jueves, 4 de febrero de 2010

CAFÉ (3 de 5): DE POR QUÉ SER DEMASIADO ESTRICTO CON UNO MISMO PUEDE SER UN PROBLEMA.



  Para decirlo de forma breve, quería convertirme en un "errante", en      
  meditador profesional, sentarme en cafés y salones, despegado de 
  mesas de trabajo y de estructuras organizativas, dormir todo lo que 
  necesitara, leer vorazmente sin deber explicación alguna a nadie.
Nassim Nicholas Taleb. El Cisne Negro. 


Alguna que otra vez volví a tomar café, del de verdad, aunque sin amor.  
Mi dilecta esposa se preparaba alguno con cierta regularidad, pero, dadas sus raíces germanas, era uno de esos cafés largos preparados con Melita, a los que mi referencia amistosa para esto del café, al que llamaremos Ramón, miraba con no muy buenos ojos.  De vez en cuando me tomaba un cortado descafeinado en algún lugar de buen estar. 
En mi decadencia, repito, llegué a aficionarme al café soluble, yo, que había sido consumidor habitual de esa variedad ahumada del té que es la Lapsan Souchong. La cosa había empezado a ir cuesta abajo, y mi vida empezaba a hacer aguas. Presentía la debacle.
Dos lecturas me sacaron del marasmo mental en que me había sumido a mí mismo y que me estaba llevando a la ruina física y psicológica: la primera, la Receta del té de tres hojas, que escribiera Jang Tsi (723-757):
“Para agradecerle el haberme dado a conocer este poema de Tiu-Kia-Liang, le envío tres hojas de té. Provienen del árbol que posee el monasterio de la montaña Ou-I. Es el té mejor del Imperio, del mismo modo que es usted el mejor letrado. Para prepararlo, procúrese un vaso azul de Ni-Hing. Llénelo de agua de nieve, recogida cuando se levante el sol, en la vertiente oriental  de la montaña de Suchan. Colóquelo en un fuego de ramitas de arce , recogidas en musgo viejo, y déjelo allí hasta que el agua comience a hervir. Viértala en una taza de Huen-Teha, en la que habrá colocado las tres hojas de té. Cubra la taza con un trozo de seda blanca, tejida en Huachan y espere a que llene su habitación un perfume comparable al de un jardín de Fun-Lo. Lleve la taza a sus labios y cierre los ojos. Se encontrará en el paraíso”.
Después de volver a leer la cita, que conservaba en un cuaderno de caligrafía, mi corazón se hundió en la negrura al contemplarme, como si de otro yo se tratara, bebiendo con cualquiera cualquier cosa, preparada de cualquier manera, y encima a cualquier hora. Demasiados “cualquier” para un alma sensible, aunque abandonada a su suerte en esos momentos. Eso se lo podía permitir a mi madre cuando me mandaba a comprar a las tiendas del barrio, pero no a mí mismo.
La segunda, casi redundante, provino de un clásico de De Quincey, reencontrado en una estantería y titulado Del asesinato considerado como una de las bellas artes. En él se hacía referencia a la reflexión que un aficionado a esta rama de la producción artística le hace a un aspirante a mayordomo cuando éste le propone hacer  algún trabajo primoroso en horas de servicio. 
“El hombre tenía fama de haber practicado un poco nuestro arte, a juicio de algunos no sin cierto mérito. Para mi sorpresa daba por contado que la práctica del arte se contaría entre sus labores ordinarias a mi servicio y habló de tenerlo en cuenta en el salario. Esto no lo podía permitir y respondí en el acto: Richard (...) se equivoca usted en cuanto a mi carácter. Si alguien quiere y debe ejercer ésta difícil (y, permítame añadir, peligrosa) rama del arte –si lo impulsa a ello un genio avasallador– diré solamente que lo mismo da que prosiga sus estudios hallándose a mi servicio que al de otra persona. A lo sumo le haré notar que la orientación de una persona de gusto superior al suyo no ha de perjudicarlo ni a él ni al sujeto de sus trabajos. (...) Pero, en lo que respecta a los casos particulares, le advierto de una vez por todas que no quiero saber nada. No me hable nunca de una determinada obra de arte que esté meditando: me opongo a ello in toto. Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia al robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo, ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento”.
Y yo ni siquiera había empezado con un simple asesinato: en plan bestia iba ya por la mitad del camino que conducía inexorablemente a la perdición. O detenía la caída, o la próxima parada sería mi ruina.
Decidí seguir con mis gansadas; nada de cortes drásticos que informasen a los demás de mis terremotos interiores. Pero no perdería la conciencia de que eran formulismos teatrales, ajenos a ese mí mismo que me preocupaba por volver a cultivar. Mi enfoque demasiado crítico con la vulgaridad, me dije, no me ayudaría en nada a mejorar mi estado mental. No me era posible superarla ni enfrentarme a ella, pero podía, me dije, olvidar que existía e incluso aliarme a ella, aunque no supiera exactamente contra qué. Y así empecé a caminar por una nueva senda que quedaba junto al camino principal.

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