martes, 27 de abril de 2010

MENTIRAS PIADOSAS, BENDITAS MENTIRAS. EPÍLOGO



LA VERDAD OS HARÁ LIBRES
Veritas liberabit vos.
San Juan, Evangelio, 8, 32
Mi sobrina la mayor seguro que no se acuerda. Es ahora una mujer hecha y derecha, profesional y seria. Pero yo, cuando la miro, no puedo evitar verla de otras maneras: en una fotografía suya de niña, en blanco y negro, en la que mira por el redondel hecho uniendo los dedos índice y pulgar de su manita; su rostro feliz, jugando un día al corro en el patio de la escuela. Y su mirada de tristeza cuando una amiga mía, con la mejor intención, una noche nos chafó la guitarra.

Una rana llamada Ramón
Siendo muy pequeña, antes de ir a vivir a la ciudad de los abuelos, venía a menudo a mi casa. Nos llevábamos bien, me gustaba contarle cuentos y jugar con ella. Era mi primera sobrina y, además, encantadora.
Un día vi en un puesto callejero una especie de marioneta de tela con forma de rana, chillonamente verde y amarilla, y no pude resistir la tentación de comprarla para jugar con ella —con mi sobrina, aunque también con la rana—. Cuando llegó  esa noche me la puse como un guante, utilizando el meñique y el pulgar para mover sus brazos y el resto de los dedos para mover la parte superior de la boca. Hablé con una voz que me pareció apropiada y le pregunté —le preguntó la rana— si sabía quién era: ella intentó contestarle que un dragón, pero aún no hablaba bien —era muy pequeña, unos dos añitos— y, desde entonces, aquella rana pasó a ser Ramón, que era lo más parecido que se me ocurrió entender en aquel momento. 
El juego básico, repetido cada vez que venía —ya se sabe cómo son los niños, y nosotros dos lo éramos—, consistía en montar algún diálogo ilógico del que Ramón se evadía cuando le daba la gana mientras se agitaba y le gritaba: “¡Y ahora te comeré!”.  Entonces ella también abandonaba el diálogo allá donde estuviera, corría, y Ramón detrás, y yo detrás de Ramón, y había mordiscos por el comedor y por el pasillo con aquella boca de trapo, y más gritos y más carreras. Hasta que algún mayor nos llamaba al orden y volvíamos al diálogo entre ella, Ramón y yo. Y en cuanto se despistaban, vuelta a empezar con los mordiscos y las carreras.
Un día estaba en casa una buena amiga, de visita. Pero a mi sobrina, a Ramón y a mí eso no parecía afectarnos, así que empezaron los diálogos y lo demás. Y las llamadas al orden, que finalmente los tres obedecimos. 
Yo dejé a Ramón en su cajón correspondiente y entonces sucedió: aprovechando que yo iba a la cocina, aquella amiga, con la mejor de las intenciones, y creyendo que a mi sobrina le asustaba aquel monstruo verde y amarillo, decidió evitarle el supuesto trauma.
Le mostró los entresijos del muñeco y empezó a explicarle que todo era un truco, que Ramón no estaba vivo y no podía morder. Yo llegaba en ese momento con los platos y oí el final de la explicación. Mi sobrina le dio a entender que la había entendido y luego me miró a mí. Y su mirada era de tristeza, y yo me sentí un imbécil porque sabía que no sabría explicarle que podíamos seguir haciendo lo mismo como si aquellos minutos no hubieran existido.
Seguimos jugando, algunas veces más, con Ramón, pero nunca fue ya lo mismo. Ella no sé si lo recuerda; nunca lo hemos hablado. Yo he vuelto a jugar después con mis hijos, sobrinos y hasta con otros niños que habían venido de visita, si pensaba que se lo merecían. Aún conservo, guardado en un armario y con los colores menos vivos, que el tiempo no pasa en vano, a Ramón. 
Está escrito en el Nuevo Testamento —Jn, 8,32—: “la verdad os hará libres”. No digo yo que no, pero a veces, lo único que logra es chafarnos la guitarra. Y nos quedamos con la verdad y la libertad, eso sí, pero sin jolgorio y, de paso, sin música.



domingo, 25 de abril de 2010

MENTIRAS PIADOSAS, BENDITAS MENTIRAS. 4 de 4


4. INAUGURAN LA PASTELERIA “DULCES RENCORES”
No encuentro la palabra. Sé que existe, pero no la recuerdo. Pensaba que era una acepción de Canard (pato en francés) o Fake (falsedad en inglés), pero no. Aunque no la recuerde, sé que hay una palabra para definir aquello que, siendo mentira, puede ser creíble y consigue no sólo que muchos se lo crean, sino que otros, aún sabiéndolo incierto, deseen o necesiten creérselo. Si no existiera, deberíamos crearla.
El color del cristal con que se mira
Referido al mundo de la información escrita, las mentiras forman un universo fascinante y maravilloso, constantemente utilizadas por literatos, filósofos, políticos, periodistas, religiosos, ideólogos, visionarios y otros estafadores con más o menos gracia e incluso arte. Son los que se dedican a construir las diversas realidades; los que tiñen los cristales de las gafas a través de las que miramos el mundo.
Y dentro caben todas las verdades, todas las mentiras e incluso las medias tintas, adobadas con frecuentes teorías de la conspiración: las que barruntan mentiras en lo que otros nos venden como verdades y las que construyen mentiras a partir de verdades que hacen aparecer como mentiras. 
¿Quién mató realmente a John F. Kennedy? ¿Pisó de verdad Neil Amstrong la Luna aquel 20 de julio de 1969? ¿Significa la palabra “democracia” lo que nos dicen que significa cuando ciertas decisiones están en manos de las aproximadamente 130 personas que conforman el Club Bildelberg? Y así hasta que nos venzan el cansancio o el horror.
Debates teológicos, obras maestras de la literatura universal, fantásticas producciones de Hollywood o Bollywood, sesudos artículos, aparentes verdades incuestionables... la lista es interminable. El hombre no sólo es el animal mendax. Es el animal que se solaza en la mentira. Que la goza. Que la utiliza para manipular, oprimir o “liberar” a otros animales humanos. Que la necesita para vivir tanto como el aire que respira. Que llega incluso dar una vuelta más a la tuerca, detectar que le engañan, y engañarse de nuevo creyendo que realmente el que se lo ha mostrado le está diciendo, ahora sí, la verdad.
Y con ese fin leemos la prensa, vemos el telediario, escuchamos en la radio a nuestro locutor preferido, navegamos por Internet, nos dejamos estafar. Y luego corremos a contárselo, como en aquel anuncio de detergente, a la vecina; no vayamos a tardar en propagar la buena nueva y alguien se nos adelante. ¡Qué gozada de mentiras!
¡Malditas verdades!
Leo en un blog una referencia de un libro publicado en Francia: L’imposture climatique, de Claude Allègre. En el capítulo 5 explica cómo se forjó el mito del calentamiento climático: Olof Palme era primer ministro hacia 1973, e intentaba construir veinticuatro reactores nucleares, pero el movimiento ecologista antinuclear en Suecia era demasiado potente. Uno de sus amigos de la infancia, y compañero de tenis, era Bert Bolin, un geoquímico de la atmósfera que en los años 60 había publicado una serie de artículos alertando del peligro del CO2. Fue el que suministró a Palme los argumentos de que el CO2 era más peligroso que la energía atómica.
Al lobby nuclear, desestabilizado por los accidentes de Chernóbil y Three Mile Island, este nuevo frente de la lucha ecologista la vino como anillo al dedo. Lo único que había que hacer era utilizar la información correctamente, dirigiendo la opinión en función de una serie de intereses. Hasta hoy.
Quizás no sea cierto, y el señor Claude sea un peón del lobby del petróleo, pero recuerdo que en noviembre de 2009 unos hackers se colaron en los ordenadores de la Universidad East Anglia y publicaron correos electrónicos en los que se incitaba desde las más altas instancias a manipular los datos que no coincidieran con las premisas de la campaña orquestada para asustar al mundo con el tema del cambio climático. Campaña que, por cierto, ha estado moviendo miles de millones de dólares y manejando premios prestigiosos a los que prefiero no hacer alusiones. 
Hay demasiado en juego. Esto va bastante más allá de falsificar un Botticelli. Aunque los resultados no sean tan éticos ni, mucho menos, tan bellos.
Sea como fuere, y lleve la razón quien la lleve, me gustaría que este tipo de noticias fueran mentira.
Uno que es un ingenuo todavía, ¡que le vamos a hacer!
¡Bien por Carmina Tomé!
Para evadirme un rato de cosas tan terribles, entro El Mundo Today. Es un diario digital que ha optado directamente por hacer de la mentira un divertimento. No intentan engañarnos. Sus articulistas no se presentan como adalides de lo cierto, y las noticias que allí aparecen son claros fraudes; pero intuyo en esas mentiras mucha más verdad que en esas otras que aparecen en periódicos que a saber cómo se han financiado.
Las noticias que ofrecen, comentadas con todo lujo de detalles, son de la siguiente guisa (incluyo título y subtítulo): 
  • Desalojan un bar porque un cliente pide tomar un café solo. Llevaba gafas oscuras y creyeron que era un inspector de la SGAE.
  • El 82% de los que hacen cola en el INEM sólo son mirones. Lo certifica un sondeo encargado por el gobierno.
  • Descubren el armario del que salen los gays. Podría haber más en otros puntos del planeta.
  • Un funcionario lleva desayunando desde febrero. Intenta completar un sudoku.
Pues bien, una de las últimas que me ha conmovido quisiera ahora compartirla. Se titula: Abren la primera pastelería pasivo-agresiva. Se llama “Dulces rencores”. La firma un tal Kike García.
Comenta el autor que la idea de la promotora, la pastelera Carmina Tomé, es la siguiente: Buena parte de la gente, cuando se enfada, se encierra en sí misma y no hay manera de solucionar el problema. O estalla y entonces el problema tampoco se resuelve. 
Lo que propone con su nuevo negocio es regalar un pastel con una inscripción significativa. El que lo regala se queda tan descansado, y el que lo recibe no se enfada tanto porque el pastel está buenísimo. 
Como se afirma en el artículo, y cito literalmente: «No sólo los clientes están satisfechos con sus compras, también los que reciben los pasteles como regalo. “Antes, para empezar a discutir con mi mujer, ella tenía que poner el morro arrugado y entonces yo le preguntaba si le pasaba algo. Luego ella me decía que no, pero en plan ‘lo sabes perfectamente pero no te lo voy a poner tan fácil, púdrete’. Ahora, con las tartas, podemos empezar a discutir mucho antes y, además, mientras nos las comemos”, explica el marido de una clienta habitual de la pastelería».
Al parecer, los mensajes más demandados, sobre todo por la clientela femenina, que es la mayoritaria, son del tipo: 
  • Tú mismo.
  • Al menos tu cumpleaños SÍ lo hemos celebrado.
  • Gracias por tirar de la cadena.
  • Supongo que te lo comerás en el bar viendo el fútbol.
  • Felicidades. Este pastel te lo regalamos entre todos pero lo hemos pagado entre Juan, Javier, Sara y Vanesa.
Qué bonitas son algunas mentiras. Y qué racionales. Y qué divertidas.Y qué bien las cuentan algunos. Y cómo he sido de feliz con el engaño. Y cómo desearía que fuera verdad. Y qué jodidamente cutres y necios y aburridos son los del Gobierno y la Oposición fabricando trolas. Y qué canallas son los Madoff de fuera o los Forum Filatélicos de dentro.
Voy a proponer a Carmina Tomé para el Nobel de la Paz. He consultado la lista de los anteriores en Internet y, si consigue hacer crecer el negocio, por Dios que se lo merece mucho más que la mayoría de los galardonados.
Y también voy a recomendarla a varias asociaciones de emprendedores, de esas que están buscando nuevos modelos creativos para salir de la crisis que nos apabulla.
Y cuando vuelva a Barcelona, que volveré pronto, me voy a fijar bien, a ver si resulta que al final no es mentira, que la noticia es verdad, que van a tener razón y la tal pastelería existe. Y es que pasa con esta pastelería lo que con la palabra que buscaba sin recordar al principio: que si no existe, habría que crearla.
Si un día las encuentro —la palabra, la pastelería— no me olvidaré de vosotros: os avisaré.

miércoles, 21 de abril de 2010

MENTIRAS PIADOSAS, BENDITAS MENTIRAS. 3 de 4

3. EL PASTICHE, O EL VIRTUOSISMO
De entre los falsificadores, algunos de los más entrañables se encuentran en el mundo del Arte. Forman una minoría selecta, un club de caballeros y de damas al que tienen un acceso restringido sólo unos cuantos marchantes y unos pocos artesanos de la falsificación extraídos de entre esos científicos y técnicos que, de tan superiores, han abandonado los laboratorios de la industria para entrar en los de la poesía. Tienen también en común, tanto con el espionaje como con la cosa nostra, una marcada devoción por la omertá.
Son, en un mundo repleto de vulgaridad y malas maneras, uno de los últimos vestigios de la auténtica crème de la crème. Dicen que son aficionados a la buena mesa y conocedores de las mejores cosechas de claretes. Dicen. Porque el mito permanece siempre inaccesible.
En el mundo del arte, a la actividad creativa a la que esta minoría selecta dedica su tiempo y sus esfuerzos, se la conoce como pastiche.
Uno de los buenos y más encantadores pasticheros del siglo XX, al que perdió su fama, fue Elmyr de Hory. Hasta el prestigioso Clifford Irving escribió su biografía y el laureado Orson Wells le dedicó una película fantástica, —F for Fake—.
Fue uno de esos “pintores” que llevó su virtuosismo más allá de muchos que tienen una fama inmerecida. Realizó Picassos, Toulouse-Lautrecs y Modiglianis como los hubieran pintado Picasso, Toulouse-Lautrec y Modigliani. No hacía copias falsificadas: el muy cabrón realizaba nuevos originales. Él siempre dijo que no quiso engañar a nadie, ya que no firmaba sus cuadros con las rúbricas de sus supuestos autores. Pero claro, quizás su marchante sí. No se sabrá nunca.
El caso es que, actualmente, en muchos Museos, supuestos entendidos suspiran ante obras de arte sublimes suponiendo que su autor es otro, cuando en realidad son cuadros de De Hory. 
El proceso de falsificación de los paticheros es fascinante y, en mi opinión, supone una obra colectiva de arte —combinados sus aspectos estéticos, científicos y técnicos— de rango superior a las simples pintura o escultura. Uno de estos autores —llamarlo pintor a secas es desmerecerlo— se asemeja más a un constructor de catedrales que a un pintor propiamente dicho: ha de conocer técnicas diversas, tener contactos con los mejores profesionales y estructurar su obra como un todo donde el más mínimo error de factura llevará irremediablemente no sólo al fracaso de la obra en sí, sino a la pérdida de su prestigio. Y todo esto sabiendo que su fama quedará circunscrita a un mundo cerrado y opaco, aunque suficiente para estas grandes almas.
Imaginemos que el encargo es un “original” de Botticelli. Pintar como pintaba el gran Sandro no es fácil, pero eso no es la parte más complicada: Desde que se planea la obra hasta que la adquiere un rico coleccionista, se sabe que la finalidad es la de engañar a auténticos connoisseurs, a peritos especializados, y para ello ha de contar con los mejores profesionales de diversidad de campos; genios que, además, han de tener el sentido del humor más elegante y el suficiente sentido poético de la vida como para meterse en ese berenjenal por, nunca mejor dicho, amor al arte. Al arte de estafar con la mejor clase, por supuesto.
Hay que diseñar la obra con motivos iconográficos adecuados y tratarlos de una manera coherente, lo que supone un trabajo de investigación titánico; producir, para realizarla, pigmentos iguales a los que se utilizaban en la época, y soportes igualmente similares; someterlo todo a sofisticados procesos de envejecimiento que resistan análisis físicos y químicos complejísimos y, por si fuera poco, montar una historia, al tiempo fantástica y creíble, que explique dónde se ha encontrado, cómo podía aparecer allí y en qué textos, cartas, referencias aparece la posibilidad de que esa obra existiera. 
Lo que está en juego detrás de una obra de este tipo no es el timo de la estampita; ni siquiera es similar a un trabajo de falsificación de billetes —pura artesanía con las nuevas tecnologías de reproducción—: hablamos de millones de dólares, del prestigio de carreras, de negociaciones a los más altos niveles incluidos estirados delegados de Ministerios de Cultura de países del Primer Mundo. 
Insisto, este tipo de creación es un arte superior al de la pintura o a la escultura, sin ningún género de dudas, sobre todo si se trata de pastichear autores anteriores al siglo XX. De Hory creía, y yo comparto la creencia, que si alguno de los pintores a los que amplió su producción se hubieran levantado de la tumba, le hubieran agradecido su aportación a su obra... inmediatamente después de felicitarlo por su pericia.
Su final fue apoteósico. Se suicidó en 1976, en su preciosa mansión ibicenca, temeroso de que lo extraditaran acusado de falsificación. 
Hay quien opina que su muerte fue el último fraude que selló  su vida: teóricos de la conspiración sugieren que posiblemente murió no suicidado, sino asesinado. Señalan que nadie que desee quitarse de en medio  contrata, como él hizo poco antes de morir, guardaespaldas. 
Había muchas carreras de famosos catedráticos, demasiados inversores en arte, reputadas salas de subastas, muchos museos de primera fila y bastantes expertos endiosdados, que tenían pavor a que el bueno de Elmyr pudiera desvelar cuántos y qué cuadros eran suyos, ahora que estaban tasados como auténticos y valían fortunas extraordinarias. 
Demasiado en juego para dejarlo en manos de un poeta del pastiche. Muerto estaba mejor, pero, en su honor, había que hacerlo también con elegancia, había que engañar con su muerte como él lo había hecho en vida. Y se suicidó.
Algunas vidas más o menos ejemplares, de vez en cuando, nos dan las claves para entender nuestra realidad mejor que los manuales de filosofía. Cuando del trabajo con el fraude se encargan auténticos genios, poco importa que sea un pastichero o un espía, podemos dedicarnos a gozar. Teniendo siempre el detalle de quitarnos después el sombrero.
Elmyr de Hory, hay que decirlo todo, no fue ni es, ni de lejos, el mejor. Los mejores son esos otros de cuya existencia ni siquiera se tiene constancia, fuera del círculo mágico de auténticos privilegiados. Ellos siguen mintiéndonos. Maravillosamente bien.
Uno puede ir a un museo —a un Gran Museo—, tomar el catálogo y quedarse asombrado ante un Klimt o un Van der Weyden. Pero si uno es un sibarita, no está de más informarse de las últimas adquisiciones, de cómo se descubrieron y entonces, si se dan determinadas coincidencias, parados solemnemente frente a la obra, maravillarse soñando que quizás se esté ante un auténtico pastiche. Y luego, después de emborracharse contemplándolo, celebrarlo, ¿solo?, con una sola copa de un buen vino.

sábado, 17 de abril de 2010

MENTIRAS PIADOSAS, BENDITAS MENTIRAS. 2 de 4



2. LA FALSIFICACIÓN, O LA PROFESIONALIDAD
Nota previa: Por lo que veo, releyendo la entrada, he sido incapaz de imprimir a mis palabras el tono jocoso que deseaba darles mientras las iba escribiendo. Pido disculpas por mi  incapacidad y recomiendo, pues, leerlas sin ninguna seriedad. No la tienen.
                                     Las mejores mentiras se dicen cara a cara, con un toque de arrogancia
John Le Carré. El infiltrado
El hombre que falsificaba billetes
Pocas cosas hay tan sofisticadas y apasionantes como las mentiras bien urdidas. Cuando era pequeño, mi padre me contó una historia que hizo mis delicias: trataba sobre un tipo que era un auténtico manitas en eso del dibujo; tanto, que se dedicó con éxito a falsificar billetes prácticamente de forma artesanal, con unos materiales básicos a los que con su genialidad supo extraer todo su jugo. Finalmente, lo detuvo la policía. Pero no lo encerraron: le propusieron trabajar en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Era un final feliz, y yo un niño crédulo. 
Luego, de adolescente, recordando la historia, me dio por pensar que mi padre era un mentiroso o un romántico estúpido —ya se sabe cómo se las gasta uno en la adolescencia—; años después me llegó otra noticia que me recordó el tema, posiblemente otro bulo, o quizás no: algunas compañías prestigiosas de informática, por no citar ciertas agencias gubernamentales norteamericanas, se dedicaban a localizar crakers, no para meterlos en la cárcel, sino sólo para amenazarlos con el problema que sería que se les cayera el jabón mientras se duchaban. Y luego, en un alarde de generosidad, no sólo les proponían solucionar ese problemilla, sino que les ofrecían, al tiempo, un jugoso empleo y una pasta gansa por trabajar para ellos en vez de ser tan independientes. Pero posiblemente no sea más que una de tantas teorías de la conspiración.
Pero, si eso lo sabía Todo el Mundo
¿Teorías de la conspiración? Seguro que sí. Pero basta con una ojeada alrededor para saber que los falsificadores abundan. Un día sí y otro también aparecen noticias sobre las ramificaciones de la estafa piramidal de Madoff, las jugadas de ciertos bancos con las hipotecas subprime y un montón de fraudes por el estilo. El artesano de los billetes, en los tiempos que corren, no se merecería en la prensa ni el hueco de un anuncio por palabras. Y lo que es más grave: al parecer, todo eso, como la corrupción política, el pelotazo inmobiliario o la explosión de cualquier otra burbuja, era algo que “ya sabía Todo el Mundo”. 
Haciendo cálculos, sospecho que un servidor, acompañado de  aproximadamente unos siete mil millones de personas, no estamos incluidos en esa magnífica casta que conforma el Todo el Mundo, esos que ya lo sabían todo antes de que estallase la burbuja. Tomemos ahora la propuesta del refranero popular de "mal de muchos es consuelo de tontos";  según mis números, teniendo en cuenta la magnitud del número de habitantes del planeta que no formamos parte de Todo el Mundo, el nivel de tontez acumulado tiene tintes de ser sublime. Ese el contexto de cualquier burbuja.
Voy a atreverme a aventurar una hipótesis: se guarda la porquería en un globo —lo de la “burbuja” me suena demasiado a pompa de jabón, a algo limpio y brillante con aire dentro—; esa porquería produce pingües beneficios a Todo el Mundo que pagamos, evidentemente, el resto de personas de diversas maneras. Como Todo el Mundo es sumamente ambicioso, cada vez el globo se llena más y más, hasta que explota. Y entonces, y sólo entonces, cuando el hedor es insoportable y las paredes de la habitación están enjalbegadas de mierda, es cuando los periódicos destapan la noticia, y así nos enteramos de algo... que ya sabía Todo el Mundo.
Yo, de adolescente, me decía: si lo que me contaba mi padre del falsificador hubiera sido cierto, hubiera sido una bomba periodística; seguro que ya nos habríamos enterado. Hoy sería más prudente a la hora de criticar a mi progenitor.
El Club de los Mal Engañados
Las novelas de Le Carré, y algunas noticias recogidas en los foros más diversos al vuelo, me han enseñado algo: es un signo de sensatez, y hasta de higiene mental, ver los telediarios como quien mira con sus hijos La Sirenita, pero sin la molestia de tener que preparar palomitas para acompañar.
Ahora intento vivir despreocupado. Pero espero con cierta curiosidad y, por qué no reconocerlo, regocijo, la próxima explosión del próximo globo. Mientras rezo, eso sí, para  que la mierda no me manche demasiado la camisa. El mundo está lleno de ellos; y pocos —que no sean Todo el Mundo, por supuesto— pueden imaginar la cantidad de porquería que hay encerrada y haciendo presión tras esas frágiles paredes. 
Otro problema es que, viendo lo que veo, me percato de que hemos perdido las formas: ahora ya no hay que ser un manitas para falsificar billetes, y si no, obsérvense, por ejemplo, las relaciones entre el mundo político y el empresarial. Si tuviera que montar un club sé como lo llamaría: Los Mal Engañados.
A los amantes, dicen, siempre les quedará París. A nosotros, a los mal engañados, la evasión con películas de ladrones geniales o de espías inteligentes. Y, vamos a reconocerlo, la inútil esperanza de volver a cruzarnos con una de esas infrecuentes historias de falsificadores con auténtica clase, sobre todo cuando su obra se ha descubierto después de que hayan muerto felices y de viejos. ¡Cuánto echo de menos las historias de mi padre!

miércoles, 14 de abril de 2010

MENTIRAS PIADOSAS, BENDITAS MENTIRAS. 1 de 4

1. ANIMAL MENDAX
                                                                 Todos los cretenses son mentirosos
                                                                       Epítomes de Creta
                         Mira, si a mí no me molesta que me engañen; pero coño, ¡que me engañen bien!
                                                                                 Mi amigo Manuel, allá por 1980
Imágenes del hombre, propuestas ideales
No siempre somos conscientes, pero nuestro ideal de persona define nuestra forma de ver al mundo y de juzgar lo que vemos. Con todo lo que eso acarrea.
Desde los griegos ha persistido la imagen del hombre como animal racional. La razón era la característica que ponía al hombre por encima de cualquier otra criatura creada. 
Fuera el espíritu lógico, el alma o el desarrollo del lóbulo frontal del neocórtex, tratándose del homo sapiens, todo parecía apuntar a lo mismo: era nuestra capacidad de comernos el tarro lo que marcaba la diferencia y establecía nuestra superioridad jerárquica (y justificaba nuestra rapacidad para con nuestros semejantes o la Naturaleza, de paso). 
Que esa cacareada capacidad de razonar se haya utilizado con extrema cicatería —y ahí está la proliferación de amores, odios, celos, guerras, envidias, destrucción, desesperación, opresión... que es fácil encontrar a lo largo de cualquier historia, individual o colectiva— no pareció ser óbice para mantener alegremente la afirmación. Según esta hipótesis, a lo mejor que podemos aspirar es a pensar racionalmente.
Gracias a Dios, también hubo heterodoxos. 
Durante el siglo XVI, gentes con más luces, y más divertidas,  retomaron otras ideas griegas y medievales casi perdidas —recuérdese la trama de El nombre de la rosa— y redescubrieron la consideración aristotélica del hombre como animal ridens, como el único animal con capacidad para reír, para crear y entender el humor. En términos modernos, el ideal humano no se parecería a Sartre, sino a Seinfeld; el modelo no sería el pensador profundamente coñazo, sino el humorista sutilmente burlón. Lo que nos hacía superiores a los demás seres de la creación, más próximos a Dios, era la risa. 
La propuesta era revolucionaria: para desarrollarse como humano, había que reír; pasárselo bien; disfrutar a lo grande. Como era de esperar, fue un respiro que duró poco; primero la Iglesia, luego la Reforma y más tarde la Ilustración se encargarían de volver a las ovejas descarriadas al redil. 
Reír no estaba bien visto, al parecer, entre los sesudos varones que se arrogaron la ingrata pero necesaria tarea de salvar las almas o mejorar la sociedad de sus congéneres. Se podía discutir la irracionalidad de la religión, pero no que este mundo había de ser un valle de lágrimas.
La puntilla a esta idea llegó con la Revolución industrial, donde se enfatizó al homo faber, a la persona que construye y utiliza herramientas y máquinas cada vez más sofisticadas, haciendo un paralelismo entre la evolución técnica y la cultural. La raza blanca,  en sus variantes germanas y anglosajonas, sobre todo, ocupaba la cúspide evolutiva. Los latinos éramos poco menos que seres abyectos, los eslavos aún estaban peor, y los diversos indígenas que poblaban el mundo descubierto y conquistado no estaban mucho más arriba que el resto de los animales de carga. Y, en consecuencia, eran tratados como ellos por casi todos, excepto por aquellos misioneros entretenidos en salvar sus almas mediante la evangelización. El ideal era ser científico, ingeniero... y blanco, con todas sus consecuencias, de nuevo. O un buen trabajador o técnico, en el peor de los casos.
El animal mendax
Hay más teorías, pero hoy quiero defender la que, en mi opinión, es la más auténtica: el hombre como animal que miente, como animal mendax (según la traducción de un compañero que sabe latín). Una conclusión a la que llegué un día yo solito, aunque no sea, evidentemente, ni el único ni el primero que ha llegado a ella. 
En la serie House, por poner un ejemplo, el médico de marras lo repite varias veces en cada capítulo —con gran éxito de público—; y sesudos profesores, como Julian Keenan, de la Montclair State University, han explicado tras arduas investigaciones que la mentira es uno de los productos más sofisticados de la evolución. El ideal humano, aquí, es el mentiroso, aunque no cualquiera: sólo aquel que engaña bien. ¿Cuántos profesionales están tan bien pagados como un buen publicista, un autor de éxito o un director de cine, y encima se lo pasan pipa con lo que hacen? Pues eso.
Entre los que ocupan el Olimpo de la pasta, existió incluso un subgrupo al que llamaban "expertos en marketing" que ha sido substituido por los "Storytellers" (traducido: Cuentacuentos). Y no es una broma, sobre todo si consideramos que gran parte de la economía de mercado depende de su buen quehacer.

La mentira como goce
Mentimos como si nos fuera la vida en ello. Incluso ciertas verdades no son más que mentiras tergiversadas o mentiras sobre mentiras. 
Mentimos porque nos encanta mentir, porque forma parte de un juego entrañable, porque nos divierte y porque engañar a los demás es la prueba de que razonamos mejor que ellos, jugamos más y encima podemos ser más divertidos. Y todos, desde la profesionalidad o desde el amateurismo, participamos en tan magno deporte.
A tanto llega el amor que profesamos a la mentira que, a falta de otro destinatario mejor, también solemos engañarnos a nosotros mismos. Y no sólo con frecuencia, sino a veces con un ritmo frenético, con una profundidad espléndida y con una variedad de temas asombrosa.
La añoramos tanto que habría que acuñar una  nueva adicción, como mendaxpatía, para definir la situación de aburrimiento y/o pavor en que nos encontramos cuando se nos cuenta sistemáticamente la verdad. No importa que sea la mujer que nos jura que nos querrá siempre —o que hemos estado soberbios en esos determinados momentos—; el político que nos vende lo invendible; el revolucionario que nos promete la posibilidad de la utopía; el tío del banco que nos dice que no nos preocupemos por el crédito, que si hay algún problema él nos lo soluciona; cualquier religión cuando nos ofrece cualquier Paraíso; el hijo que nos dice que no, que él no ha sido; el médico que nos asegura que en cuatro días como nuevos; la pescadera que nos hace ver que esa merluza a tan buen precio todavía se mueve; el vendedor de coches que nos felicita por la ganga que acabamos de comprarle. Definitivamente, nos encanta que nos mientan.
Lo que no perdonamos no es la mentira, sino que nos engañen mal. No nos trata como idiotas quien nos engaña, sino quien lo hace de forma burda, sin cuidar los detalles... sin profesionalidad. No despreciamos a quien nos miente, sino a quien es incapaz de mantener la ilusión de verdad en lo que cuenta.
Como me decía mi amigo Manuel, bien venida sea cualquier mentira, pero “coño, ¡que nos engañen bien!”. Y esto es no sólo mi verdad sino, de hecho, la única verdad.

domingo, 11 de abril de 2010

UN E-MAIL RECIÉN ENVIADO



A FAMILIARES, AMISTADES Y OTRAS HIERBAS AROMÁTICAS Y MEDICINALES 
No sé si conoces la leyenda. A comienzos del siglo VII, un monje irlandés llamado Gallus vino a este rincón del mundo a convertir a los montañeses paganos. Creo que eran adoradores de osos. Construyó su eremitorio en una cueva cercana a donde se encuentra hoy la ciudad, y allí predicó y se dedicó a la oración. Pero era un hombre de tal santidad, tan por encima de las meras consideraciones de este mundo, que necesitó a un siervo, o a un amigo, que le ayudara en la vida cotidiana. ¿Dónde podría encontrarlo? Bien, resultó que la cueva elegida por Gallus ya tenía otro habitante, un oso de gran envergadura. Y Gallus, que era sumamente terco, hizo un pacto con el oso. Si el oso le traía leña para el fuego, él daría pan al oso. Y así fue. Y este excelente pan de jengibre, espero que no os moleste que diga que es excelente, no pretendo elogiar mi regalo, hoy nos recuerda que si somos sabios de veras sabremos llegar a un acuerdo satisfactorio con el oso que vive con nosotros, porque de lo contrario moriríamos de hambre o tal vez acabaríamos muriendo en sus mismas garras. Al igual que todas las historias de santos, ésta tiene una moraleja. Y la moraleja es el regalo navideño que te hago, Davey, pobre canadiense mataosos, y a ti también, Magnus, fraudulento encantador, y a ti, mi queridísima Liesl, aunque a ti no te hace falta: cuidad bien a vuestro oso, y vuestro oso os dará leña para el fuego.
Robertson Davies. Mantícora.

Es ya año nuevo y primavera. Los árboles ya han florecido y ayer pisé con los pies descalzos la todavía fría arena de la playa. Es hora de quitarse las ropas de abrigo. Aunque con prudencia, que las heladas son traidoras.
A principios del pasado diciembre, coincidentes el frío exterior y el interior, decidí retirarme, sin saber de dónde ni a dónde; supongo que de lo conocido y a una cueva donde habita un oso particularmente querido y que tenía descuidado. El caso es que entré ahí sin saber hasta cuándo me quedaría.  
Aislado voluntariamente, como excusa para comunicarme con el oso abrí un blog, destartalado y aún por adecentar con dibujos, caligrafías y gifts diversos, y me dediqué, algunas noches y como alternativa a ver un rato la televisión, a escribirme a mí mismo, a recordar, a reflexionar sin buscar comprensiones ni complicidades fuera de la cueva. A veces, cuando no se trataba de cuestiones muy personales, tentado estuve de enviaros alguna parrafada, pero fuera soplaba el viento y en esos momentos lo consideré fuera de lugar. Llegué hasta a pensar que podía molestar.
Ahora, con la luz y el calor, el oso ha empezado a salir en busca de no sé qué y a mí me está empezando a pasar lo mismo, además de que, seamos sinceros, tampoco me apetece quedarme tanto tiempo solo allí dentro.
Desconozco la receta del pan de jenjibre, aunque la mermelada hecha con los rizomas de esta planta es, junto con la de naranja amarga, mi preferida para untar las tostadas del desayuno de los domingos. Disfrutad la primavera, y no olvidéis, ahora que llega el buen tiempo, seguir cuidando y alimentando con un buen pan a vuestro oso personal: será el encargado de proveeos de leña cada invierno.
Si algún día tenéis mucha curiosidad, y sólo si tenéis mucha, podéis enredar en ese cuaderno de bitácora en el que he ido añadiendo entradas a lo largo del invierno en la cueva. La mayor parte de ellas son quizás demasiado personales y no os dirán mucho desconociendo el contexto, pero ahora eso carece de importancia. 
(...)
La última entrada, de hoy mismo, está escrita pensando en todos y cada uno de vosotros.
Atentamente

ENSIMISMAMIENTO

Hermosa palabra. De peligroso significado, no voy a negarlo, pero hermosa. Para entender su profundidad hay que reflexionar sobre el hecho de que es un verbo de los denominados de conjugación pronominal o reflexiva, de esos en los que hay dos pronombres. Uno de esos verbos que definen acciones en las que el sujeto es, al tiempo, quien recibe la misma acción que ejecuta, como por ejemplo: arrepentirse, callarse, herirse. 
Del mismo palo y el más auténtico: ensimismarse. Yo me ensimismo, tú te ensimismas, él se ensimisma. Y no se sale del uno mismo, para ensimismarse.
En cuanto al peligro que entraña su significado, está determinado por ser una acción que depende de cumplir con dos requerimientos previos insoslayables: el primero, una entrega a los propios pensamientos, al mundo interior, único y personal; el segundo, el olvido del mundo exterior, de aquello que nos rodea, sin importarnos cómo pueda influirnos. 
Una combinación que, llevada al extremo, o mantenida durante demasiado tiempo, puede generar curiosas patologías. Personales, sociales o culturales. Porque no sólo nos ensimismamos las personas; también los grupos, las naciones y hasta las civilizaciones, suelen pasarse de rosca sintiéndose más únicas de lo que realmente son, y perder de vista el mundo mediante la vulgar práctica de mirarse incesantemente el ombligo.
Pienso en positivo. Ensimismarse. Estar en sí mismo, consigo mismo, cerrado al resto. Olvidarse por un momento del viaje compartido, cerrar los ojos, pensar e intentar contentarse la pregunta: ¿quién soy yo? Y empezar a buscar la respuesta desenmarañando recuerdos, regresando a las múltiples infancias, añorando supuestas patrias del alma, recopilando sueños inconclusos, rehaciendo proyectos, asumiendo fracasos que se creían olvidados y estaban sencillamente ocultos.
Llevo una larga temporada, todo un invierno, de hecho, ensimismado. Hablando mucho conmigo mismo. A lo peor, demasiado. Llego a discurtirme como con una imagen de un espejo, de tanto ser yo sin serlo en tanto que no puedo ser, también, el Otro. Escribo básicamente para mí. Y me gusta. Aún no he llegado a entender razones ni por qués, pero hoy caigo en la cuenta de que está siendo así justo desde antes de comenzar el invierno.
Me voy al otro lado: En lo que tenga de cierta aquella afirmación de Ortega y Gasset de que el hombre es él y su circunstancia, el ensimismamiento, más allá de cierta medida, puede ser peligroso, como decía, al desequilibrar ostensiblemente la balanza hacia uno de los platillos, el del peligroso ego.
Quizás sea tiempo, pues, de regresar al equilibrio o al menos al intento de equidad, de salir del letargo, de volver al redil, de gozar de nuevo del “nosotros”. 
Un día de estos volveré a escribir a los amigos con cualquier excusa. Esperaré respuestas que sean no ya únicamente imprevisibles, sino incluso inimaginables, porque vendrán de ellos, y no de mí de nuevo. Y quizás, si el contexto y la realidad exterior ayudan, ampliaré la salida de mi ensimismamiento y quedaré con alguno, para compartir uno de esos platos cuya receta todavía no he compartido, o con una copa de vino o de cerveza. Lo que juzguemos necesario o conveniente en ese momento. 
Y espero que no nos ennosmismemos demasiado. Porque eso sí que sería volver a empezar. Ennosmismarse: un nuevo concepto que tendré que llenar de significados. 
P.S. Mi hermano —el segundo de la Juanita—, me hablaba hace  unos días al respecto de sustituir ensimismarse por enmimismarse. Le parecía más preciso usar la partícula “mi” que “si”. Le daremos también vueltas.

jueves, 8 de abril de 2010

LO IMPORTANTE ES CONTARLO

Mientras no empeoren las cosas, bien
Mi padre es un filósofo nato. Él, supongo, aún no lo sabe; algún día se lo preguntaré. De más joven me descolocaba con sus refranes, sus argumentos, sus chascarrillos y sus originales respuestas, pero con el tiempo he ido aprendiendo. 
Por ejemplo, cuando alguien lo saluda y le pregunta cómo está, no suele contestar lo que marca el protocolo. Parece como si le molestara decir simplemente “bien”, o “vamos tirando”, o cualquier otra frase al uso. No señor, eso sería demasiado evidente. Y mi padre es un filósofo natural, no un tipo evidente.
A él algún amigo lo saluda en la calle con un “¿Cómo marcha todo?” y mi padre le contesta: “Bueno, mientras no empeoren las cosas, bien”. U otro: “¿Qué, cómo te va la vida?”; y él : “No sé, depende con quién me compares”. Y a partir de ahí la conversación puede tomar rumbos curiosos. De hecho, en más de una ocasión, los toma. Yo antes lo sufría; ahora lo disfruto.
Hace poco, un conocido bastante más joven pero igual de dicharachero que él se nos acerca por detrás, lo abraza y lo saluda diciéndole: “¡Que te estás haciendo viejo!”. Y mi padre, impertubable, le contesta. “¡Sí, pero yo, por lo menos, lo cuento!”
Seguimos siendo pobres
Aquella Primitiva que hicimos mi hermano el segundo y yo la pasada Semana Santa no nos ha llevado a ningún sitio. Lo he comprobado y nada; bueno, sí, hemos perdido dos euros, uno él y otro yo. Así que he abierto el correo electrónico y me he dispuesto a enviarle, en su rol de socio en el negocio, un e-mail breve y conciso: “Seguimos siendo pobres”
Un viejo cuento chino
Es chino, de verdad. Conozco de él varias versiones. En síntesis, es la historia de un hombre empeñado en discutir a su familia y vecinos los conceptos de suerte y desgracia. Un día se escapa el caballo (y el hijo se duele de su mala suerte); al poco regresa acompañado de otros dos (los vecinos lo felicitan por su buena suerte); pero al ir a domar a uno de ellos el hijo se rompe la pierna (qué mala suerte, se compadecen ahora los vecinos); pero estalla una guerra y los soldados del emperador se llevan a todos los jóvenes menos a su hijo, lesionado (y de nuevo albricias vecinales por su buena suerte), etc. El cuento es largo. En cada ocasión, el padre contesta lo mismo: “Esperemos a ver lo que trae el tiempo”. Lo importante, les dice, es la acción y lo correcto que ésta sea, no los resultados, que nunca acabaremos de conocer.
He recordado este antiguo cuento y he decidido cambiar el mensaje del e-mail. Ahora le quito el “pobres” y dejo escrito únicamente: “Seguimos siendo”. Pero no se lo mandaré, porque no sé si con estas dos palabras llegará a entenderme... o me entenderá demasiado.
Lo de pobres, o ricos, o más viejos, o felices, o desgraciados, o lo que sea, habremos de esperar, para saberlo realmente, a ver que nos depara el futuro. Quizás no hayamos tenido suerte... o quizás sí, quién sabe. Mientras tanto, seguiremos siendo, mientras Dios quiera, el tiempo que el Destino nos depare. 
Me siento relajado, rememorando las frases de mi padre: Mientras no empeoren las cosas, seguimos bien; aunque eso de bien habrá que verlo según con quién se nos compare. Y en cualquier caso, a día de hoy, nosotros por lo menos lo contamos. Voy a ver si hay suerte, encuentro algún licor que me apetezca en el comedor, y me tomo una copita.

martes, 6 de abril de 2010

¿CUÁNDO SE VA, CUÁNDO SE VUELVE?

Cuando la Nochebuena cae cuando Dios quiere
Hacía mucho tiempo que no pasaba, y no ha vuelto a pasar. Pero aquella vez estuvimos todos los hermanos en casa al mismo tiempo. Coincidieron los días libres, llegamos a acuerdos y, aunque con angosturas, allí recalamos los que andábamos dando tumbos y el que ya vivía allí. Esa noche, en la mesa, nuestro padre hizo una excepción y pronunció unas palabras que me sonaron a discurso. Dijo: “No importa la fecha; para mí hoy es Nochebuena”. Y luego, sin más, nos pusimos a cenar lo que nuestra madre había preparado. No queda en mi memoria ni fecha, ni menú, ni conversaciones posteriores; sólo aquella frase memorable de mi padre.
La vuelta a casa
Para algunos desplazamientos no utilizo nunca el verbo “ir”.  Sólo el “volver”.  He decidido que se va sólo a lugares donde no se ha estado antes, o donde, habiendo estado, todavía no se ha anidado el alma. Así que este viaje ha sido, primero un volver y ahora un volver a volver. Ya he vuelto a casa. 
Por este año, se acabaron las procesiones, las imágenes, los sonidos de tambores y cornetas, la gente, los paseos por calles cargadas de recuerdos, el cansancio de las cuestas o las fotografías a las que me va induciendo la desconfianza de la memoria.
Y ahora me doy cuenta de que todo eso no tuvo apenas importancia. De que fue sólo folklore. Entretenido, entrañable, un remover recuerdos y pasiones casi olvidadas. Preciosos fuegos artificiales, efímeros y rutilantes... y poca cosa más.
Ahora, una vez despejada la incógnita del problema, el resultado es otro. Las luces de la ciudad, los árboles y los belenes, los villancicos y los brindis, son sólo el envoltorio de la Navidad. El calor humano es en el fondo lo importante, el elemento imprescindible para que la fecha tenga un sentido. Lo entendió perfectamente y lo dijo, hace ya muchos años, mi padre, cuando nos convocó a celebrar una Nochebuena en ausencia de cualquier parafernalia.
Así que, finalizado este viaje, o cualquier viaje de esos a los que llamo “la vuelta”, o “el regreso”, reflexiono sobre lo que me queda, una vez resuelta la ecuación. Y lo que perdura son esos momentos en que mi madre me cuenta cosas de su infancia mientras me ayuda en la cocina secando los platos; el rato en que mi padre, cuando nos quedamos solos después de la cena, me explica que ya tiene ganas de seguir con su coro. Las comidas compartidas. Ese paseo en que mis hijas casi me maldicen, por lo largo, aunque luego les encante enseñarle a su prima el museo que se aloja en un antiguo convento de carmelitas. Ese pasar entre risas por el arco junto a la iglesia de San Nicolás. Esa charla nocturna con mi hermano donde se mezclan la informática, aspectos vitales y biográficos y las cuestiones más místicas. Y esas cañas de cerveza y esos cafés que, como un rito, nos tomamos cada día mientras decimos las payasadas más increíbles que se nos ocurren. Siempre bien aderezadas con unas buenas tapas e incluso, si se tercia, con unos zarajos, aunque ahora ya no los sirvan liados en sarmientos.
Sin olvidar la vieja ceremonia de salir a pasear con ese hermano, pasar por el kiosko de siempre y hacer la Primitiva a medias. Y divagar después sobre qué haríamos con el dinero si nos tocara. Y el volver a pensar, no tanto en ir, como en cuándo volveré. A verlos, a compartir con ellos. Independientemente de que el escenario sean aquellas calles u otras, o cómo se iluminen, o qué música las llene.

domingo, 4 de abril de 2010

VIERNES SANTO

Música de fondo: el Miserere de Pradas, la Marcha Real y la de Infantes. Por este orden.
De madrugada el ruido de tambores, roto en la bajada por el Miserere. Durante todo el día música de bandas, el ritmo monótono de los banceros, sonidos de tambores y cornetas y, después de los pasos, el redoble de los jóvenes músicos que tocan la caja. Durante la mañana la gente está en la calle y habla y lo festeja, y hasta se pierde el decoro por culpa de las nuevas tecnologías ; en la tarde el tono ya baja y se hace el habitual; pero ahora es la hora del silencio. Hasta las cantoneras van cubiertas de goma y no se escucha su golpear el adoquinado. En una noche como esta la plaza Mayor está llena de gente. La banda de música se ha preparado para interpretar la marcha fúnebre. El ritmo del desfile se ralentiza. 
La muchedumbre se agolpa en cualquier sitio, se sube a las escaleras que van hasta la torre del reloj, o en el pilón de la fuente; o se apoya en las pared del convento. Se susurra mientras salen y van desfilando, calle abajo y lentamente, los estandartes de todas las cofradías y los nazarenos con túnicas y capuces de todos los colores entre tanto morado. 
Luego salen de la catedral los caballeros del Santo Entierro y entonces el silencio es sepulcral. Todo el mundo calla de una vez, sin necesitar siquiera de esos molestos “ssists” que tanto frecuentean otros espectáculos. Por la puerta aparece Cristo yacente, con cuatro hachones encendidos, uno en cada esquina. La banda lo está esperando y suena la Marcha Real, el Himno nacional.
Después sale la Virgen llena de dolor por el hijo muerto. El silencio absoluto se hace de nuevo. Ahora suena la Marcha de Infantes.
No suele hacerse, pero deberían tocarse a ritmo lento,de marcha fúnebre, porque se trata del entierro del Hijo y del dolor de la Madre, y al tiempo florearlas con alegría, sobre todo la Marcha de Infantes, que lo pide, porque ese entierro no es más que el preludio de la Resurrección, aunque en este pueblo, que tiende más al Tánatos que al Eros, no acabe de entenderse el significado de la Pascua.
Más tarde, algunos, recorrerán atajos por los callejones llenos de corrientes de aire frío para alcanzar de nuevo la cabecera de la procesión y se dedicarán, gozosamente, a ver las imágenes tan conocidas, el vuelo de los estandartes y las capas y, por encima de todo, se deleitarán viendo cómo ve el Santo Entierro la gente.