martes, 31 de marzo de 2020

Platos con fondo. 1. Carciofi alla giudia


«Partir, pero ¿a dónde? Hay lugares que todavía no conozco. Paisajes que todavía no he visto. Individuos a los que todavía no he conocido. Qué fortuna increíble, la mía, la de poder decidir aquí, mañana, que partiré de viaje. No a la aventura, sino para descubrir. Creo que es el otro lado del amor por la gastronomía».
Alain Ducasse.— Diccionario del amante de la cocina.

Hace tiempo, leyendo a Ducasse, me descubrí añorando lo que nunca hice: los viajes gastronómicos. Viajar para comer, pero también para entender una sociedad, para aprender a preparar, para enfrentarme a ese saber comprar que imaginamos, estúpidamente, que tenemos. Más allá de —o de forma complementaria a— monumentos, paisajes o folklore, ser capaz de entender el alma de una cultura no sólo a través de su comida, sino por sus materias primas, dónde las venden, cómo las cocinan y, por supuesto, en su forma de relacionarse con los demás a través de ella.
En ese momento se enlazaron recuerdos inconexos: el viejo sueño del tío Rodolfo, con las esperanzas puestas en la quiniela, de recorrer España pueblo a pueblo, comiendo los platos típicos de cada lugar; la sensación de flotar con las fosas nasales llenas de los olores intrigantes y espesos del Bazar de las Especias de Estambul; la costumbre familiar de darnos una vuelta, cuando vamos a la gran ciudad, por los mercados de la Boquería o de Santa Catalina; aprovechar un paseo por el bosque o la montaña para comer en algún sitio cercano que usa de proximidad. Todo lo veía con otra perspectiva y ciertas cuestiones cobraron un sentido nuevo.
Dado que sé que soy demasiado cómodo, prefiero no hacerme ilusiones sobre mi futuro, y menos desde este confinamiento en que nos encontramos, así que, de momento, me limitaré a comunicar mis reflexiones. 

El plato/deseo de hoy: Carciofi alla giudia
No he estado en Roma, pero si un día voy… bueno, imagino que haré lo que se me ha dicho que tengo que hacer: visitar la Fontana di Trevi, el Vaticano, el Coliseo… todas esas cosas. Debe ser que soy poco atrevido. Si lo fuera —que, repito, no lo soy— lo que haría es buscar lo que queda, junto al río Tíber, del antiguo gueto judío, pero no sólo para ver su Museo, la Sinagoga o la Piazza delle Cinque Scole, sino para buscar un restaurante sencillo donde ofrezcan comida casera. Y allí disfrutar, mientras cierro los ojos, de una buenas alcachofas a la judía.
Veamos la gestación del plato: En 1555, tras la promulgación de la bula del Papa Paulus IV Cum nimis absurdum, los judíos quedaron confinados en un barrio amurallado en el rione Sant’Angelo, rodeado de una muralla con tres puertas que se cerraban al caer el sol. No fue tan malo, aquel Papa: es cierto que así evitaba en parte el contacto de cristianos y judíos, pero también protegía a estos últimos de los ataques de muchedumbres seducidas por predicadores radicales que los acusaban de cualquier mal, real o imaginario.
Confinados durante siglos —hasta 1870 no fueron equiparados al resto de los italianos y las murallas se destruyeron definitivamente en 1888—, y con acceso a productos casi exclusivamente locales, los judíos desarrollaron una nueva y peculiar cocina. Ni compartida con el resto de los judíos ni con el resto de los romanos: suya.
Uno de sus platos, que ha sobrevivido hasta hoy, son esas carciofi alla giudia,  preparadas con variedades como la mammole o la cimaroli del Lazio. Un manjar recomendado, sobre todo, en este mes de marzo que se acaba. 
Y ¿por qué, de entre la variedad de opciones, este deseo mío de degustar precisamente esta receta? Pues por tres razones: 
Una, porque las alcachofas, ya sabéis, me encantan. De cualquier manera. Y esta forma de prepararlas no la conozco todavía.
Dos, porque me hace gracia que algo que parece ser tan sabroso sea el resultado de lo que podríamos llamar una “cocina de confinamiento”, por lo que hay un matiz pedagógico que ahora juzgo necesario.
Y tres: porque motivó, hace unos años, un cierto nivel de rebelión por parte de esa comunidad contra el poder espiritual establecido, nada menos. Cuentan que el Gran Rabinato de Israel, encargado de todo lo relacionado con el ritual decretó, en 2018, que este plato no era kosher y que, por tanto, era impuro. Argumentaron que, teniendo en cuenta su modo de preparación, era posible que en el interior de las alcachofas existiera algún pequeño gusano, cuyo consumo está prohibido por la ley mosaica. 
Los judíos romanos se indignaron: alegaron que las hojas de sus alcachofas estaban tan prietas que ni un pequeño insecto podía alojarse en su interior. Y parece que, al menos algunos, las han seguido consumiendo no sólo en temporada, sino incluso, siguiendo una costumbre secular de su comunidad, durante la Pascua. Ya no están confinados, pero no renuncian a lo que aprendieron en aquellos duros tiempos. 
Yo, entretanto, aquí; confinado también aunque, como sabéis, por motivos muy distintos. Y también con alcachofas.