martes, 30 de abril de 2013

Cartas a mis hermanos. 4. Radio Pirenaica.


 Música de fondo: Camino verde
En casa no se hablaba nunca de política. Madre tenía cosas más importantes y urgentes que hacer y en las que pensar y padre, cuando alguien lo intentaba, tenía la respuesta preparada: “vamos a hablar de toros o de fútbol”, que era una forma educada de exigir que se cambiara urgentemente de tema, sobre todo teniendo en cuenta que se sabía que a él, en aquella época, no le gustaban ni los toros ni el fútbol. 
Aunque lo vimos transigir en más de una ocasión con el tío Perico. 
En la cocina de la abuela hubo, llegado el momento, un artilugio novedoso: una radio de lámparas. Para captar mejor las emisoras, padre colocó un hilo de alambre con forma de muelle cruzando en diagonal de una esquina a otra y con aquella antena aumentó su potencia.
En la radio se oían algunas noticias pero, sobre todo, los “discos dedicados”. Así los mayores estaban no sólo al tanto de las últimas novedades musicales —Camino verde, Doce cascabeles, Dos cruces...— sino de los amores que se profesaban algunas personas que escribían a la emisora para dedicar sus canciones predilectas a otras; y de paso, se enteraban de cómo un tal Pepe quería tanto a su madre que le dedicaba Madrecita para, a renglón seguido, empaparse del deje cubano de Machín. 
La abuela no prestaba mucha atención —cualquier forma de modernidad, para ella, era demoniaca— y nosotros éramos como animalillos: salvajes y casi felices. La radio estaba allí, como un fondo suave, aparentemente imperceptible, hasta que, muchos años después, volví a oír  aquellas melodías y sentí que tenía agrietada el alma. Pero eso es otra historia.
Algunos domingos la cosa se complicaba: el tío Perico, que nunca había dejado de ser comunista —un comunista muy curioso, cabe decir—, sintonizaba La Pirenaica, y allí escuchaba, arrebolado, a Dolores Ibárruri, Pasionaria.
Nosotros no entendíamos nada de aquellas arengas, lamentaciones y llamadas a la lucha, pero observábamos cómo el tío se encendía, se excitaba y maldecía todo lo maldecible, que era prácticamente el Universo entero, con la Santa Madre Iglesia en una posición preponderante, justo delante de Franco y adlátares. 
Madre y la chacha Carmen permanecían distraídas y en sus cosas, la abuela, como siempre, no hacía ni caso, y Pablo y yo seguíamos atentos a la espera de alguna cosa importante que jamás llegó a ocurrir.
Padre, que como he dicho odiaba hablar de política, permanecía sereno, se limitaba a mover la cabeza y a decir, de vez en cuando: “un día, Perico, nos vas a meter en un lío”. 
No se posicionó nunca, que yo recuerde, ni a favor ni en contra. Sólo mostró ese temor de los que han pasado hambre a que alguien los metiera en un lío en una época en que un lío era realmente un lío.
Muchos años después, enredando en la historia, supe que en aquellos años la Pasionaria hacía sus llamadas a la revolución desde Bucarest, y que el nombre de Pirenaica no era más que un señuelo para que los pardillos que se habían quedado en la jaula tras la guerra creyeran que los suyos estaban siempre a punto de entrar, esperando ansiosos justo al otro lado de la frontera. 
El tío nunca nos metió en un lío; eso sí, vivió toda la vida engañado.
Murió antes de que yo tuviera acceso a la historia de Radio España Independiente, que era como en realidad se llamaba la emisora que sintonizaba, pero de no haber sido así, no sé si hubiera tenido el valor de contarle la verdad. 
Entretanto, cuando nos cansábamos, salíamos a jugar a la puerta, si el tiempo lo permitía, o seguíamos las conversaciones de las mujeres, en mi caso, esperando aprender algo que siempre se me acabó escapando.

sábado, 27 de abril de 2013

Cartas a mis hermanos. 3. Espacios: la cocina de casa de la abuela.


Edward Hall acuñó en los sesenta un término que me ha gustado siempre: proxémica. Consiste en una disciplina dedicada al estudio del espacio y de las interacciones de los seres vivos en su seno. Viene a decir que el espacio nos condiciona sin que nos demos cuenta y analiza cómo lo hace.
Al hilo de esta lógica, hablar de nuestra infancia sería insuficiente sin recordar los espacios en los que nos movimos: el barrio de trazado tortuoso, aquel trozo de calle con dos olmos y una parra, el callejón de al lado, las dos fuentes cercanas... la casa de la abuela.
La casa la había construido su padre, y supongo que tiene un sencillo armazón de vigas relleno con adobe. A la planta baja ¿recordáis? se accedía por una puerta vieja con la gatera al lado. Dentro, una especie de zaguán pequeño, fresco y oscuro, y a mano derecha la cocina compartida, con una única ventana cubierta con una alambrera. En el lado opuesto, el acceso a la habitación de abajo, donde dormían los abuelos y donde luego nosotros hicimos tantas siestas. 
Esa ventana, ya de por sí pequeña, quedaba limitada en su luz gracias a unos cuantos geranios pulcramente plantados en botes de conservas o algún tiesto de arcilla. En verano, la sensación de frescor era agradable; en invierno, el frío se acentuaba por la falta de luz. Y cuando digo que se acentuaba, quiero decir que se acentuaba.
Al lado de los basares había una miserable estufa de leña en la que se guisaba hasta que aparecieron, por obra y gracia de la modernidad, los primeros infernillos de petróleo. Luego también había una mesa pequeña y asientos, que no sillas, con el culo de madera o de cuerda cruzada. Y allí se guardaban también platos, cubiertos, ollas y sartenes....
Me falla la memoria, me traicionan los datos. No puedo concebir cómo en un lugar tan pequeño cabían tantas cosas y tanta gente. Pero así era. Porque, incluso tras morir el abuelo, los domingos, allí nos reuníamos nosotros cuatro, la abuela, Pedro y la Carmen, y si alguien se añadía era también bienvenido. Después se instalaría allí, también, el tío Poli cuando regresó de África.
Cuando se hacía de noche, la única luz provenía de una pobre y solitaria bombilla colgada del techo que se accionaba con un interruptor giratorio. Allí transcurría parte de nuestras vidas.
Un recuerdo: en verano, para paliar las molestias de las abundantes moscas, se colgaba del techo una tira adhesiva color miel en el que se pegaban y luchaban hasta que morían. Cuando estaba casi negra de insectos, se sustituía por otra y vuelta a empezar. 
Nuestra vida no era muy interesante, así que pasábamos largos ratos contemplando los estertores de aquellos animalillos. Pero el aburrimiento espolea la creatividad, y así fue que una tarde Pablo y yo decidimos —y no por compasión— mitigar los sufrimientos de una de aquellas criaturas por el método de la incineración. Tomamos la caja de cerillas, encendimos una y la acercamos para quemar al puñetero animalejo. Y entonces nos percatamos del significado terrible del concepto “inflamabilidad”, porque en un instante la tira adhesiva se incendió que daba gusto verla. 
Gracias a Dios no llegó la sangre al río y esa noche la familia durmió en la casa, pero en el techo quedó una inmensa mancha negra. Algo más tarde, nuestros culos tomaban un matiz morado a juego. Y es que madre nunca gozó de un fino sentido del humor ni apreció la creatividad. Una pena.
En el más allá, imagino que las moscas brindaban por su cumplida venganza. En el más acá, la cocina de la abuela aguantaba, estoica, otra hazaña nuestra. Y así perduró un tiempo, hasta que la volvieron a enjalbegar. Y nosotros a hacer otra de las nuestras. Es lo maravilloso de aburrirse de vez en cuando.

viernes, 19 de abril de 2013

Cartas a mis hermanos. 2. Lecturas de poesía


Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta,
y para hacerla mía
quise yo ser como mi padre era
y busqué una mujer como mi madre
entre las hijas de mi hidalga tierra.
José Mª Gabriel y Galán. El ama
No querría dar falsas impresiones. A pesar de la sobriedad expresiva de sus cartas —que alguno tildaría de sequedad—, incluida aquella en que me comunicaba la muerte de la abuela, padre siempre ha tenido alma de auténtico poeta. 
En algún sitio de casa casa debe existir, todavía, un cuaderno manuscrito en el que se tomó la molestia de copiar poemas que le gustaban, a lo largo de años. De niños, a veces nos recitaba algunos, ayudado de ese cuaderno, aunque casi nunca le fallaba la memoria. 
Tal y como yo lo recuerdo, dos eran los que más frecuentaba: uno, El ama, de Gabriel y Galán donde se describe una de las muertes —ficticia— que más le emocionaba, la de la esposa y ama de la casa. El último verso era precisamente ese al que hacía referencia cuando hablaba de mi educación: «¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!».
El otro, también del mismo autor, se titulaba La pedrada y describía la historia de un niño que, viendo en uno de los pasos de la Semana Santa cómo un malvado azota al Cristo camino del Calvario, no puede contenerse, toma una piedra y le tumba con ella la cabeza. 
Padre, en su papel de rapsoda, era realmente genial recitándolo; al principio, sereno, descriptivo: 
Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura...
Luego iba subiendo el sentimiento y el tono en un crescendo imparable hasta el momento álgido, en el que ponía toda su pasión acompañada por miradas de ira y gestos airados disparando, él también, una piedra imaginaria:
se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón la frente
con ojos de odio muy hondo,

paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,

zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.

Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?...

Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-«¡Porque sí; porque le pegan
sin hacer ningún motivo!»
Nunca se lo dije a nadie, pero a veces eché de menos, en la Semana Santa, un paso en el que, al lado de un Cristo en una de sus caídas con la cruz a cuestas, hubiera un niño con el brazo extendido y una piedra en la mano mirando al esbirro que lo sigue con el látigo a punto de golpearlo. Y me hubiera gustado ir cada año a ver esa procesión, todos juntos, mientras recordábamos el poema de Gabriel y Galán.

domingo, 14 de abril de 2013

Cartas a mis hermanos. 1. La muerte.


La abuela Visita murió estando yo cumpliendo el servicio militar. Lo supe por una carta escueta de padre que me llegó algunos días más tarde. Sin ese sello rojo con la marca de “urgente” en el sobre. Dentro, únicamente la noticia ni siquiera fatídica, simplemente esperada. 
Luego, de vuelta a casa en un permiso, pocas aclaraciones más: era ya muy mayor, y había pasado mucho — hambre, guerra, miseria—. Que aguantó firme, siendo ella —lo cual no tenía por qué ser muy halagüeño— hasta casi el final. Así me dijeron que murió. 
Creo recordar que intenté recordar la última vez que la vi, pero no pude. La verdad, no me afectó demasiado. No pensé en cosas como: “debería haberle dicho...”, “si ahora pudiera volver a verla...” o sensiblerías similares. Ella no era así, y en mi relación con ella, yo tampoco. No había más vueltas que darle.
Su muerte formaba parte de una visión de la vida. De la de ambos.
En nuestra infancia —hablo ahora de la de Pablo y mía, por cuestiones de edad— la muerte era algo mucho más cotidiano. Me refiero a la Muerte real, no a las ahora tan prodigadas en películas catastrofistas y videojuegos. No frecuente, pero sí cotidiana. dejadme que recuerde algunas.
La primera fue la del abuelo Zacarías. Lo vi morir poco a poco, pero sin tener conciencia de que se me moría. Estaba allí, cansado, y luego se lo llevaron al hospital y ya no lo volví a ver. Sabía de él porque escuchaba atento a los mayores que pensaban que yo hacía otras cosas y estaba al tanto de los dolores, de los tajos siempre mal dados por médicos inútiles que intentaban no hacer demasiado daño y que lo acabaron matando. Murió de cangrena y de estupidez, y no sé qué pesó más. 
La historia que recuerdo es la siguiente: el buen hombre tenía costumbres comunes pero que hoy nos parecerían curiosas, como la de cortarse las uñas de los pies  con un cuchillo corto. Tenía su lógica: las uñas se habían endurecido y los elementos de manicura eran desconocidos en nuestro barrio. El cuchillo no debía de ser un ejemplo de limpieza, los pies tampoco, y un día se cortó. Debió infectarse, algo pasó, y después de curas y milagros hechas a saber cómo, el pie acabó cangrenándose.
Lo sé, suena absurdo, parece inventado, pero os doy mi palabra que es lo que recuerdo. Todo se complicó hasta que lo ingresaron en cualquier hospital y decidieron amputar. Y aquí el absurdo se complica porque, para salvar lo más posible, cortaron corto. La cangrena siguió extendiéndose. Volvieron a cortar intentando salvar la pierna. Y de nuevo se quedaron a medias. Finalmente, la podredumbre llegó a la ingle y ya no hubo más que esperar a que llegara el momento. Yo no supe del dolor entonces, porque no entendía lo que pasaba. Sentí que no lo volvería a ver, pero era un niño para el que cada día, a pesar de la pobreza que me rodeaba, la vida era un milagro nuevo y maravilloso con el que asombrarme. Y lo olvidé pronto, o al menos, no recuerdo haberlo recordado demasiado.
Otra muerte cercana fue la hija pequeña de una familia que vivía en el callejón de al lado de la casa de la abuela. Él era un hombre enorme y su mujer muy pequeñita y delgada; él un bonachón, ella una viborilla; por esto y otras cosas siempre me hacía gracia verlos juntos. Tenían dos hijas, una que jugaba con nosotros en la calle y otra más pequeña. Algo pasó, cualquier cosa, quizás nada importante, y la pequeña nos dejó. En aquella época, sin apenas acceso a la medicina, cualquier tontería con la salud podía sacarte del recuento diario. 
Cierro los ojos y aún escucho los lloros de todos, los pésames silenciosos de los hombres al hombre, los consuelos desgarrados de las mujeres a la mujer, la sensación general de injusticia divina, la tristeza. Y veo aún ahora el ataúd sencillo, pequeño y blanco, brillando a la luz del sol tras abandonar la oscuridad de la casa y del estrecho y miserable callejón. Y, a poco que me fije, puedo reconocerme, desde fuera, de pie, impávido, observando asombrado pasar la comitiva desde la puerta de la casa de la abuela.
La otra muerte cercana —lejanas hubo varias, pero no las recuerdo bien porque eran cosas del barrio de los adultos y yo vivía en el de los niños— fue la de Jesús, un oficial del taller de padre. Ya vivíamos en el 18 de Julio; creo que Ricardo ni siquiera había nacido. 
Era un muchacho joven y guapo, amable con la gente, cariñoso con nosotros. Padecía del corazón, decían. Conocíamos a toda su familia, eran vecinos de los Tiradores, amigos. Una tarde cálida yo estaba en el taller, haciendo algo mientras disfrutaba de la sombra, el aire que entraba por el balcón, el ruido mecánico de la Singer y el ronroneo de las conversaciones, y allí estaban también padre, madre y las Pilis. Y alguien bajó y entró directamente, porque la puerta de casa estaba siempre abierta, y dijo algo en voz baja, y todo se volvió patas arriba. Luego, por fin, lo supe: era Jesús, que se había echado la siesta y ya no se había despertado. Lo descubrió su madre, cuando fue a avisarle de que se le hacía tarde. 
Subí a su casa, en la parte alta del barrio, más arriba de la fuente de arriba. Estaba llena de gente calurosa y de fresca oscuridad. Me dijeron que era mejor que no entrara a verlo. Yo no sentía curiosidad, ni tristeza, ni angustia. Sólo quería verlo, sin preguntarme más, pero me hurtaron la experiencia. Quizás fuera una suerte: siempre he sido miedoso.
El tiempo fue pasando, y la muerte era la otra cara de la moneda. Y un día, estando en el CIR número 2 de Alcalá de Henares, después de la comida, el cabo furriel iba leyendo los destinatarios de las cartas recién llegadas y citó mi nombre. Era esa carta de padre en la que me comunicaba, como de pasada, que la abuela Visita había muerto.  Seguí mi vida. 
Así había sido educado: “Dios lo ha querido así, bendito sea”.

sábado, 13 de abril de 2013

Cartas a mis hermanos. Introducción


Recibí vuestra petición y le prometí a Pablo que le enviaría un resumen de mis recuerdos sobre los abuelos para que, unidos a los suyos, pudieran ser útiles para recuperar o conocer algo más de nuestra historia común. Pero las cosas se han complicado un poco. De un lado, Pablo está construyendo un árbol genealógico lo más completo posible; de otro, cuando he intentado empezar a escribir me he dado cuenta de que, si sacaba a los personajes de su contexto, las historias no sólo eran irrelevantes, sino que falseaban la realidad. 
Después de escribir cuatro anécdotas y volverlas a leer con otros ojos no las reconocía. Faltaban las calles, los árboles, el sol de justicia, la nieve, las maledicencias de los corros de vecinas, las miradas confusas, la flexibilidad de la suela de la zapatilla de madre, los celos, el amor... los detalles. Así que he cerrado página para abrir otra. Quiero contaros lo que quiero contarme, recordar lo que necesito recordar. Tardaré más, me haré quizás más pesado. Me importa un rábano; quiero perderme en los detalles.
Pablo nos cuenta, en su último email, que no lleva prisa; yo tampoco. 
Anoche, en medio de un sueño, me desperté y recordé este blog privado, casi sólo para nosotros, que tuvo en su momento su función y en el que después, cuando hubo cumplido su cometido, dejé de escribir. Y pensé que era de nuevo otro momento. 
Porque, si en un principio me había costado cierto esfuerzo recuperar unos cuantos recuerdos, anoche, casi de madrugada —quizás por ese poder que aún tiene sobre mí la oscuridad— se me agolparon las imágenes de mi infancia, y todas iban encajando como piezas de un rompecabezas que, cada una por sí sola no significa nada pero que, vistas en conjunto una vez ordenadas, forman un paisaje con un castillo, una caballo que corre, un barco en medio de una tormenta o la reproducción de un cuadro de Brueghel.
Paradójicamente ahora, que es de día, las ideas no son tan diáfanas como en plena oscuridad, en ese intervalo entre dos sueños en que la fantasía nos engaña mientras luchamos por liberarnos de la tozuda realidad de una pesadilla.
Intentaré escribir lo que recuerdo, sabiendo que a veces nos mentimos a nosotros mismos. Lo haré como he aprendido a hacerlo: como terapia.