martes, 6 de octubre de 2015

Fiesta y cotidianidad

Una vez, hace muchos años, nos reunimos en casa de mis padres ellos, sus hijos —nosotros cuatro— y nuestras familias. Recuerdo la frase de mi padre durante la cena : “esta noche, para mí, es Nochebuena”. Creo recordar que era uno de esos puentes del uno de noviembre, pero para mi padre fue esa noche especial. Una auténtica fiesta. Nunca hemos vuelto a repetirla. Ha pasado el tiempo y jamás hemos logrado cenar todos juntos de nuevo.
Propongo, pues, que entendamos la Fiesta como una suspensión temporal de lo Cotidiano. Como una exclusión de la Normalidad que nos permite introducirnos en lo Extraordinario.
Durante siglos, la Fiesta, así, con mayúscula, fue un atributo de las religiones. Se celebraban la creación del mundo, la firma de un pacto entre Dios y los hombres, la subida a algún cielo o la bajada a algún infierno, la aparición de las estaciones —el mito griego del rapto de Perséfone y los misterios de Eleusis me ha parecido siempre apasionantes— nacimientos —Dionisos, Mitra, Horus, Cristo… que coinciden con el solsticio de invierno— o muertes sagradas. Carnavales, santos patrones, peregrinaciones...
Y tras las celebraciones y la renovación de tradiciones, costumbres y creencias compartidas, tras la vivencia extraordinaria del sentimiento de comunidad, la vuelta a la normalidad, a lo cotidiano, a lo gris, si queremos.
Y era ese equilibrio entre lo extraordinario y lo común lo que daba un sentido a la vida de la comunidad. Porque la fiesta, para serlo, debe tener un principio y un fin. Si lo cotidiano se prolonga se pierde el el principio del mito; si la fiesta no acaba, se corrompe su efecto.
En el ámbito privado, la fiesta, así, con minúscula, repetía los mismos esquemas aunque, obviamente, en una dimensión reducida. Pero con el mismo espíritu.
Reflexiono sobre esto hoy, con calma, porque ayer volvió a marcharse Guillermo a México y sabemos que estaremos tiempo sin tenerlo al lado. Durante unos días estuvimos, de nuevo, todos juntos. Y hasta los actos más anodinos, como ver la televisión, se convirtieron en fiesta. 
Ahora ha regresado, de nuevo, el dominio de la normalidad. Amable en general, si soy sincero; entrañable muchas veces, incluso. Y aquí estoy, sin quejas, pero esperando que, de nuevo, regrese la celebración de la fiesta. 
Y sé que será cada vez más difícil, porque también nuestras hijas irán creciendo y algún día también dejarán eso que hasta hoy ha sido su único hogar. Y me alegraré de que hayan crecido, y me entristecerá, en algún momento, ver sus habitaciones vacías por la noche. Y dejaré encendidas las velas de la entrada sabiendo que ya no tendrán la misma utilidad.

Me asombro al descubrir, así, que también en lo cotidiano hay una fiesta, o que debería haberla. Que deberíamos luchar porque la hubiera. Que la vida común no es menos extraordinaria que la festiva. 
Y que, para ser consciente, sólo hace falta abrir los ojos. Y, una vez con los ojos bien abiertos, ser capaces de olvidarnos de Mirar para comenzar a Ver.