martes, 20 de septiembre de 2011

SCHWARZWALD, 2. RELOJES DE CUCO.

Paquito salió, pero volvió enseguida.
— ¿Sucede algo?
— Un pitillo. Ando mal de tabaco.
Carlos le ofreció el paquete, y Paquito cogió uno.
—Coge más.
—No, gracias. Tengo que acostumbrarme. Estos días estoy ahorrativo, y ya me he quitado de comprar tabaco. Ya sabe para qué. Se acerca la primavera.
Gonzalo Torrente Ballester. Los gozos y las sombras. II. Donde da la vuelta el aire, p. 18
Trashumantes, comerciantes y otros individuos no menos inquietos
Mi infancia estuvo marcada por el sedentarismo: la misma casa, la misma calle, el mismo barrio. En verano, por las noches, los mismos mayores salían a sentarse “a tomar el fresco” mientras contaban las mismas historias, y los mismos niños jugábamos a dar la misma tabarra a falta de actividades más creativas en las que entretenernos. 
Lo ajeno siempre era peligroso; los extraños, motivo de sospecha: no debíamos ir con gente que no conociéramos, y se nos asustaba con historias del Hombre del Saco y del Tío Mantecas, de finales macabros, sobre todo para los gorditos. 
De vez en cuando aparecía por el barrio gente de fuera. Eran recibidos al tiempo con jolgorio y con prudencia: parrillanos que ofrecían mantas, vendedores de botijos con su mercancía cargada en burros bellamente enjaezados, paragüeros y lañadores que arreglaban paraguas y cazuelas —en aquella época se arreglaba todo hasta lo imposible—; afiladores gallegos con su rueda movida por el pie y su flauta de Pan llamando a las amas de casa para poner a punto cuchillos y tijeras.
Ya de mayor, cuando leí Los gozos y las sombras, recordé a toda aquella gente en el personaje de Paquito, el relojero loco y enamorado que compartía casa con Don Carlos y que cada primavera recogía sus bártulos, abandonaba el pueblo, e iba a visitar a su amada Dios sabe dónde.
Los vendedores de relojes
En la Selva Negra se toman a muy a pecho lo de ser los inventores del reloj de cuco, aunque no todos los investigadores coincidan en sus orígenes. Una de las leyendas relata que dos comerciantes de relojes de la ciudad de Furtwagen, en su deambular por esas comarcas buscando clientes y haciendo arreglos, encontraron a otro relojero de Bohemia que llevaba algunos de estos artilugios. Emocionados por el pajarito, le compraron uno, lo desmontaron para entender su mecanismo y luego lo copiaron una y otra vez, haciéndolos rápidamente populares.
Las moralejas, para mí, son sencillas: una es que las innovaciones se transmiten gracias a la gente que se mueve; que evolucionamos más y mejor gracias a los contactos, a los intercambios, a la comunicación. Otra es que no sólo la prosperidad, sino la paz, están relacionadas con el comercio, sobre todo cuando se trata de contactos entre personas y las grandes compañías y los Estados no meten la zarpa.
Aportar, ser aportado. Comerciar y negociar, enseñar y aprender. Cuando alguien está en el camino, sin importar dónde se dirija, aumentan las posibilidades de que se produzca el milagro. Internet no es, hoy, más que el último ejemplo magnificado; pero durante siglos los barcos, las mulas o los pies fueron los medios que generaron miles de historias que cambiaron la vida de las personas —generalmente para bien, pero sin olvidar nunca el lado oscuro— a lo largo y ancho del mundo.
Tenemos un reloj de cuco
Conviví con un reloj de cuco por primera vez pasando unos días en casa del abuelo de mi mujer. Por aquel entonces, lo sé porque alguna vez miro las fotos del viaje, todavía tenía el pelo negro. Después de los primeros sones, escucharlo se convirtió en una especie de rito hipnótico y, cuando volvíamos después de patearnos las ciudades cercanas más hermosas, procuraba estar atento a las horas exactas y las medias para encontrarme en el comedor y oír al pequeño pájaro cantar el paso del tiempo mientras aparecía rítmicamente por la ventanita.
Este verano, después de recorrer durante días la Selva Negra, y verlos llenando tiendas, y visitando el interior de algunos, del tamaño de una casa, comprar uno fue algo casi inevitable. Ahora suena, marcando también las horas y a las medias, en el comedor de casa.
Imagino que llegará un momento en que me habitúe tanto a su cú-cú que ya ni lo oiga. Pero por ahora, cada canto me recuerda que el mundo sigue girando, que existen personas que inventan y otras que intercambian; gentes dispuestas a comunicarse para obtener beneficios, o por el placer de descubrir algo nuevo. Individuos que caminan para aprender de lo que encuentran durante el viaje.
A veces, lo reconozco, me domina la pereza, o me pesa el cansancio, o simplemente me falta la energía. Me siento últimamente, como arrastrado por una regresión a mi infancia, profundamente sedentario. Y es una pena porque, si no venzo esta tendencia, me perderé una parte importante de la vida. 
Si sigo así, un día olvidaré qué significa realmente el reloj de cuco. Y al día siguiente, y casi sin notarlo, dejará de importarme que llegue la primavera... y no encontraré nunca a un vendedor que me ofrezca, en medio de un camino anónimo, una extraña mercancía prodigiosa que me anime a ver la vida de otra manera y a volver a intentar hacer algo nuevo y hermoso. Y lo triste, pienso, es que no me daré ni cuenta.

sábado, 17 de septiembre de 2011

SCHWARZWALD, 1. PAN DE JENGIBRE



                                    hagiografía: estudio de la vida de los santos.
                                    eiségesis: incluir las interpretaciones personales en un texto.
San Galo, Saint Gallen, St Gallus
La hagiografía es pobre: fue un monje irlandés, discípulo de San Colombano, que llegó en el siglo VII a los Alpes para convertir a aquellos campesinos al cristianismo. Cuando encontró una gruta en la que morar encontró allí a un oso al que le ordenó traer leña y que después se fuese. Y el oso obedeció. Luego hizo otros milagros, repartió dádivas entre los pobres y fundó un monasterio. Su onomástica se celebra el 16 de octubre. Fin de la historia.
Robertson Davies, en Mantícora, la segunda novela de la Trilogía de Depford, hace una eiségesis curiosa: Gallus era tan místico, estaba tan por encima de las necesidades de este mundo, que necesitaba un compañero que cuidara de él en ciertos aspectos. 
Se marchó a vivir a una cueva, pero ésta ya tenía un inquilino: un enorme oso. En vez de abandonar, o de hacer que el animal se fuera, llegó a un pacto con él: el oso traería leña y él, a cambio, le daría pan de jengibre. 
De ahí una curiosa conclusión: cada uno de nosotros ha de convivir con un animal interior, y si realmente somos sabios, no lo ignoraremos ni intentaremos domarlo: la única posibilidad de ser felices es aceptarlo y llegar a un acuerdo con él, a no ser que queramos morir de hambre o destrozados por sus garras. Y concluye: alimentad a vuestro oso, y él os traerá leña para el fuego.
Obershamersbach
Me hago mayor. En mi vida empiezan a existir demasiadas coincidencias i recurrencias. 
El último mensaje que les mandé a unos cuantos amigos, precisamente como despedida y antes de comenzar este blog, trataba sobre un monje irlandés afincado en Suiza, Saint Gallen o Gallus, que había llegado a un acuerdo con un oso...
Este verano recalamos en la Selva Negra, casi tocando a Suiza, en un pueblecito llamado Obershamersbach. El hotel restaurante más importante —justo frente a la puerta de la iglesia— era el Bären, el Oso. Mi sorpresa fue cuando, en mi tradicional visita al templo, descubrí que estaba dedicada a St Gallus. 
Allí estaban. El santo y el oso, lo místico y lo salvaje, lo profundamente espiritual y lo terriblemente natural; quien lo cifra todo en un futuro que hay más allá y quien vive con pasión cada minuto del presente. El Santo y el Oso.
Una reflexión y un café
Las iglesias son lugares de recogimiento y de reflexión. Espacios consagrados al silencio —y a Dios, sea quien sea— que deberíamos visitar periódicamente, sobre todo esas que nos subyugan con su belleza. En ella recordé la vieja historia y me pregunté que había hecho últimamente por mi animal interior. Y entendí por qué algunas noches sentía frío. 
Me hice el propósito de aprender a hacer ese simbólico pan de gengibre con que deberé alimentarlo y decidí cuidarlo un poco más, sobre todo ahora que se acerca el invierno. Luego fuimos al Hotel Bären —las tabernas y similares también son espacios a visitar periódicamente, por razones complementarias, sobre todo si también son hermosas— y nos confortamos con un café en una mesa bajo un conjunto de cuatro zorras disecadas en ademán de jugar a las cartas. 
Al fondo pude ver de nuevo, en una vidriera, al santo y al oso; el primero parecía distraído, pero el animal me pareció que me observaba. Quizás debería haber optado por una buena cerveza.