluciona el problema? me pregunta.
Sí y no, le contesto; o mejor dicho, no y sí. No, porque, en principio, seguirá sintiéndose culpable de no haber llevado a su amigo; sí, porque, si ha sido capaz de visualizar esta solución significa que no está preso de la dualidad y, por tanto, ciertos componentes del sentido de culpa han desparecido previamente. Lo cual es un éxito.
Al final sonreímos los dos.
Entre tanto, y mientras estoy exponiendo la respuesta verbalmente, mi cerebro trabaja en la trastienda. Me voy dando cuenta de que acabo de sacar a colación nada menos que la función del sentido de culpa en el mantenimiento del orden establecido. Así que agradezco que la cosa se quede ahí y que no tenga mucho interés en que profundicemos en el tema. 
Llegado aquí me doy cuenta de que he abierto un melón que se me puede indigestar. Es difícil ser padre. Pero, sin darme cuenta, he encontrado una solución —¿una nueva opción C?— a otro aspecto de mi vida: a partir de ahora seguirá pareciéndome complicado arreglar un ordenador, volver a conectar el reuter o manejar de forma eficiente un mando a distancia. Pero me quedaré más tranquilo. Sé que, comparado con ser un padre medianamente aceptable, entender la lógica de todos esos artilugios no pasa de ser un juego de niños. 

viernes, 26 de noviembre de 2010

FENDETESTAS, EL BANDIDO DE LA FRAGA DE CECEBRE



La fraga es un ser hecho de muchos seres (¿No son también seres nuestras células?) Esa vaga emoción, ese afán de volver la cabeza, esa tentación —tantas veces obedecida— de detenernos a escuchar no sabemos qué, cuando cruzamos entre su luz verdosa, nacen de que el alma de la fraga nos ha envuelto y roza nuestra alma, tan suave, tan levemente com el humo puede rozar el aire al subir, y lo que en nosotros hay de primitivo, de ligado a una vida ancestral ya olvidada, lo que hay de animal encorvado, lo que hay de raíz de árbol, lo que hay de rama y de flor y de fruto, y de araña que acecha y de insecto que escapa del monstruoso enemigo tropezando con la tierra, lo que hay de tierra misma, tan viejo, tan oculto, se remueve y se asoma porque oye un idioma que él habló alguna vez y siente que es la llamada de lo fraterno, de una escena común a todas las vidas.
—¡Espera —nos pide—; déjame escuchar aún, y entenderé!
   Wenceslao Fernández Flórez. El bosque animado (1943)

Lamento el desorden expositivo. No es más que el reflejo del desorden mental que me somete en estas semanas. No sé si se pasará, ni cuándo, ni si lo que venga será mejor. De momento, es lo que hay, y así es como lo acepto.

Remembranzas 
El bosque animado es una de esas novelas que se leen y se quedan, que te hacen añorar paisajes que todavía no has visto y que, cuando finalmente los paseas, te acarician el alma y sientes que es como si hubieras vivido mucho tiempo allí. 
Mucho después de leerla he visto, en un par de ocasiones, la película que sobre este libro realizó José Luis Cuerda. La novela es más intensa, pero la película es preciosa, y Alfredo Landa borda el papel del bandido que transita ese bosque animado —poblado de ánimas, literalmente— que es la fraga de Cecebre: Fendetestas. 
Por razones que luego aclararé, hace unos días, en un arrebato, volví a leer, casi de un tirón, el libro.

En busca de un Ribeiro que no llegué a encontrar
La otra tarde pasé por la bodega de siempre. No iba a buscar por buscar, ni a dejarme aconsejar por entendidos, ni a probar algo nuevo. 
Iba a por una botella de Sanclodio, un Ribeiro do Avia blanco que combina uvas treixadura, torrontés, loureira, albariño y godello. Como quien no quiere la cosa. Diversos entendidos lo califican con una nota no más alta de 7,6 en la relación calidad/precio, pero a mí eso me era indiferente. Yo quería ese vino para acompañar a unas sepias, unas gambas, o ambas cosas.
No lo encontré, y lo lamento.
El motivo de ese afán tenía que ver con la novela de Fernández Flórez —yo soy así, en el origen de muchas de mis decisiones suele anidar un estúpido espíritu poético, cuando no el simple absurdo—. En ella, Geraldo, el pocero con una pierna de palo inútilmente enamorado de la bella Hermelinda, muere. Y antes de dejar este mundo le es concedido, como a todos los pobres, gozar de aquellos placeres y conseguir aquellos deseos a los que nunca tuvo acceso en su mísera vida. Y uno de ellos es beber un vaso de ese néctar “tan difícil de hallar en las tabernas: un vino del Ribero de Avia auténtico, con su sabor fresco y su color levemente morado”.
Reconozco que la definición me encendió. Así que busqué información sobre estos caldos y encontré una curiosa historia: José Luis Cuerda, tras hacer la película citada, quedó tan prendado de la historia, del paisaje, o de ambos, que terminó comprando una propiedad del siglo XVI en Leiro y montando una bodega para hacer vino de Ribeiro do Avia. El blanco que se produce de esa propiedad es el Sanclodio que yo buscaba. Y que no encontré.
Las razones del arrebato: el bandido Fendetestas
A veces, después de publicar algo, me queda una vaga sensación de desasosiego. No suelo darle importancia, pero, de persistir, vuelvo a releer lo escrito e intento averiguar qué me intranquiliza de esa manera.
Me pasó hace unos días, cuando publiqué la entrada sobre el Pernales. Y al volver a leerla supe por qué: faltaba algo importante. Se echaba en falta una visión alternativa sobre los pobres que no implicara sólo el resentimiento; una mirada más poética sobre el vivir con poco que no significara envidiar ni odiar a nadie, ni justificar lo injustificable. Y fue entonces que me acordé de otro bandolero, humano y casi amable, al tiempo sencillo y profundo: Xan de Malvis, conocido como Fendetestas, que solía “trabajar” en la fraga de Cecebre.
Que el Pernales fuera real carece de importancia: para mí fue un mito transmitido oralmente por mi tío Pedro. Que Fendetestas sea un personaje de ficción tampoco importa: es uno de esos mitos con los que he ido construyendo, golpe a golpe, ese imaginario personal en que a veces descanso de las realidades cotidianas.
Fendetestas —que significa el hiende cabezas— había sido un jornalero pobre que se tiró al monte —en este caso a la fraga— con un pistolón como forma de probar fortuna, como otros marcan a América o juegan a la lotería. 
Este salteador de caminos tenía dos ideales, y ninguno de ellos era se un héroe, ni buscar culpables de su sino, ni robar a los ricos para dar a los pobres, ni convertirse en el brazo armando de la justicia social.
Uno era retirarse cuando tuviera dinero suficiente para coger uno de los trenes que va hacia León y allí comprar un trozo de tierra y una yunta tirada por dos bueyes gordos. Y trabajar duro, pero en una tierra que fuera suya, para vivir como buenamente Dios le permitiera.
El otro era robarle al cura. Una ilusión, según cuentan, compartida con todos los ladrones gallegos: “No hubo ni hay en el campo gallego un sólo ladrón que no haya robado a un cura o soñado en robarle. Es un tópico de la profesión. Puede ocurrir —y hasta es frecuente— que los curas sean más pobres que los mismos labriegos, pero esto no librará a sus casas del asalto. Se ignora el espejismo o la voluptuosidad que incita a los ladrones a preferir estas empresas —acaso una reminiscencia de los tiempos del clero poderoso y feudal—, pero puede afirmarse que si desaparecieran súbitamente de Galicia todos los curas, todos los ladrones se encontrarían desconcertados y con la aprensión angustiosa de que se había acabado su misión en las aldeas”.
Su vida de bandido estuvo jalonada de pequeños encuentros: un viajero al que atracó llegó a convencerlo para repartir el botín; cuando encontró el duro que Pilara —la hija de 12 años de Marica de Frame— había perdido al atravesar la fraga, acabó devolviéndoselo, incapaz de enfrentarse a la insistencia de la niña; tuvo que convencer a Fiz Cotovelo, un alma en pena que también transitaba esos lugares, para que siguiera a la Santa Compaña a ver si lo acercaba a América, porque con tanto susto a los transeúntes, le estaban menguando los clientes; y, como colofón, el detalle del intento de robo en la casa del cura de Cerbere.
Porque un día ve que el reverendo sale de viaje y entiende que ha llegado el momento de realizar uno de sus sueños y, si hay suerte, hasta los dos; en la casa del sacerdote casa sólo quedan el ama y un hermano comerciante que vino de la ciudad a pasar unos días. Esa noche se acerca cauteloso, bien programado el asalto y, en el último momento, su plan se viene abajo: la vaca del señor cura está de parto y la inútil del ama y el todavía más inútil del hermano no saben qué hacer y están a punto de desgraciar al tiempo al animal y a la cría. Él los observa por la puerta semiabierta del establo y, en vez de aprovechar la situación para robar, se queda embobado mirando un animal tan admirable y sufriendo por ella y el futuro becerro. Finalmente, su alma de campesino, más profunda que la recién estrenada de ladrón, triunfa: incapaz de contenerse, entra, los pone a un lado sin dar muchas explicaciones y consigue que el parto sea un éxito. 
Acaba volviendo a su refugio en la fraga de madrugada, sin haber conseguido robar absolutamente nada, profundamente satisfecho de su hazaña y gozando del cigarro que, como premio por su meritoria acción, le ha dado el hermano del señor cura.
La comida de mañana
Finalicé el libro. Me emocioné con sus personajes, la mayor parte de ellos pobres. Recordé a personas que acompañaron mi infancia, generalmente humildes, honradas —y, en ocasiones, extraordinarias—, tan parecidas a ellos en tantas cosas. Me fui a buscar el vino donde voy siempre a buscar vino. Compré el que pude. 
Mañana pensaba ir hasta el Montseny para pasear por una hayedo vestido de otoño, a falta de poder deambular por una fraga. En cualquier caso, tengo previsto comer una parrillada de frutos de mar acompañada con un vino blanco fresco que, desgraciadamente, no será un Sanclodio. Y, si todo sale bien, olvidar después mi desorden mental durante un rato con una buena siesta.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

ORDESA, 2. RECETARIO: JUDÍAS IRRESPONSABLES


Por fin volvimos a Ordesa en otoño.
Hacía ya casi veinte años que no regresábamos por estas fechas a aquellos paisajes. La última vez fue, lo recuerdo, para Todos los Santos, y la gama de colores que va del amarillo al anaranjado estaba en pleno apogeo. 
Esta vez, con quince días de antelación, el otoño aún no se había enseñoreado del paisaje, pero los valles de Ordesa y de Bujaruelo estaban exultantes. Llovió, pero no nos importó demasiado. Íbamos sin prisa, a pasear, sin metas que conseguir y sin necesidad de competir con nadie, ni siquiera con nosotros mismos. Nos deteníamos a observar la innumerable variedad de setas junto a los caminos o en los troncos, a localizar un pájaro que cantaba entre las ramas, a fotografiar bayas rojas, hojas de roble o una amanita muscaria solitaria. A perdernos por algún pueblo apartado con curiosas chimeneas.

En el fondo de un hayedo, y por sorpresa, nos topamos con unos cuantos níscalos. Y completé una de esas recetas a la que dado en llamar “judías irresponsables”, ya que hace falta pasar un poco de todo para planteárselas, ejecutarlas y echárselas para dentro. Sobre todo para quien padezca uno de esos males tan sociales y populares como el colesterol, la tensión alta o similares.
La receta base
Unas buenas judías requieren, sobre todo, buenas judías. Podría decirse que esto es una perogrullada, pero no todo es tan obvio como parece. Ahora son todas de cocción rápida y ya no hace falta dejarlas al menos doce horas en remojo ni necesitan tres horas de fuego lento para estar a punto; más comodidad, sí, pero echo en falta el sabor y la textura de las de antes. Esta vez lo hice mal, lo reconozco. Las judías no eran las que debieran. Tengo una excusa: hace tiempo que no las encuentro en ningún sitio.
La forma de elaborarlas es de lo más común: se sofríe cebolla al gusto y un par de dientes de ajos, todo muy picado; cuando está a punto se le añade una pizca de pimentón dulce y, una vez que todo ha cogido color, un par de cucharadas de harina para espesar el caldo. Luego se añaden el agua, poco a poco, para diluir la mezcla previa; las judías que han estado ya en remojo; un par o tres de hojas de laurel y una cabeza de ajos cruda y entera, a la que se le ha quitado simplemente la capa exterior.
Cuando echa a hervir, se le añade sal al gusto y si se desea alguna hierba como tomillo, pero que apenas se note.
Entre tanto, aparte, se fríen ligeramente unos chorizos para que suelten un poco la grasa y, en otra olla, se hierve durante un buen rato el forro de cabeza de cerdo para que suelte las impurezas.
Después se añade el cerdo a la cazuela y a esperar que todo se fecunde.
Estas judías están mejor una vez asentadas, así que las guardé para llevárnoslas y comerlas una tarde, a la vuelta de la excursión.
Otra comida que, en principio, era otra comida
Mi mujer, por su parte, había preparado también en casa un conejo en salsa. No sé cómo lo hizo, pero estaba magnífico. Nos lo comimos alegremente pero, moderados como somos, dejamos un plato de salsa sin acabar.
(No, no fuimos a Ordesa a comer, fuimos a pasear por los bosques, pero no sólo de bellos paisajes vive el hombre)
La combinación final, que no fatal
Tenía, de un lado, un plato de judías que había sobrado; de otro, el resto de la salsa del conejo; unos cuantos níscalos de la tarde anterior, y un hambre atroz después de recorrer el valle de Bujaruelo. La cosa estaba cantada. 
Puse a calentar las judías, les añadí la salsa de conejo y, cuando estaban casi a punto, los níscalos fritos. Vuelta y vuelta y... ¡voilá! la receta en su sitio. 
Lo reconozco, fui un poco irresponsable: me puse como el Tenazas. 
Se hacía de noche. Fuera llovía. Pensé: los demás que piensen lo que quieran: la vida es esto.

sábado, 16 de octubre de 2010

ORDESA, 1. DEL MITO DEL BANDIDO GENEROSO


La cebolla es escarcha 
cerrada y pobre. 
Escarcha de tus días 
y de mis noches. 
Hambre y cebolla, 
hielo negro y escarcha 
grande y redonda. 
En la cuna del hambre 
mi niño estaba. 
Con sangre de cebolla 
se amamantaba. 
Pero tu sangre, 
escarchada de azúcar, 
cebolla y hambre. 

Miguel Hernández. Fragmentos de “Nanas de la cebolla”
(dedicado a su segundo hijo, en 1939)
1. Abizanda
Subiendo hacia Ordesa, poco después del pasar el embalse del Grado y antes de llegar a Ainsa, se encuentra Abizanda, un pequeño pueblo que sorprende por la silueta doble de una torre defensiva al lado de la de la iglesia. La torre, cuentan las crónicas, la construyeron maestros lombardos en el siglo XI, para formar parte de un sistema defensivo desarrollado por Sancho el Mayor de Navarra.
El pueblo es pequeño y cuidado. Unos campesinos, a pesar de la fiesta, trabajan en una máquina que pela almendras. Unos niños los miran. De fuera no somos más de ocho personas. Mientras subimos hacia la torre, encuentro un cartel que anuncia un artesano del cuero llamado Pernales. Y ese simple nombre hace que me invadan viejos recuerdos olvidados. Está cerrado, así que me quedo sin saber si tiene algo que ver con mi pasado. 

2. Del resentimiento de los pobres
Los pobres de antes eran realmente pobres. Sobre todo los jornaleros, los campesinos sin tierra a los que cantó Miguel Hernández. En Aragón, las Castillas o Andalucía sufrían hambrunas periódicas, privaciones, calor y frío extremos, y miserias constantes. Oprimidos por los señoritos, ninguneados por los que eran sólo un poco menos pobres que ellos, despreciados por muchos, olvidados por una Iglesia que sólo predicaba la sumisión, y perseguidos cuando intentaban reclamar derechos o exigir justicia, su vida era una simple lucha por la supervivencia y el sentimiento más arraigado en ellos debió de ser, en muchas ocasiones, el resentimiento.
No el odio, sino el resentimiento. 
El odio es un sentimiento noble, casi de igual a igual, tantas veces cercano al amor. El resentimiento no: es la respuesta sentimental frente a la humillación y el desprecio, disimulados a veces con amables palabras. El odio puede llegar a estar, aunque no siempre lo esté, cerca de la grandeza; el resentimiento es pariente cercano de la mezquindad. 
Por lo que puedo recordar de algunas historias de vida oídas, hubo mucho resentimiento entre aquellos jornaleros que generó, en contadas ocasiones, poemas maravillosos y, más a menudo, deseos de venganza y revanchismo según unos, o de simple justicia según otros. 
Escuchando cómo vivían y morían no es difícil entender las revueltas anarquistas de principios del siglo XX o los desmanes de los primeros tiempos de la Guerra Civil. Absurdos e irracionales muchos de ellos, injustificados y contraproducentes otros tantos; pero necesarios a veces para vivir algo que pudiera confundirse, siquiera de lejos, con la equidad o con la dignidad.
3. El mito del bandido generoso
En ese contexto florecen los últimos ejemplos heroicos del mito del bandido generoso. El que quita a los ricos para dar a los pobres. El hombre que, cansado de aguantar, se libera de sus cadenas y decide imponer su propia ley; una ley terrible y con frecuencia asesina, pero más cercana a su idea de justicia y, sobre todo, representativa del deseo de venganza de sus viejos iguales, de esos que continúan sufriendo vejaciones, incapaces de levantarse, como él o con él, contra cualquier tipo de yugo.
No importa que sea un desalmado o un asesino, si colma los deseos de revancha de los oprimidos; no cuenta cuánto robe, siempre que sea a un rico y que reparta algo; se justifican los crímenes que cometa, siempre que los ejecutados sean “los otros”: los caciques que violan leyes y mujeres de los demás sin miedo a una justicia que controlan; los burgueses que explotan, y sus esposas preocupadas por la moda y los protocolos e incapaces de entender las necesidades de esas otras mujeres que sufren la miseria de sus hijos; esos curas cebados con diezmos y primicias arrancados de unos jornales que no llegan para malvivir. No importan si algunos de esos “otros” son buenos e incluso mejores que ellos. El resentimiento no suele hacer concesiones, ni admite salvedades, ni tiene miramientos.
Al bandolero se le protege, se le oculta, se le atiende cuando está herido, se le alimenta aún a costa de privaciones cuando lo necesita. O, simplemente, se le teme. 
Y cuando el bandido reparte algo, eso sabe a gloria. Cuando los pudientes, aterrorizados, lo maldicen, ellos lo ensalzan;  si la Guardia Civil o los militares fracasan en sus intentos de apresarlo, lo celebran. Los unos lo detestan; los otros componen canciones, tejen relatos, organizan mitos, construyen leyendas populares.
Yo, en casa de mi tío, en medio de caudalosos ríos de resentimiento, navegué más de una vez en esas balsas toscas y eficientes trenzadas de historias de bandidos generosos. Junto a anécdotas de una infancia maldita, una guerra terrible y una postguerra en cárceles franquistas, oí también fragmentos de las hazañas de Diego Corrientes o José María el Tempranillo. Y de otro, al parecer, más cercano; tanto que en alguna ocasión presentí que ese tío mío había viajado al pasado y lo había conocido personalmente: el Pernales.

5. Una anécdota sobre el Pernales
Las leyendas, las auténticas, no nacen de grandes gestas: se fraguan a partir de pequeños detalles. De las muchas historias que corrían sobre el Pernales a mí me contó mi tío sólo una, eso sí, una y otra vez. La transcribo:
Junto a una fuente hay un hombre sentado, comiendo. Tiene en la mano izquierda el pan y un trozo de chorizo; en la derecha, la navaja albaceteña con que corta parsimoniosamente trozos de uno y otro para ponerlos, ayudado por la hoja brillante, en su boca. Al lado descansa la bota de vino, más allá la chaqueta, la manta y, oculto bajo ellas, un bulto alargado.
De la espesura sale un embozado. Le apunta con una escopeta. Lo amenaza con quitarle la vida si no le da todo lo que lleva encima. Y, como para dar más peso a su exigencia, se identifica como el Pernales. 
El hombre de la fuente deja de comer, se levanta, se acerca a su chaqueta, toma una bolsa de dinero y se la entrega. Luego le mira a los ojos y le dice con mucha seriedad: toma lo que llevo y no me mates, pero no vuelvas a tomar nunca ese nombre. Y, ante la mirada sorprendida e inquisidora del asaltante le dice: Es el mío, y su uso sin mi permiso no se lo consiento ni a mi padre. 
El embozado tiene la escopeta en la mano, por llevar su cadáver sabe que obtendría una buena recompensa y la fama, pero es tal el respeto y el miedo que causa el Pernales entre los campesinos que se quita el embozo, arroja el arma, se arrodilla y le pide perdón y clemencia.
Le explica que es un pobre hombre, que su familia tiene hambre, que uno de sus hijos está enfermo y que tirarse al monte haciéndose pasar por él es la única solución que se le ha ocurrido para salir, aunque sólo sea momentáneamente, de su miseria.
El Pernales comparte con él la comida que lleva, le da su dinero y le desea suerte y que sane su hijo: sólo le exige que no vuelva a usar su nombre. Luego se levanta, recoge su chaqueta, su manta, y la carabina que tenía debajo y que hubiera podido utilizar cuando ha tomado la bolsa con las monedas, monta en su caballo y sigue su camino.
Así me lo contó mi tío en más de una ocasión. Con admiración y el espíritu en paz, como si se borraran en ese momento todas las injusticias padecidas. Y eso que nunca llegó a leer a Miguel Hernández, ni a conocer la verdadera historia de Francisco Ríos González, que así se llamó el salteador.
Así fue que me invadieron esos recuerdos el otro día, simplemente tras leer ese nombre en un letrero, en Abizanda. 

viernes, 1 de octubre de 2010

PÁGINAS RECUPERADAS. 2. DEMETRIO Y EL LOBO



Recuperado también el 26 de febrero de 1992
Si mi tío Perico era la memoria de la Mancha, Demetrio era la de la Serranía. El tío Demetrio, el marido de la señora Patricia, que lo sobrevivió años y años, a pesar de que parecía que era ella la que no gastaba salud y que él era fuerte como uno de los pinos que cortaba en su juventud, entre tragos de carrasca y hazañas de noches de San Juan.
De alguna forma, todos los recuerdos se ha ido diluyendo para sumarse en una sola noche, repetida interminables veces, donde él contaba el día en que se encaró a un lobo. 
Imagino que contaba más cosas, que su vida había sido más rica, pero yo sólo recuerdo con nitidez aquella noche y aquel relato. Posiblemente la culpa del desrecuerdo —que no olvido— no sea sólo mía: a lo largo de su vida al tío Demetrio le pasaron cosas, pero ninguna tan importante, así que, con el paso del tiempo, supongo que aquel suceso se iría magnificando en su memoria y aprovecharía cualquier ocasión para ponerlo de nuevo en escena. 
Una vez —hace también ya mucho— leí un relato de Borges en el que describía a un hombre que ya no recordaba lo sucedido, sino sólo las palabras con que lo había contado a lo largo de los años: recordé, de inmediato, al tío Demetrio. Y he aquí lo curioso: De aquella noche de recuerdos no guardo yo uno, sino dos. 
En el uno, más factible, se defendía del lobo con un hacha; en el otro, con una escopeta. El primero me parece más verosímil por las circunstancias (había ido a buscar leña al monte); el segundo, sólo por la limpieza con que suena la frase con que recuerdo que lo describía: “Y yo que me tiro la escopeta a la cara”. 
Tirarse la escopeta a la cara. Es una alocución tan tremendista, tan perfecta, tan redonda, tan exacta, tan descriptiva, que sólo por ella el segundo recuerdo adquiere el rango de verosimilitud. 
Tuvo que contarlo tantas veces, a tantas horas, bajo tantas condiciones climáticas, que mi memoria ha ido seleccionando un poquito de allí, otro de allá, hasta construir el escenario en que —sin grandes contradicciones— encajaran todas. Era noche de verano tardío; esa tarde, las uvas de la parra junto a su casa, casi maduras y aún agrias, habían atraído a multitud de avispas que habían ronroneado nuestra siesta de niños.
Era noche de estar ya cenados; velada de charla, demasiado temprano para ir a dormir y demasiado tarde para hacer otra cosa que no fuera sacar los asientos al fresco y escuchar los unos lo que decían los otros y luego cambiar de papeles. Nosotros —mi hermano, nuestro vecino Nicolás, yo mismo...— íbamos de un árbol a otro, nos subíamos al muro, corríamos a la fuente, mirábamos la parra, que nacía a la orilla de la casa, que subía la pequeña pared, que se enredaba en los alambres tendidos de un lado a otro de la calle, si es que aquello era exactamente una calle. 
El tío Demetrio comenzó la función en un un momento dado y contó, como otras tantas veces, la vez aquella en que se enfrentó a un lobo. Y los demás escuchaban como escuchaban siempre: como si fuera la primera vez que oían contar la historia. 
Permítaseme un inciso: Pasaron muchos años, pero no tantos como hasta hoy. Mi hermano volvió a vivir en una casa de aquella misma calle; su hija era pequeña y, cuando yo regresaba y subía a verlos, ella solía pedirme que, antes de dormir, yo le contara un cuento, y siempre le preguntaba yo qué cuento, y ella me respondía, cada vez: El del Pájaro Grifo. Y yo: que ese ya se lo había contado; y ella: que era igual. Yo no entendía, pero ella ponía cada vez la misma atención, o incluso más; un día me salté no sé qué parte y ella me corrigió enseguida: Tío, tío, que te dejas ...
No recuperaremos nunca esa magia con que de niños oímos los relatos: una vez, y otra vez, siempre nuevos, siempre regenerados, llenos de vida como nosotros mismos.
Los mayores de entonces eran así: escuchaban siempre de nuevo, sobre todo si el relatante les parecía ameno —como los niños, también sabían ser crueles, profundamente crueles, en caso contrario— y así era la noche en que Demetrio contaba la conocida historia del lobo.
Él, que era bajito y enjuto, se ponía en situación: se estiraba hacia abajo de las solapas de su eterna chaqueta de pana que en algún tiempo fue marrón, se ajustaba la faja negra sobre los pantalones negros también de pana, colocaba bien su boina, miraba a su mujer, a la señora Patricia, que le devolvía una mirada cansada como diciéndole: ¡pero otra vez, Demetrio!, y comenzaba la creación de ese mundo particular que sucedió una vez, o nunca, pero al que las palabras habían dotado de vida y existencia propias.
A mí toda la historia —si es que alguna vez la presté atención— se me ha olvidado; recuerdo sólo esa parte concreta en que decía: “Y el lobo que se me acerca; y yo que me separo del árbol, y el lobo que me mira, y yo que me tiro la escopeta a la cara”. 
La repetición de la partícula “me” me parecía fantástica: estaba allí y en otro sitio de tal manera que pasado y futuro quedaban confundidos no sólo en aquel presente, sino posiblemente también en cualquier otro tiempo. El tío Demetrio parecía haber logrado acceder a mi sueño: volver y verse desde fuera, animarse diciéndose: no te preocupes, que saldrás para contarlo. Quizás superó el trago sólo para cumplir con la promesa que había hecho de contarlo después y, a lo mejor, por eso lo repetía tanto; es posible que fuera ese sentido el que hizo que sus palabras se grabaran con más fuerza que tantas otras cosas en mi recuerdo. 
Por cierto: el final de la historia no he podido recordarlo jamás. Desconozco si mató o no al lobo, o si huyó, o si alguien —del que nunca supimos— vino en su ayuda. Tampoco importa.
Un día le preguntaré a mi hermano, que también andaba por allí, escuchando, a ver si él lo recuerda.

viernes, 24 de septiembre de 2010

ANIMALARIO. 7. DE MONOS, PLÁTANOS, TABÚES Y EUREKAS


               Los hombres han inventado los más extraños tótemes y tabúes a los    
               cuales luego se aferran más tenazmente que a la razón o al la vida.
                                          Ludwig von Bertalanfy. Robots, hombres y mentes. 

Circulan diferentes versiones por la red. Desconozco si es un experimento real, pero, como suele decirse, se non è vero è ben trovato.
Cinco monos están encerrados en una habitación donde hay una escalera. Al final de la misma, en un momento dado, los experimentadores colocan un plátano. Uno de los monos sube por la escalera y consigue el premio. 
Mientras, allá en lo alto, ese mono degusta el manjar, abajo, los otros cuatro son regados con chorros agua helada por los investigadores de la conducta. El de arriba los oye chillar, pero tampoco se preocupa mucho: él, a su bola.
Día a día se reproduce el experimento, hasta que los de abajo descubren que hay una relación entre el plátano y los chorros de agua fría: el premio de uno es el castigo de los demás.
Así que al día siguiente, cuando aparece la fruta y uno de ellos se dispone a subir por la escalera, los otros cuatro, al unísono, se enzarzan en una pelea con él y le dejan claro aquello de que la unión hace la fuerza. 
Esperan expectantes.
No reciben el chorro de agua fría. 
¡Eureka!
Durante días, aunque todos han entendido la relación de causa-efecto, alguno, poco solidario, intenta subir, pero la insistencia violenta de sus congéneres le hacen olvidar el plátano. Finalmente, ninguno tiene la tentación de coger el preciado manjar. Aquí acaba la primera fase del experimento.
Entonces, los taimados científicos de la conducta realizan una ligera modificación: sacan a un mono de la habitación de la escalera e introducen uno nuevo. Aparece el plátano en el techo. El recién llegado mira asombrado a sus congéneres y se pregunta por qué nadie sube a cogerlo, así que imagina que no les gusta la fruta, y se decide a aprovechar esa coyuntura. Sin embargo, una vez que pone su primera pata en el primer peldaño, cuatro tipos hasta hace un momento amigables se tornan energúmenos violentos y le cae encima una somanta de palos. Al otro día vuelve a intentarlo, y al otro con más prudencia, hasta que entiende que el plátano tiene un precio que él no está dispuesto a pagar. 
Cuando ya ha asumido el comportamiento adecuado, los experimentadores sacan a otro mono de los primeros e introducen otro nuevo. Y vuelve a repetirse el mismo patrón.
Eso lo hacen una y otra vez. Hasta que, al final, ninguno de los cinco monos que hay dentro ha recibido jamás un chorro de agua fría cuando otro ha subido a por el plátano, pero nadie se atreve a pisar siquiera el primer peldaño de la escalera. Ninguno sabe por qué, pero se ha instaurado lo que en sociología o antropología se denomina un tabú.
Nosotros, al menos así me lo han contado, no somos monos, ni nadie experimenta con nosotros —esto es una afirmación muy discutible, pero vamos a dejarla así de momento—, ni en el techo de nuestro comedor hay un plátano sobre una escalera. O sí, quién sabe.
No sé qué hago aquí, ni hasta qué punto mi libre albedrío es libre y albedrío. Pienso que soy, de un lado, lo que los demás me han ido diciendo que soy a lo largo de mi vida, repitiéndomelo tanto que he llegado a creérmelo; de otro, lo que yo mismo he ido descubriendo  —con más de una mentira de por medio— cayendo y levantándome para volver a caer. Siento que soy, también, lo que podría ser y todavía no he sido. Y que no siempre soy lo que parezco ni parezco lo que soy. Y entre unos y otros “ser” hay lagunas enormes y contradicciones constantes con las que me voy acostumbrando a coexistir. 
Esta noche me pregunto si, además de todas esas cosas y algunas más que no merece la pena citar ni resumir, no seré también un poco pez, hormiga, mariposa, pavo o mono. Porque me siento, de un modo u otro, como todos y cada uno de ellos. Y, encima, sin razón ni motivo para gritar ¡eureka!