sábado, 20 de febrero de 2010

PAISAJES EXTINTOS. ÁRBOLES EN LA CIUDAD. 2.

Me lo aclaró mi padre, cuando saqué unas ramitas que llevaba en el bolsillo de mi abrigo y le pregunté de qué árbol eran.
– Padre ¿estas ramitas, de qué árbol son?
– ¿De dónde las has sacado? 
– De la placeta de la iglesia de San Nicolás.
– Son de sabina. Fíjate en el olor.
Tan corta fue la conversación. Y así supe qué árboles eran aquellos tan queridos.
Hay detalles en lugares por los que pasas mil veces y no reparas nunca en ellos. Pasa lo mismo con algunas personas. 
Hasta el día en que algo te sucede, te detienes, observas y te preguntas qué te había pasado antes para no ser consciente de su particularidad. Y no había pasado nada; es que no era el momento. Lo mismo pasa con algunas personas.
Había pasado por aquel arco que auguraba la iglesia de San Nicolás infinidad de veces, me había sentado en el poyo de la baranda de la pequeña placeta, pero no había prestado atención a las dos sabinas, y eso que eran buenos ejemplares. Nunca hasta esa ocasión.
Era de noche y hacía mucho frío, pero no nos importaba. Caminábamos muy juntos, extrañamente solos, y llevaba su mano cogida de la mía en el bolsillo de mi abrigo, no sé si por carecer de guantes o porque estos elementos estorban a veces a pesar de las bajas temperaturas. La combinación del suelo irregular, en cuesta y empedrado, la lluvia caída y la luz mortecina de los faroles, hoy me hubiera parecido peligrosa y propicia al accidente; aquella noche, como era joven, me pareció romántica.
Nos sentamos en el poyo húmedo, sin importarnos. No recuerdo de qué hablamos, porque los sonidos, el tono, la modulación, eran lo importante, y no las palabras que les servían de excusa. 
En un momento me levanté, tomé una ramita, la estruje con mis dedos y le mostré el olor que quedaba. Luego le ofrecí otra a ella. Nos miramos y supimos que teníamos algo que era sólo nuestro. Ese invierno, nos sentamos bajo las sabinas más de una noche gélida. No se repitió suficientes veces como para considerarlo una costumbre compartida, y posiblemente ella ni siquiera lo recuerde, pero se convirtió en un hábito para mí cuando, casi imperceptiblemente y antes de que llegara la primavera, me di cuenta un día de que me había dicho adiós.
Algunas noches, ya solo, antes o después de la cena, subía hasta el castillo y, a la bajada, pasaba por el arco, me sentaba bajo uno de aquellos árboles, tomaba una ramita en mis dedos y la olía. Luego, antes de irme, tomaba otra y la guardaba en un bolsillo del abrigo, para acceder al olor, aunque mitigado, tiempo después. 
A veces incluso entré en la iglesia, porque siempre me ha seducido la combinación de arcos y columnas, silencio, luz de velas y olor de cera quemada. Más tarde llegó el verano y tuve que partir.
Al año siguiente, al ponerme de nuevo el abrigo y meter las manos en los bolsillos, encontré en su interior ramitas de sabina que estaban allí desde el invierno anterior. Y aún conservaban algo de su olor. De ella no supe ya en mucho tiempo.
Seguí subiendo de vez en cuando, a distintas horas, en distintas estaciones, con diferentes climas, luces, temperaturas. Me fui aprendiendo aquel paisaje, fijándome en pequeños detalles, siempre desde el mismo punto de vista, bajo aquellos árboles. Allí busqué soluciones a mis problemas, hice proyectos, compartí charlas. Pensé: has encontrado un lugar que hacer tuyo. Sin prisas. Ni notarás que crecen, las sabinas. Pasará el tiempo y un día percibirás lo altas que se han hecho, y ese día sabrás que estás envejeciendo.
Volví a marchar y regresar muchas veces. A cada vuelta a casa de mis padres, cuando llegaba la noche, subía a celebrar el ritual y cierta noche, aún con la tenue luz de los faroles, observé unas manchas en las hojas, a las que no di importancia. Me puse las ramitas en los bolsillos.
Cuando regresé de nuevo y volví a subir una tarde, ya no estaban. En el bolsillo de mi abrigo –que era ya otro abrigo, como era ya otro yo el que subía– seguían las últimas ramitas que había recogido, y allí siguieron durante años. 
Fue entonces cuando me pudo la curiosidad y le pregunté a mi padre el nombre de aquellos árboles.
Han pasado los años, arreglaron el suelo de la placeta, cambiaron la iluminación, alguna casa reformaron. En mis nuevos regresos, a veces, subo a tomar un café cerca del castillo y paso por delante. No merece la pena atravesar el arco. No sé qué habrán cambiado de la iglesia. 
Ahora, cuando llueve, ya no es tan peligroso el deambular por allí... pero tampoco es tan romántico. Veo a mis hijos crecer, me miro frente al espejo, y siento cómo voy envejeciendo. Vivo lejos. En aquella ciudad sólo me quedan los padres y el siguiente de mis hermanos. No cambiaría lo que he hecho, pero alguna vez, como esta noche, lamento no poder ver cómo crecen, hacia el cielo, aquellas dos sabinas.

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