sábado, 13 de febrero de 2010

ASPECTOS DE LA ESPAÑOLIDAD. EL JAMÓN


En casa, algunos programas de televisión –pocos– sirven de catalizador familiar. No sólo los vemos juntos; los comentamos, nos reímos, opinamos, dejamos caer cosas casi por casualidad que revelan pensamientos íntimos... aprendemos los unos de los otros. Normalmente son series de humor, pero caben más y a veces hay auténticas novedades.
Una noche empiezo a ver un programa de televisión casi por inercia. Mis hijos lo están mirando, mi mujer también, y me comentan que el tipo que lo presenta es de lo más divertido. Ya se sabe: no se debe criticar aquello que se desconoce; así que me apunto. La serie se titula Desafío extremo y el protagonista-presentador es un tal Jesús Calleja, deportista desenfadado y con pinta de vividor alegre que, según he ido viendo después, tan pronto se va a buscar el Polo Norte en trineo como se mete al océano rodeado de tiburones. Hay aventuras que acaban bien y otras mal. Pero el tío va a su rollo y lo cuenta tal y como sale, sin importarle nada; con una frescura de la que carecen reportajes sobre la naturaleza o la aventura mucho más elaborados y caros de producir.
El de esa noche, el primero que veo, me sorprende.
Han ido a hacer la ascensión del Makalu, el quinto pico más alto del mundo, en la cordillera del Himalaya. La descripción del entorno social, a fuerza de ser realista y viva, es esperpéntica. Va a una especie de monasterio budista donde lo invitan a comer y su comentario sobre una sopa sobre la que flotan elementos extraños es algo así como “he comido cosas mejores”. La noche antes de la salida, en la casa del sherpa donde duermen les invitan a un licor que parece ser fuerte y acaban con una castaña que se atreven a filmar tranquilamente mientras sus ojos se llenan de lágrimas. Los comentarios sobre los demás seres tampoco tienen desperdicio. La cosa, pues, estaba animada y prometía.
Aclaraciones logísticas: explica que han de subir al campamento base en helicóptero, mientras los porteadores suben a pie, dado el peligro; el viento que hace, las dificultades para llegar, los problemas de frío. Aquello pinta terrible y negro. Se instalan y empiezan la ascensión, pero una tormenta les obliga a regresar. Más peligroso y más negro. Después de una semana a base de frío, nieve, soledad, arroz y lentejas está quemado y añora una copa de Ribera del Duero, llegando a afirmar que, a quien le proponga a la vuelta que vayan a una arrocería, lo manda a hacer puñetas. Es entonces cuando les dicen que acaba de llegar otra expedición de españoles y van a visitarlos, como Dios manda.
Sorpresa. En una tienda grande que han montado los recién llegados una especie de bufete libre con aceitunas, mejillones, queso manchego y, lo más alucinante: colgado de uno de los palos de apoyo... ¡un jamón! Auténtico. Serrano. A más de seis mil metros de altitud, en una tierra inhóspita, rodeados de una tormenta de nieve, amontonados y sin intimidad, pero con un jamón.
Un jamón. Ni crucifico, ni espada del Cid, ni mantón de manila, ni réplica del botafumeiro, ni cassette con el pasodoble Gallito: un jamón. Símbolo definitivo que no requiere más explicaciones porque, o se entiende emocionalmente a la primera, y entonces para qué seguir hablando, o no se entiende, y entonces es absolutamente inútil cualquier explicación racional. Nosotros lo entendimos.
Volvamos a la logística. Desde la compra en cualquier supermercado o tienda de barrio, ha de haber recorrido aviones, aeropuertos, aduanas, cargas y descargas en todoterrenos, almacenajes, hasta llegar a las espaldas de un sherpa que lo ha izado al campamento base cruzando arroyuelos, puentes, barrancos. Dado lo costoso de la expedición y el ahorro de espacio necesario, empiezo a barruntar que han sido capaces de dejarse los crampones, algún piolet, o hasta las cuerdas, para poder traerse el jodido jamón hasta  esta inhóspita zona del Nepal.
Quedo anonadado por la imagen. Me supera. Siento que no soy nadie. Que el resto de escaladores recogidos en sus tiendas no son nada. Pienso: seguro que hay algún grupo de alemanes perfectamente equipados, durmiendo ya en sus tiendas isotérmicas, limpias y milimétricamente ordenadas, dispuestos a pasar al otro día la revisión médica y empezar la ascensión con la carga justa de cereales liofilizados, barritas energéticas y un equipo de última generación testado en los laboratorios de la Universidad de Hamburgo. Pero sin jamón.
A Jesús la emoción lo embarga. Creo que él también se da cuenta de que en ese momento ya no es el héroe. Antes sí; mañana quizás también. Pero ahora no toca. Los héroes anónimos son los de jamón. Nos miramos, la familia al completo pensamos lo mismo, unidos frente a un hecho arquetípico. Nada de mariconadas, como ganar un mundial de fútbol. Ahí están unos tíos que se han ido a ver si escalan el puñetero Makalu y no se les ha ocurrido otra cosa que montar un pica-pica en el campamento base con aceitunas, mejillones, queso ... y llevarse un jamón.
No recuerdo si, finalmente, coronaron la cima o no. Ni Jesús Calleja y los suyos, ni los Otros. Era un detalle sin importancia. La hazaña estaba cumplida y la crónica relatada. Como ejemplo para emuladores, vergüenza para cobardes, guía para buscadores y brújula para desorientados
Fantaseo. Han pasado millones de años. La raza humana, tras miles de años intentándolo infructuosamente, ha logrado por fin finiquitarse, por aquello de “el que la sigue, la consigue”. Aquellos picos, en su lengua, se comunican entre ellos. Recuerdan una especie de microbios extraños e incomprensibles que tenían la manía de subir por sus laderas, clavar una banderita en su cima y volver a bajar, sin importarles las penalidades o la muerte por conseguirlo. Y, llegados a cierto punto, todos esperan a que la montaña Makalu explique, por enésima vez, por qué ella es especial aunque no sea la más alta, ni la más peligrosa, ni la más antigua: un día, un grupo de aquellos impresentables acamparon en ella... con un jamón.  Rememorará sus andanzas, sin recordar si llegaron al final o no. Y las demás llorarán de envidia una vez más.
Por eso voy a brindar por ellos.

Addenda: Unos meses después, en verano, fuimos en familia a Italia. Ganó la prudencia y el sentido común de mi mujer frente a la locura y el desorden mental de un servidor y los niños, que queríamos imitar a nuestros héroes anónimos e irnos pertrechados, aunque no cupieran las zapatillas de recambio, con un jamón. No lo conseguimos. 
El viaje fue magnífico, pero aún hoy me siento un poco fracasado, con un regusto amargo, y creo que ellos –los niños– también. El Renacimiento, he de reconocerlo, no fue lo mismo, aunque las niñas se entusiasmaran con las máscaras en Venecia y yo comprando un recuerdo para mi madre, la Juanita, en los alrededores de la iglesia de San Antonio –del que ella ha sido siempre devota–, en Padua. Nos faltó, al llegar cada noche al apartamento, la visión de un jamón colgado, esperando el corte preciso, previo al acto de comunión profunda que nos definía como lo que somos más allá de cualquier denominación.
Creo que volveremos a intentarlo, aunque me consta que contaremos de nuevo con la oposición de la Doña. Seremos pacientes: alguna vez bajará la guardia.

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