sábado, 27 de marzo de 2010

LA CANCAMUSA.

I
Políticamente hablando, no sé qué soy. Las etiquetas al uso ni me convencen ni me afectan. Así que intento la introspección para ver si llego a conocerme un poco más en este curioso aspecto y paso a poner por escrito mis pensamientos. A ver qué sale.
II
Tan aficionado a complicar innecesariamente las cosas, hace poco decidí hacer el ejercicio opuesto: simplificar al máximo; y me decanté por algo tan general como la política para empezar el ejercicio. 
Tras observar telediarios, oír algún programa radiofónico, leer atentamente algunos periódicos, y prestar mucha atención a las noticias que circulan por Internet (esas tan interesantes que no suelen aparecer ni en televisión ni en prensa escrita) llegué a una serie de conclusiones tan lamentables que quedé desolado.
Frente a ese caos, una primera terapia, siempre útil, fue recurrir al sentido del humor. Otra mantener la calma. Una tercera, armarme de paciencia e intentar que no me afectasen mucho esas cosas, que bastante tiene uno con su propia vida. 
Una vez calmado, viendo las cosas pacientemente y en perspectiva, e intentando cultivar un cierto humor, aunque fuese ácido, lo primero que se me ocurrió fue redactar un ensayo. Un ensayo que ahora sé que nunca escribiré. El título había de ser: La madre que nos parió y llevaría como subtítulo: Un análisis del desgobierno desde la perspectiva del refranero popular. Tal era la avalancha de ideas y su tendencia a relacionarse con dichos sacados de la sabiduría popular.
Había refranes, como “quien a buen árbol se arrima buena sombra le cobija” que, observando cómo se montaban ministerios, se calculaban pensiones de políticos y distribuían algunas subvenciones, daban mucho de sí. Y de no, puestos al caso. Pero, como si empezaba por ese camino no terminaría nunca, decidí limitarme, y llegar a la médula.

III
Al final triunfó el orden, luché por sintetizar, y logré reducir toda la estructura ideológica, al tiempo que mi desdén, mi rabia y mis sonrisas, a tres frases lapidarias del refranero... y a una palabra. Con ellas me sentí capaz de comentar cualquier suceso político habido o por haber mientras no cambie el paradigma.
Las frases fueron:
1. ¡Menuda tropa!;
2. Para este viaje, no hacían falta alforjas; y
3. Y así nos luce el pelo.
Creo que no necesitan comentario: son de uso cotidiano y, si se observa el devenir político del país desde mi perspectiva, se verá que son, una a una, o agrupadas de diversas maneras, el colofón de prácticamente todas las actividades y resultados de que nos informan las noticias.






Y la palabra era:  CANCAMUSA. 
Según el diccionario de la RAE significa: “Dicho o hecho con que se pretende desorientar a alguien para que no advierta el engaño de que va a ser objeto”. Literalmente.
Pero resultó más interesante la explicación que daba el bloggero Adehoces en su Perspicalia
“¿Qué es la cancamusa? La cancamusa es eso que es más complicado de lo que parece, eso que ni usted ni yo sabemos porque no somos expertos en nueva economía; la cancamusa es eso en lo que se basan los discursos inspiradores, son esos datos que manejan los expertos y que resultan incomprensibles a los mortales. Esas cuentas internas, esa carta sin levantar que permite al jugador de póker ir de farol. La cancamusa es esa nube en la que flotan los gurús muy por encima de usted y yo. (...) La cancamusa es la razón por la que los pisos nunca bajan, los sellos se revalorizan un 400% al año y el crecimiento exponencial es perpetuo. La cancamusa es esa parte de la ecuación que cuando se elimina, uno lo ve claro y concluye: “cojones, esto es un timo”.
No quiero extenderme, pero juro que, cuando mi mente se iluminó con la palabreja de marras, se me ocurrieron innumerables ejemplos, y de lo más diverso, a los que podría aplicar la definición.
Así, si asumimos que la cancamusa se ha convertido en el paradigma de la cosa pública, el país no estaría tanto en manos de políticos (omito lo de “profesionales” por no mancillar el adjetivo) como de auténticos cantamañanas, liderados, sin duda, por nuestro siempre gracioso presidente; a saber y me remito de nuevo al diccionario de la RAE: “Persona informal, fantasiosa, irresponsable, que no merece crédito”. 
Personajes dedicados no a velar por el bien común, sea lo que sea que esto signifique, sino a cancamusear y a vivir de las rentas gracias a todos los imbéciles que formamos ese rebaño de cancamusados al que ellos, los cancamusantes, en un nuevo ejercicio de cancamusa, llaman pomposamente y con fanfarria “el pueblo”.
Con el problema añadido de que, a falta de nada mejor, ese “pueblo” parece haberles dado una bula, o ellos se la han tomado, como si del pito del sereno se tratara, para que lo cancamuseen, y no sólo desde el gobierno, sino también desde la oposición. Pues nada, a vivir, que son dos días.
Y es que, como decía al principio: ¡Menuda tropa! (frase número 1)
(continuará)
*Ilustración propuesta para la reflexión: Pieter Brueghel, el Viejo: Parábola del ciego guiando a los ciegos (1568) 

domingo, 21 de marzo de 2010

FELIZ AÑO NUEVO (Otra propuesta cíclica)



Celebramos el Año Nuevo el día 1 de Enero. Hasta ahí nuestro absurdo. Nos felicitamos y llenamos de buenos propósitos en ese momento, aunque prácticamente nadie sabe por qué ni se lo pregunta. Lo hacemos por desidia, porque se ha hecho siempre así, o al menos es lo que queremos creer. En realidad, la costumbre comenzó en Roma, en el año 153 de nuestra era, coincidiendo con la fecha del nombramiento anual de cónsules. Y ha habido épocas en que esta costumbre ha sido sustituida por otras.
Por cierto, aquellos mismos romanos, hasta ese lejano 153, empezaban su año en Marzo. O ¿de dónde crees que provienen, si no, los nombres de nuestros meses “septiembre” -el séptimo-, “octubre” -el octavo-, “noviembre” -el noveno- y “diciembre” -el décimo-?
Así que cansado de tanta pantomima, y pesar de la aparente contradicción conceptual, he decidido construir mis propias tradiciones y una de ellas ha consistido en empezar el año en otro momento. 
Pero vayamos por partes.
Una circunferencia, ya lo comenté, tiene la peculiaridad de que puede empezarse y acabarse por cualquiera de los infinitos puntos que la conforman. Decidir dónde comienza es, pues, un ejercicio de libertad y de riesgo. 
En eso de las circunferencias temporales, o ciclos, hay para todos los gustos. Hay sociedades, pueblos o culturas, por ejemplo, para los que el día empieza justo al alba -los antiguos egipcios-, con la salida del sol -los primeros romanos-, a medio día -astrónomos como Ptolomeo-, o con el crepúsculo -babilonios, musulmanes y judíos-. Nosotros lo empezamos justo en la medianoche, como los romanos en épocas posteriores. Todo depende de ciertas arbitrariedades, algunas costumbres... y los mitos incontestables que sustentan las unas y las otras.
Si eso pasa con un ciclo tan corto como el día, imaginémonos qué no pasará con uno largo, como el año.
En Europa ha habido dos grandes calendarios: el juliano y el gregoriano. El primero,instaurado por Julio César en el 46 a.C., tenía algunos problemas de desfases relacionados con el cálculo de la Pascua que llevaron al Papa Gregorio XIII, en 1582, a respetar una de las decisiones del Concilio de Trento y realizar las reformas necesarias para que coincidieran el año trópico y el civil. 
Pero no todas las naciones asumieron los principios tridentinos ni admitieron las reformas gregorianas, de forma que, hasta llegado el siglo XX, se generaron en Europa diferentes pautas históricas: la célebre Revolución de Octubre, la revolución rusa de 1918, para la Europa occidental empezó, de hecho, en Noviembre. Y así mismo se engañan sin saberlo los que afirman que Cervantes y Shakespeare murieron el mismo día: cierto, en las partidas de defunción de ambos ambos consta la misma fecha de 23 de Abril de 1616; pero Miguel murió un 23 de Abril según el cómputo gregoriano y William según el juliano, que coincidiría con nuestro 3 de Mayo, así que lo sobrevivió unos 10 días.
Esta diferencia la eliminarían los ingleses en 1752, cuando el gobierno decidió adoptar el calendario que ya tenían la mayor parte de los otros países europeos, lo que implicó que al día 2 de septiembre le siguiera el 14. Hubo tumultos y problemas: mucha gente del pueblo, que creía que la fecha de su muerte estaba ya escrita en el libro de Dios, se quejó cuando tuvo noticia del cambio, porque pensaron que así les acortaban inútilmente sus vidas nada menos que en 12 días.
El año anterior también había generado conflictos en la misma Inglaterra, al ser el año legal más corto. El año comenzaba en la época medieval el día 25 de diciembre, nacimiento de Jesús, pero en el siglo XII se eligió el 25 de marzo, según el cómputo ideado en el siglo VI por Dionisio el Exiguo e importado a las Islas por Beda el Venerable dos siglos más tarde. Era el Año de Gracia (AG), que hacía empezar el ciclo anual con la Anunciación de María, con el momento de la Concepción o Encarnación, que es cuando verdaderamente Dios se hace hombre, y que corresponde a una fecha nueve meses anterior a su nacimiento. Pues bien, ese año empezó en Inglaterra, como siempre, el 25 de marzo, pero finalizó el 31 de diciembre, para dar lugar a la datación como AD (Anno Domini, o Año del Señor). Terrible. 
Como he señalado al principio, no comparto la costumbre de comenzar el año el 1 de Enero, aunque, para no desentonar, atiendo las doce campanadas la noche anterior con la familia, doy los besos y abrazos de rigor, y realizo el brindis correspondiente. Tampoco entiendo ni comparto el desfase de 4 días entre la entrada del calendario zodiacal y del Año de Gracia, coincidentes con el otro desfase, el nacimiento de Cristo el 24 de Diciembre cuando el solsticio de invierno es el 21. Pero no voy entrar ahora en detalles.
En cualquier caso, hoy confirmo mi búsqueda de equilibrio cultural integrando, como mínimo en pie de igualdad, las tradiciones equinocciales con las solsticiales.
Siguiendo antiguas y posiblemente mejores tradiciones hoy, 21 de Marzo, día real de la Anunciación de María, llegada de la Primavera, Equinoccio vernal y entrada del Año Astrológico bajo el signo de Aries, decido celebrar el principio del nuevo ciclo anual. 
Así que para mí, la familia y el que así quiera sentirlo: 
¡Feliz Año Nuevo!
Y no digo de qué año porque eso sí que sería complejo.
Addendum
Para quien se aburra y disponga de la información oportuna. Dicen algunos astrónomos reputados que la constelación que ocupa el punto 0 en este momento, o sea, la intersección de la eclíptica y el Ecuador celeste, no es Aries, sino Piscis. ¿Será verdad?

sábado, 20 de marzo de 2010

DE CIFESA A LA CREMÀ



    Per a ofrenar noves glòries a Espanya,
                  tots a una veu, germans vingau.  
                  ¡Ja en el taller i en el camp remoregen,
                  càntics d'amor, himnes de pau!.
                  Para ofrendar nuevas glorias a España
                  todos a una voz, hermanos venid.
                  ¡Ya en el taller y en el campo resuenan
                  cantos de amor, himnos de paz!

Los himnos suelen tener un cierto poder evocador y a mí, aunque no sean muchos, me emocionan algunos. De entre ellos destacaría en particular el de Valencia, que tiene en su favor tres cosas: 1) una letra que comienza con llamadas a “cantos de amor” e “himnos de paz”; 2) un ritmo pausado de desfile, con partes que son casi bailables; y 3) una historia de mi tío Rodolfo.
Este tío lejano y cercano, con quien compartí tiempos y espacios en Valencia, fue, creo recordar, cabo de transmisiones en el Ejército Popular durante la Guerra Civil. Pasó tres años entre trincheras, disparos, bombardeos, miseria, piojos, dramas, pausas para intercambios de tabaco por papel de fumar, cartas que iban y venían, triunfos y derrotas.
Cuando acabó la guerra, tras la debacle, cayó prisionero y fue a parar a un campo de concentración. No tenía delitos de sangre, ni filiaciones políticas conocidas, ni denuncias de vecinos envidiosos, así que, tras un tiempo, los vencedores decidieron que podía reintegrarse a la vida civil... pasando previamente por el Servicio Militar, con el fin exclusivo de reeducarlo convenientemente, ya que tres años de guerra suponían suficiente  entrenamiento en el manejo de material bélico diverso.
Llevaba, pues, varios años fuera de su casa, rodeado de penuria y tristeza, de hambres, de tragedias y muerte, de rupturas con todo aquello que hubiera significado un soplo de vida: de su familia, novia y amigos, de las novelas de Blasco Ibáñez, de los paisajes luminosos que pintara Sorolla, de la plaza de toros y del grupo de claca del teatro. Y un fin de semana, por primera vez en un tiempo que parecía infinito, le permitieron salir, durante unas cortas horas, del cuartel. Y se fue al cine.

Se apagaron las luces, dio comienzo la película y, lo primero que apareció ante él fue el logotipo de la distribuidora, CIFESA. En blanco sobre fondo negro, la torre del Miguelete (el Miquelet) y, de música de fondo, las primeras notas del Himno a Valencia
Y entonces, me contaba, se le rompió como un dique de muy adentro y salió toda el agua, y toda la mierda. Lloró y lloró. Hasta que se encendieron de nuevo las luces y hubo de abandonar, avergonzado por su aspecto, la sala. 
Me decía, cada vez que me lo contaba –y lo hacía cada vez que escuchábamos aquel himno–, que no sabía qué película había visto, porque no había visto aquella película. Había visto otra: la de su vida en los últimos años; y lo que lo había vencido, por primera vez de una forma tan definitiva, había sido la añoranza de todo lo que había dejado atrás.
Desde entonces, cada vez que oía el himno A Valencia, no podía evitar tararearlo en voz baja y los ojos se le llenaban de lágrimas. 
Yo ya lo conocí de mayor; fue el que me acompañó por primera vez a ver las fallas y me guió por las de Convento de Jerusalén, Na Jordana o Mercado. Con él fui a la primera cremà final a la entonces plaza del Caudillo, y allí cuando sonó el himno de Valencia, cantó y lloró también.

Después de tres años bajo aquella luz mediterránea, no volví a ver una cremà hasta que empecé a salir con la que hoy es mi mujer. Y desde entonces hasta ayer, en que volví a la ciudad un 19 de marzo con la familia y una amiga.
Hice, en conjunto y en el buen sentido de la palabra, de turista. Alguna que otra vez, de cicerone. Fuimos de falla en falla hasta llegar a la de Convento de Jerusalén, que siempre tiene detalles que roban mi corazón; nos hartamos de oír petardos, seguimos las riadas de gente, nos atrancamos y hubimos de volver sobre nuestros pasos en alguna ocasión, vimos quemar la infantil de la Plaza de la Reina, luego la de San Vicente y después la de Convento. Finalmente, nos dirigimos a la Plaza del Ayuntamiento. Fuegos artificiales, muchísima gente, demasiados gritos de otros turistas que entendían bien poco. Yo, entre los agobios, aproveché para recordar un rato a mi tío Rodolfo, a la tieta Angustias, a Concha, Toni y Conchín, y a Amparo. Algunos ya no están entre nosotros. 
Lamenté que, en medio del barullo, me fuera imposible escuchar el himno a Valencia. Me hubiera gustado cantar las primera estrofas, las únicas que todavía recuerdo, en su memoria. 

miércoles, 10 de marzo de 2010

RECETAS. 1. GACHAS, AHORA QUE AÚN HACE FRÍO

Comida de pastores ovejeros. De agricultores cerealistas, tantas veces pobres. De otoños fríos e inviernos helados. De paisajes entre la Serranía y la Mancha. De años de nieves que no siempre son de bienes, de estufas de leña que ahuman todo y a todos. De casa de la abuela. De casa de la madre. De infancias junto a pinares y alamedas, con algún olmo cercano donde en primavera anidaban los pájaros, y una parra delante de la casa de la Patricia, cuya sombra cobijaba a niños y mayores del sol inmisericorde de las tardes de verano.
Ahora ese mundo de gachas se me está muriendo. Sin que nadie se percate, distraídos todos con las nuevas pantallas planas de LCD o de plasma, viviendo en bloques de pisos todos iguales, desordenándonos con ordenadores que pueden hacer maravillas, diciendo las sandeces de siempre mediante móviles de última generación, y dejándonos seducir en vano por diferentes artilugios tecnológicos cada vez más sofisticados.


Aquí no existen; allí apenas se encuentra un bar donde las hagan y las sirvan de tapa a los habituales mientras se toman el chato de tinto de la tierra. Casi no quedan abuelas que las pongan a la mesa, para evitar que los nietos, que suelen pedir pizza, se les subleven cuando se quedan a comer y sus hijas las traten de antiguas.
Mi madre hace tiempo que no las prepara habitualmente: además de pesadas de preparar, en casa padecen algo de tensión alta, un poco de colesterol y todos esos males que aquejan a los que sobreviven gracias al estado del bienestar, la ciencia médica y la industria farmacéutica. Y a los nietos, como decía, lo que les va son las hamburguesas y la pasta. 
Formo parte, pues, de una generación extraña e intermedia, afanosa por descubrir nuevas aplicaciones para el iMac, de aprender de sus hijos cómo se programa la tele con el nuevo mando a distancia y, al tiempo, aferrada a recuerdos, a árboles que finiquitaron plagas, a paisajes que han dejado de existir, y a las gachas. Curioso sino el nuestro. O extraño sino, al menos, el mío.
Tan extraño como esos dos ingredientes básicos que prueban que es un plato en peligro de extinción: la harina de almorta (Lathyrus sativus), que es la base del plato, y la alcaravea (Carum carvi), una especie que le confiere un sabor especial. 
Y una indicación final: es un plato calórico, grasiento y, desde una perspectiva dietética, creo que mortal de necesidad si se abusa de él. Sólo es aconsejable, pues, para estómagos curtidos y con la prudencia de ser consumido en familia o con íntimos, dadas las características curativas que este tipo de calor humano proporciona al organismo. Y una última indicación: para que sienten bien, lo que se dice bien, en casa ha de estar una estufa encendida, a ser posible de leña; y fuera ha de hacer frío, preferiblemente el que mi madre llama “un frío negro”; y si además llueve o nieva, mejor que mejor.
La receta que doy a continuación es una versión combinada de la de mi madre y la de un hermano (el segundo de la Juanita). Para que conste.
Ingredientes:
Harina de almorta (una cucharada sopera por comensal)
Alcaravea, pimentón dulce, comino y clavo (sin medidas; hay que ir probando hasta dar con la receta ideal de cada cual)
Torreznos de tocino (en abundancia)
Ajos (también en abundancia)
Aceite de oliva (mucho)
Agua, sal y pan.
Hay quien le añade también chorizo, hígado de cerdo o, si en otoño se dieron bien los níscalos y se guardaron en botes con su aceite, estos encantadores hongos de pinar. En caso de añadir hígado, antes hay que cocerlo y luego picarlo muy fino.
Preparación:
Si se puede, en cocina de leña. Se toma una sartén adecuada. Se calienta un buen chorro de aceite y se fríen los torreznos, dejando la grasa junto al aceite. Se retiran y guardan.
Se sofríen a continuación en esa mezcla explosiva los abundantes ajos cortados en láminas. Cuando empiecen a estar ligeramente dorados se añade una cucharadita de pimentón dulce y se sigue sofriendo todo.
Se baja entonces el fuego y se añade la harina de almorta, que se va friendo lentamente y sin dejar de remover hasta que adquiera un color tostado. Es entonces cuando se añade el agua y la sal al gusto. Si se desea añadir hígado, cocido y picado previamente, ahora es el momento.
El truco para que salgan bien consiste en darles continuamente vueltas para que no se peguen ni aparezcan grumos, con una cuchara de madera y teniendo la sartén bien sujeta por el mango, de ahí la célebre frase.
Cuando rompen a hervir se les añade la alcaravea, el comino y el clavo al gusto y se sigue removiendo. Si se quedan secas se añade un poco de agua. Han de quedar como un puré espeso.
El tiempo de cocción lo marcan el aceite y la grasa. Ha de ir subiendo hasta aflorar en la superficie. Sólo entonces las gachas conseguirán tener el sabor suave característico.
Entonces se le añaden los torreznos de tocino, si se ha puesto algo de chorizo, o los níscalos, y se deja cocer un poco más, sin dejar de remover.
Forma de servirlas: 
Los platos, sobran. Se toman directamente de la sartén, de forma que la sensación grupal aumenta al tiempo que se mantiene mejor el calor de la comida. Podríamos departir ahora sobre el impacto del exceso de higiene en el crecimiento de las alergias y otras reacciones exageradas, pero no es el lugar. Se comen así por tradición. Y si vamos a empezar a ponernos finos, mejor nos vamos al restaurante de abajo. 
Si todavía tonteamos con la finura, podemos comerlas con cuchara, pero lo auténtico es usar las rebanadas de pan tostado –o frito, si hay lo que tiene que haber– que utilizaremos para mojar. Como colofón, y con pan blando, se abarre la sartén hasta dejarla como una patena. Es un final cariñoso y, al que le toque fregar, nos lo agradecerá.
Una aclaración final, innecesaria, pero que me apetece hacer: Habrá un momento en que publicar recetas como esta será considerado, por lo menos, peligroso, y en el peor de los casos, delictivo. Vegetarianos radicales, ecologistas fundamentalistas, dietistas y aficionados a las teorías de la conspiración, por poner algunos ejemplos de la nueva y poliédrica Inquisición, serán los actores del ministerio fiscal. Nos acusarán de violar los derechos de los animales, de propiciar el calentamiento global o, directamente, de atentar contra la salud. Algunos conspiracionistas afirmarán que formamos parte de una sutil propaganda para eliminar pensionistas en un medio económico depauperado; y otros, en el sentido contrario, de ser un nuevo recurso de la industria farmacéutica para mejorar dividendos a costa del déficit público. Etc.
Consciente de todas estas malas interpretaciones posibles –y que conste que no soy un paranoico– declaro que mi interés en estos momentos es simplemente de trabajo etnográfico y cura de añoranzas personales. Así que he aprovechado para publicitar la receta, antes de que nos invada aún más el Gran Hermano. Y si alguien se toma en broma lo anterior, lo celebro, pero que se lo plantee... o que espere unos años. A ser posible, echándose unas gachas entre pecho y espalda cada invierno.

martes, 9 de marzo de 2010

RECETAS IMPROBABLES. LA CONTRADICCIÓN.


“Sacó el polvo de hornear de su hermosa y nueva lata y lo puso otra vez en la vieja bolsa donde había estado siempre. Derramó la harina blanca en un vieja olla de barro. Pasó el azúcar del recipiente de metal donde se leía azúcar a una serie de frascos pequeños donde se leía especias, piedras de afilar, cordeles. Puso los ajos donde habían estado durante años: el fondo de media docena de cajones. (...) Encontró los lentes nuevos de la abuela en la repisa de la chimenea y los escondió en el sótano, y luego encendió un gran fuego en la vieja estufa, con páginas del libro de cocina”.
                                                                        Ray Bradbury. El vino del estío
Siendo como soy, tenía que llegar el momento de la contradicción. La comida, en vez de rodeada de voces de amigos, enclaustrada en el silencio del rito. Y, tras la cortina, ese viejo conocido siempre al acecho: el caos.
Y es que yo, amigo al tiempo de guisos y palabras, tengo de regente en mi Olimpo mítico de la cocina a un personaje antagónico: a la abuela de Douglas Spaulding, el joven protagonista de El vino del estío
Fue gracias a ella que pude elevar definitivamente la cocina a rango de arte y, releyendo ese capítulo, he ido descubriendo otra contradicción interior no menos esencial: la que existe entre el Orden y el Caos. Buscar el equilibrio entre el uno y el otro es una tarea en la que aún persisto. 
Vayamos al Orden: La abuela de Douglas se encarga de cocinar en la casa de huéspedes que tiene la familia, y más que guisar, cada día les muestra con sus platos las maravillas del Universo y les permite compartir el milagro de la Creación. Cada comida es diferente. Y nadie pregunta qué es, ni qué contiene. Simplemente se paladean como si de una Comunión se tratara, sin decir ni una palabra, con un recogimiento absolutamente religioso, cercano al éxtasis, imperturbables frente al mundo exterior, que deja de existir en cuanto se levanta la tapa de la cazuela y el olor a todo inunda ese microcosmos.
Entremos en el Caos: Esos guisos se hacen en una cocina infernal, donde aparentemente no hay nada en su sitio, oscura y demasiado cálida. En ella la abuela manipula botes cuyas etiquetas nada tienen que ver con sus contenidos, mirando todo a través de una gafas poco menos que opacas, mientras transmuta las cosas más vulgares en maravillas mediante auténtica magia.
Hasta que un día maldito llega la entrometida tía Rose. Y empieza a imponer “otro orden”. Su primera herejía consiste en preguntar qué cenarán, porque a ella siempre le ha gustado saber lo que come; y después, casi provoca un terremoto cuando se le ocurre inquirir cuál es la receta. Luego entra a lo cocina y se asombra del caos reinante: así que se empeña en abrir las ventanas y ventilarla porque es oscura y hace calor; más tarde  insistirá hasta que logra ordenar y etiquetar las especies y otros elementos culinarios; luego se sorprende de que la abuela vea algo con sus viejas gafas y le consigue unas nuevas y, finalmente, la acompaña a comprar... ¡e incluso le regala un libro de cocina! Y todo ello apoyado en una nefasta frase llena de conmiseración salvadora: “Voy a ayudarla, así que no abra la boca”.
El resultado es devastador. Huéspedes y familia son incapaces de engullir los nuevos guisos, la abuela empieza a deprimirse, y la tía Rose insiste en que ahora sí que está todo en orden... e incluso insinúa que han de agradecerle que pueda servirse la cena media hora antes.
Y el final feliz. Douglas, previas indicaciones del abuelo, acompaña a tía Rose a dar una vuelta por el pueblo. Cuando regresan, en el porche están todos, salvo la abuela, que nada sabe, esperándola con su maleta preparada y un billete de tren. El abuelo le dice educadamente adiós. Sin opciones. 
Esa noche la abuela prepara la cena pero sigue siendo incomible. Entonces se hunde, se lamenta de haber perdido su don y se echa a llorar desconsoladamente, mientras los huéspedes se retiran a sus habitaciones de nuevo hambrientos y emocionalmente destrozados.
Cuando todos se han retirado, Douglas entra en la cocina, lo revuelve todo, esconde las gafas nuevas y enciende la estufa con el libro de recetas de tío Rose. 
El estruendo de la estufa despierta a la casa, la abuela baja a su templo de siempre, siente que ha recuperado esa forma de orden que era su caos particular, y por ende su arte, y empieza a cocinar de nuevo. 
Aromas maravillosos suben las escaleras de la casa en plena madrugada y, en silencio, sin necesidad de que medie palabra alguna, los pensionistas –que siguen despiertos por el hambre– van bajando al comedor, ponen los mejores cubiertos y manteles, encienden las velas por miedo a que la luz eléctrica rompa la magia del momento, y esperan, de nuevo, la llegada del Paraíso, del único Orden posible, de ese acto de creación primigenio con que, en la cocina, la abuela imita a los dioses.
Ya he dicho que me gusta cocinar.  Y he reconocido que no lo hago bien, aunque algunos platos me quedan interesantes. Con mentalidad de tía Rose compré alguna vez libros de recetas que nunca he llegado a utilizar, y de vez en cuando disfruto preparando alguna cosa en medio del caos. A diferencia de la abuela de Douglas, a mí el desorden  no me ha concedido ningún don, pero ella sigue siendo mi ídolo culinario: una anciana a quien conocí por casualidad, entre las páginas de una novela, una tarde de verano que fue como una revelación, en el sentido religioso del término.
Desde entonces he ido elaborando el Mito de la abuela de Douglas, que se podría sintetizar como el del Orden Implícito o también llamarlo del Caos Aparente.
Así que si alguna de las recetas que iré anotando plantean contradicciones, o aparecen desordenadas, o son poco claras y no siguen el esquema al uso, no me preocuparé. He aprendido a vivir entre las palabras y el silencio, soñando tanto con guisos compartidos entre risas como con platos cuyo disfrute sólo es posible desde el recogimiento. 
Sigo teniendo, en algunos aspectos de mi vida, una tendencia enfermiza al orden y, en otros, unos deslices hacia el caos que me llenan de vez en cuando de terror. Por eso, aunque muy de tarde en tarde, releo ese capítulo de El vino del estío y me reconforto.
Y en eso estoy. Buen provecho. 

viernes, 5 de marzo de 2010

RECETAS IMPROBABLES. PRIMERA APROXIMACIÓN

                                                         XXXVI. LA RECETA
              1. Búsquense seis o bien ocho amigos de confianza; han de ser gentes de 
                  buen contar, de buen comer, de buen dormir. Señálese una fecha.
               2. Cómprense los ingredientes. (...)
                                                Paco Ignacio Taibo I. Breviario de la fabada.
Me gusta comer, y cocinar, aunque aún no me maneje como quisiera ni en la mesa ni en la cocina. Y, como sucede que también me gusta leer, hace tiempo presenté a Lectura a Cocina, como amigas mías que son; y aunque a veces se discuten, como norma se llevan bien. De ahí, quizás, la idea de compartir recetas.
Mi tío Pedro, que pasó necesidades atroces en varias cárceles de la posguerra, me contaba siendo yo niño que el mejor plato era aquel que se comía con hambre, y que ninguno le había sabido mejor en la vida que la primera tortilla de patatas que se zampó cuando salió de tan magna institución. 
De adulto, la receta final de la fabada que proponía Paco Ignacio Taibo me hizo así mismo consciente de que, para comer bien, no sólo hacía falta hambre, sino también seres queridos cerca: que son preferible unas simples judías con la familia o un amigo a cualquier delikatessen deglutido a solas. Y que los amigos, puestos a elegir, han de ser gentes de buen contar, de buen comer y de buen dormir. Hay quien piensa que no; qué le vamos a hacer.
Un día me dio por pensar que una buena comida sin una buena conversación puede resultar tan insulsa como una buena conversación huérfana de una buena comida, o en su defecto, de una buena copa de vino, de una cerveza o cualquier otro aditamento. Fue descubrir esta perogrullada y entender, por ejemplo, por qué me sentí tantas veces inquieto en aquellas maravillosas clases que impartía mi admirada María Jesús. Era porque me faltaba un elemento tan fundamental como algo que echarme a la boca, el complemento corporal para el bien espiritual, porque ¿qué son el uno sin el otro, sino una misa con buen sermón pero sin comunión final, o viceversa? Pero el tiempo corre sólo en una dirección. Así que ahora toca no corregir, sino enmendarse. Compartir no sólo palabras, sino platos; o, como mínimo, esa combinación de unos y otros que son las recetas.
Hay unas cuantas para mí entrañables. Nada de alta cocina ni novedades de vanguardia: unas, platos tradicionales; otras, con alguna innovación; las hay que tienen visos de irse perdiendo y las menos de que quizás aún no se hayan encontrado. Tienen en común que forman parte de mi vida, de mi historia, de mi identidad, y ¿qué sería de mi búsqueda de mí mismo sin tenerlas en cuenta? 
Porque son mojones en mi camino, las iré recuperando y las describiré, como homenaje a todas las veces que me han nutrido, y no sólo en el sentido gastronómico del término. Y como deferencia y recuerdo a todos con los que las compartí, y a todos con los que espero compartirlas. 
Porque son de esos platos que necesitan, como ingredientes esenciales, hambre y amor.