viernes, 24 de septiembre de 2010

ANIMALARIO. 7. DE MONOS, PLÁTANOS, TABÚES Y EUREKAS


               Los hombres han inventado los más extraños tótemes y tabúes a los    
               cuales luego se aferran más tenazmente que a la razón o al la vida.
                                          Ludwig von Bertalanfy. Robots, hombres y mentes. 

Circulan diferentes versiones por la red. Desconozco si es un experimento real, pero, como suele decirse, se non è vero è ben trovato.
Cinco monos están encerrados en una habitación donde hay una escalera. Al final de la misma, en un momento dado, los experimentadores colocan un plátano. Uno de los monos sube por la escalera y consigue el premio. 
Mientras, allá en lo alto, ese mono degusta el manjar, abajo, los otros cuatro son regados con chorros agua helada por los investigadores de la conducta. El de arriba los oye chillar, pero tampoco se preocupa mucho: él, a su bola.
Día a día se reproduce el experimento, hasta que los de abajo descubren que hay una relación entre el plátano y los chorros de agua fría: el premio de uno es el castigo de los demás.
Así que al día siguiente, cuando aparece la fruta y uno de ellos se dispone a subir por la escalera, los otros cuatro, al unísono, se enzarzan en una pelea con él y le dejan claro aquello de que la unión hace la fuerza. 
Esperan expectantes.
No reciben el chorro de agua fría. 
¡Eureka!
Durante días, aunque todos han entendido la relación de causa-efecto, alguno, poco solidario, intenta subir, pero la insistencia violenta de sus congéneres le hacen olvidar el plátano. Finalmente, ninguno tiene la tentación de coger el preciado manjar. Aquí acaba la primera fase del experimento.
Entonces, los taimados científicos de la conducta realizan una ligera modificación: sacan a un mono de la habitación de la escalera e introducen uno nuevo. Aparece el plátano en el techo. El recién llegado mira asombrado a sus congéneres y se pregunta por qué nadie sube a cogerlo, así que imagina que no les gusta la fruta, y se decide a aprovechar esa coyuntura. Sin embargo, una vez que pone su primera pata en el primer peldaño, cuatro tipos hasta hace un momento amigables se tornan energúmenos violentos y le cae encima una somanta de palos. Al otro día vuelve a intentarlo, y al otro con más prudencia, hasta que entiende que el plátano tiene un precio que él no está dispuesto a pagar. 
Cuando ya ha asumido el comportamiento adecuado, los experimentadores sacan a otro mono de los primeros e introducen otro nuevo. Y vuelve a repetirse el mismo patrón.
Eso lo hacen una y otra vez. Hasta que, al final, ninguno de los cinco monos que hay dentro ha recibido jamás un chorro de agua fría cuando otro ha subido a por el plátano, pero nadie se atreve a pisar siquiera el primer peldaño de la escalera. Ninguno sabe por qué, pero se ha instaurado lo que en sociología o antropología se denomina un tabú.
Nosotros, al menos así me lo han contado, no somos monos, ni nadie experimenta con nosotros —esto es una afirmación muy discutible, pero vamos a dejarla así de momento—, ni en el techo de nuestro comedor hay un plátano sobre una escalera. O sí, quién sabe.
No sé qué hago aquí, ni hasta qué punto mi libre albedrío es libre y albedrío. Pienso que soy, de un lado, lo que los demás me han ido diciendo que soy a lo largo de mi vida, repitiéndomelo tanto que he llegado a creérmelo; de otro, lo que yo mismo he ido descubriendo  —con más de una mentira de por medio— cayendo y levantándome para volver a caer. Siento que soy, también, lo que podría ser y todavía no he sido. Y que no siempre soy lo que parezco ni parezco lo que soy. Y entre unos y otros “ser” hay lagunas enormes y contradicciones constantes con las que me voy acostumbrando a coexistir. 
Esta noche me pregunto si, además de todas esas cosas y algunas más que no merece la pena citar ni resumir, no seré también un poco pez, hormiga, mariposa, pavo o mono. Porque me siento, de un modo u otro, como todos y cada uno de ellos. Y, encima, sin razón ni motivo para gritar ¡eureka!

viernes, 17 de septiembre de 2010

TODOS LOS DÍAS, HAZ ALGO A LO QUE TEMAS.


Un largo camino comienza con un pequeño paso
A veces, uno tiene la tentación de seguir un buen consejo; y hasta lo sigue.  No tan a menudo como sería de desear, pero sí a veces.
“Todos los días haz algo a lo que temas” me pareció, cuando lo leí en los subtítulos de un videoclip, algo deseable y cercano. Más que una admonición lo sentí como la expresión de un deseo íntimo con el que a menudo lucho, sin conseguir relegarlo a ese olvido que me permitiría vegetar más tranquilo.
Lo de siempre. La letanía no por repetida menos cierta: es mejor hacer mal que no hacer nada; el peor error es no arriesgarse a cometer errores... etc. etc. 
Y, como solución definitiva, el recuerdo constante de la máxima de los estoicos para enfrentarse a la vida cada día: Nec metu, nec spe: Ni miedo, ni esperanza. Despojarse de esos dos lastres que nos atenazan y, sobre todo, nos inmovilizan.
Hasta aquí, la teoría.
El ayuno
He finalizado un ayuno. Mi primer ayuno. Mira que hace años que amigos vegetarianos, seguidores de filosofías new-age y hasta mi mujer me recomendaban hacer uno. Yo meditaba sobre sus beneficios depurativos, analizaba su repetición como práctica en los más diversos credos religiosos y como método de conocimiento místico... pero sólo intentarlo ya me superaba. 
Hasta el domingo pasado. Cené poco y suave y, a la mañana siguiente, empecé tomando sólo un preparado a base de agua, zumo de limón y jarabe de savia de arce. Beber, mucho; comer, nada. Hasta hoy, viernes, en que he vuelto a hacer una comida suave, a base de fruta.
No he logrado la iluminación, y tampoco sé si me he depurado demasiado. Pero me he sorprendido. Y sorprenderme a mí mismo positivamente es un ejercicio que siempre me ha hecho feliz y que últimamente no practicaba demasiado. En contra de lo que esperaba, apenas he sentido hambre; he tenido a menudo, eso sí, unas enormes ganas de comer, que no es lo mismo. 
He estado tranquilo y relajado —esperaba subirme por las paredes después de un par de días sin probar bocado— e incluso más alegre de lo habitual. He visto comer a los demás sin deseo ni envidia. Sabía que podía dejarlo en cualquier momento, que no competía ni siquiera conmigo mismo, y si he llegado hasta hoy es porque he sentido que era el momento y era mejor no abusar, no porque no pudiera continuarlo.
He reflexionado de otra manera. No digo que mejor, sólo de otra manera. Me he centrado en mí. No he tomado ninguna gran decisión, pero sí mi he planteado intentar algunos pequeños cambios. Con calma.
Tan cerca del otoño
Dentro de un días será el equinoccio de otoño. Como suelo decir, tiendo más a celebrar el Anno de Gratia que el Domine; a comenzar el año en primavera, como los astrólogos, que en invierno, como los antiguos romanos; a entender el principio de la vida como el resurgir de la naturaleza y no en el hecho de que la luz comience a triunfar sobre la oscuridad y los días empiecen a ser más largos. Y el equinoccio otoñal es al de primavera como la noche de San Juan a Nochebuena.
Dentro de unos días llegará el otoño. Quería celebrar el equinoccio de forma diferente, vivirlo de otra manera. También por eso he ayunado.
Siento que he dado un pequeño paso, aunque quizás no sea el primero de un largo camino. Una de las conclusiones: independientemente de la longitud del camino, he de conseguir comer mejor, mucho mejor. Signifique esto lo que quiera que signifique.
Otra: no debo olvidar hacer, de vez en cuando, algo que tema.

domingo, 12 de septiembre de 2010

ANIMALARIO. 6. EL PAVO DE ACCIÓN DE GRACIAS, EL SENTIDO DE LA VIDA Y LA SERENDIPIDAD.

Mediocristán es donde tenemos que soportar la tiranía de lo colectivo, la rutina, lo obvio y lo predicho; Extremistán es donde estamos sometidos a la tiranía de lo singular, lo accidental, lo imprevisto y lo no predicho. Por mucho que lo intentemos, nunca perderemos mucho peso en un solo día; necesitamos el esfuerzo colectivo de muchos días, semanas, incluso meses. (...) Sin embargo, si estamos sometidos a la especulación de base extremistana, podemos ganar o perder nuestra fortuna en un solo minuto.
Nassim Nicholas Taleb. El Cisne Negro. El impacto de lo altamente improbable.
El pavo
Conocí la anécdota en un texto de Taleb dedicado a la serendipidad, aunque la idea original parece ser que la desarrolló Bertrand Rusell. Trata sobre un pavo de esos que se consumen en familia, cocinados al horno, el Día de Acción de Gracias.
El citado pavo vive cómodamente en su corral, y observa que, cada día, una amable persona viene a echarle comida; así que, tras repetir la experiencia una mañana tras otra, el inocente animal concluye que la raza humana está compuesta por seres cariñosos dedicados a mantener felices a los de su especie, razonamiento incomprensible pero absolutamente lógico e incontestable apoyado por su experiencia cotidiana. 
El pavo tiene toda la información: la hora aproximada a la que llegará el humano en cuestión, el tipo de grano, la organización diaria de su vida en el corral... hasta es posible que haya encontrado una explicación mítica para una actividad tan generosa y desprendida. 
La única información que NO tiene es que existe, entre esos humanos tan aparentemente amables, una tradición curiosa en un no menos curioso Día de Acción de Gracias. Sólo se dará cuenta de su error —si es que llega a darse cuenta— cuando sea demasiado tarde.
Hay varias moralejas posibles. Una de ella es que la vida sólo cobra su sentido real cuando se acaba. Pero es demasiado dura, así que la soslayaré y me iré por las ramas, que no tengo humor para invitar a cenar esta noche a la señora Depresión.
El Sentido de la Vida
Los humanos tenemos una tendencia innata a buscar explicaciones a todo lo que nos pasa, lo que nos ha pasado y hasta lo que pensamos que nos puede pasar. Generalmente recurrimos a nuestra experiencia —un factor siempre sobrevalorado, como en el caso del ave de corral— y, cuando estamos más desatados, a mitos, creencias diversas, religiosidad popular, supersticiones varias y a los sentimientos más absurdos que nos llegan a dominar. Y, como el que busca encuentra, pues las encontramos. Son mentiras, pero no importa, porque lo importante es que las tengamos.
Cuando perdemos esas explicaciones, o no las encontramos, o no nos las creemos —que es aún peor— caemos en la neurastenia y nos sofocamos mucho porque hemos perdido el hilo conductor de nuestro sino: eso que los filósofos más profundos han dado en llamar, pomposamente, “el Sentido de la Vida”. Y cuando la vida carece del tal sentido, la cosa comienza a ir de mal en peor.
El primer problema, por lo que he podido deducir, es el de gestión de inputs. Cada día vemos, oímos, olfateamos, gustamos y tocamos, multitud de cosas. Sufrimos de un exceso de información. Y nuestro cerebro la almacena y la procesa como buenamente puede. Pero, dado que nuestra consciencia es muy  limitada, hemos de priorizar a qué prestamos atención y a qué no. Y ahí es donde, al parecer, la cagamos bastante a menudo. En vista de cómo funciona el mundo es fácil inferir que solemos estar excesivamente atentos a cosas que carecen de importancia y nos pasan desapercibidos datos básicos para nuestra supervivencia. 
El segundo es que cada cual tiene una especie de conciencia personal —incluso los que tienen el ego por los suelos— que le indica que él es el centro del Universo y que sólo pasa aquello que le afecta. 
La combinación de ambos problemas, algo harto frecuente, suele ser letal.
Un joven está enamorado. Locamente enamorado. Su cerebro, por tanto, ha dejado de actuar con un mínimo de coherencia y sólo ve, oye y siente la información que pasa por el tamiz de su amor. Ella lo mira y él entiende que su vida anterior sólo ha sido un prólogo; que cada paso dado, aunque él no lo supiera, estaba destinado a llegar a ella en el momento preciso y en el lugar adecuado. Repasan juntos su vida y llegan a la misma conclusión: era imposible que no se hubieran encontrado. Su amor es, por primera y única vez en la historia, fruto no del Azar, sino del Destino. 
Hasta un día, que llega antes a casa, se la encuentra en la cama con uno de sus amigos, o con dos, si lo queremos poner peor.
Y entonces recorre de nuevo la información a la que no había prestado atención previamente. Aquel día en que ella lo mandó dos veces seguidas a la cocina a por alguna cosa para quedarse a solas con el “otro”; una mirada que sorprendió una tarde entre ambos, o las palabras que le insinuó otro amigo —con el que él se puso hecho una furia, por cierto— y que le sugerían que pusiera cierta atención a lo que pasaba a su alrededor.
Y la vida cobra de nuevo sentido. Otro sentido, claro, pero no menos sentido que el anterior. El amigo insinuante es ahora un buen amigo, ella es una mala pécora, y él sabía, sí, lo sabía aunque se negaba a reconocerlo, que aquello iba a pasar. Y reescribe la historia, su historia, y los datos primordiales se convierten en secundarios y aquellos despreciados se elevan a la categoría de fundamentales. 
Después, es posible que se vuelva a enamorar, o que descubra un credo político, o que se haga vegetariano, o que se convierta al budismo, o que invierta en bolsa. 
No importa lo que haga. Volverá a las andadas. Es ley de vida. Si sale mal será culpa del otro, de los demás e incluso del mundo; si sale bien es porque es un genio con una visión diáfana. Hay gente que cree que los políticos actúan como actúan así porque sí; pero no, es que son como todos los demás mortales.
La serendipidad
En castellano no existe el concepto en el diccionario; los de la RAE a veces parecen cenutrios. Serendipidad es la castellanización del inglés serendipity. Su introducción en occidente data de 1754, cuando Horace Walpole lo divulgó en esa lengua a partir del cuento árabe Los tres príncipes de Serendip —la actual Sri Lanka—, unos tíos que resolvían problemas y enigmas en base a una gestión inteligente de lo que otros llamarían casualidades.
Pero la casualidad es un tema muy delicado; hay, incluso, quien defiende que ni existe. Decía el científico Louis Pasteur que el azar sólo favorece a las mentes preparadas, que tendemos a ver aquello para lo que estamos preparados: a lo largo de la historia, muchos hombres han visto caer manzanas, pero sólo uno, Isaac Newton, fue capaz de fijarse en ello, reflexionar, y poner, con su ley de la gravitación universal, los cimientos de la física moderna.
El azar está ahí, pero no solemos prestarle atención. Y no lo hacemos, cuentan, porque nuestro relato interno, nuestro sentido de la vida, hace que pasen desapercibidas informaciones importantes, sólo porque no coinciden con aquello que esperamos encontrar. Somos víctimas de nuestras previsiones.
El azar está ahí, y encima nos zarandea de vez en cuando. Pero no aprendemos y seguimos sin prestarle la debida atención. 
Cuenta Taleb que el mundo está dividido en dos regiones entre las que transitamos: Mediocristán y Extremistrán. En la primera, la predicibilidad es relativamente posible, no existen los sobresaltos, y los científicos sociales —por no hablar de economistas, políticos y tertulianos diversos— se dedican a suministrarnos nuestra dosis de tranquilidad cotidiana, interpretando los sucesos pasados como si hubieran sido el resultado de procesos coherentes y lógicos. 
En Mediocristán todo, desde una crisis económica a una guerra, desde encontrar el amor de nuestra vida a que nuestro equipo gane la liga, suele explicarse a posteriori en un ejercicio de narratividad en que cada detalle cuadra y nos muestra que era lo que tenía que pasar dadas las condiciones iniciales y el desarrollo del tema. Curiosamente, siguen habiendo crisis, guerras, desilusiones y partidos perdidos inexplicablemente, porque habíamos jugado mejor. Y nadie prevé las catástrofes futuras, aunque a toro pasado todos expliquen todo.
En Extremistán nada es predecible, la historia, como la evolución, va dando saltos y tumbos —aconsejo un regreso a la teoría del caos tal como la presenta el “efecto mariposa”— y no hay forma de entender nada realmente, dada la proliferación de sucesos infinitesimales.
Otro problema es que estamos firmemente convencidos de que vivimos, de forma exclusiva, en Mediocristán, aunque a veces seamos como el pavo de Acción de Gracias, articulando cada día nuestro discurso lógico y constatable sin saber que, realmente, vivimos también en Extremistán.
Nuestra orientación mental, mal que nos pese, nos hace interpretar la Realidad de una forma limitada, para que lo que nos rodea nos resulte no sólo comprensible, sino tranquilizador. Necesitamos una coherencia en nuestro discurso sobre el Sentido de la Vida. 
Pero no nos iría peor si, sin caer en ninguna paranoia, de vez en cuando nos planteáramos visiones un poco más creativas, rompedoras, y nuevas. La vida en Extremistán puede ser peligrosa, sobre todo si uno no está preparado para lo imprevisto. Porque, aunque la experiencia nos indique que todo sigue igual y que la vida es bella, nunca se sabe qué día será el miércoles previo a Acción de Gracias. Y a lo mejor es mañana.

sábado, 4 de septiembre de 2010

ANIMALARIO. 5. ERRORES Y RECTIFICACIONES: LA BISTON BETULARIA

Música para escuchar y prestar mucha, pero que mucha atención a la letra de los subtítulos. Son más de siete minutos, pero merece la pena si no se tiene prisa.


Melanismo industrial
“Melanismo industrial” es un concepto raro, pero interesante. Define un fenómeno que se da en algunos lepidópteros —mariposas— que consiste en un cambio de color en las alas en un porcentaje elevado de la población. Un ejemplo, de entre las más de doscientas especies en las que se ha observado este cambio de pigmentación, me ayudará a explicarlo: el de las mariposas de la especie biston betularia.
La mariposa del abedul, que es su nombre común, vuela de noche y descansa de día. Se posa, para hacerlo, en los troncos del abedul o de árboles cubiertos de líquenes grisáceos. Es una forma de camuflaje eficaz, ya que sus alas, de un gris claro, pasan desapercibidas, y así evita convertirse en el alimento de algunos pájaros.
Durante siglos fue así en toda Europa. Pero, al llegar la revolución industrial, pasó algo curioso: el hollín que se posaba en los árboles cercanos a las fábricas, produjo un aumento brutal de la variante de alas más oscuras, que los entomólogos calificaron como “carbonarias”. En los alrededores de Manchester, en 1898, ya eran casi negras el 99% de estas mariposas. ¿Qué había pasado?
Errores que ayudan a sobrevir
Los insectos, en general, tienen una capacidad de supervivencia a nivel de especies brutal. Y eso es porque cada vez que se reproducen , al hacerlo tan masivamente, se generan diversos “errores” genéticos en alguno de sus descendientes. 
Una mosca, por ejemplo, puede poner novecientos huevos de una tacada. La mayor parte de ellos serán réplicas casi perfectas de los genes previos  —fenotipo dominante— pero, entre tantos descendientes, algunos habrán salido con “taras” o “errores” en la transmisión genética —fenotipo recesivo—.
En circunstancias normales, esas larvas “erróneas” tendrán menos posibilidades de adaptación y morirán pronto, con lo cual no transmitirán ese “error” suyo a futuras generaciones. Ahora bien, si hay un cambio en el medio, lo que en principio era un defecto puede convertirse en una virtud, y serán las que acaben sobreviviendo e imponiéndose a las demás. Por ejemplo, mientras no hubo insecticidas, los insectos “normales” sobrevivían y los “erróneos” fenecían. Cuando aparecieron estos productos, algunas variantes genéticas tenían  cierta resistencia a ellos: fueron los poseedores de este gen mutado los que sobrevivieron y se reprodujeron masivamente, lo que obligó, en unos años, a cambiar de insecticida, porque el anterior carecía de efecto al atacar a una población genéticamente inmune.
El cambio en el paisaje ambiental fue lo que originó el cambio en la biston betularia. Siempre habían nacido mariposas de la variedad oscura, pero, como se destacaban mucho en los troncos de los abedules, los pájaros eran a las primeras que veían y a las que antes se comían. Ahora bien, cuando el hollín de las chimeneas de las fábricas comenzó a cambiar la apariencia del paisaje y los troncos se oscurecieron con la suciedad, fueron las “normales”, las portadoras del gen que las hace blancuzcas las que se destacaron y pasaron a ser la merienda de cantoras avecillas.
¿Necesitamos mimetizarnos? y de ser “sí” la respuesta ¿cómo?
No somos mariposas. Ni siquiera insectos. Así que no necesitamos de la genética para mutar nuestra apariencia y nuestras opciones de vida, aunque sea de forma limitada. Los soldados se camuflan gracias a sus uniformes de combate; cualquier persona se mimetiza con un nuevo ambiente o situación social gracias a la capacidad de adaptación y, en ocasiones, a ciertas dosis de hipocresía o disimulo bien administradas. Todos podemos cambiar y, de hecho, cambiamos con las circunstancias. Pero solemos hacerlo muy lentamente, como el envejecer.
Hay ocasiones, sin embargo, en que no sólo podemos cambiar: DEBEMOS cambiar. Y hacerlo rápidamente, muy rápidamente
Cuando el contexto, el ambiente o como queramos llamar a lo que resulta de los cambios sociales, varía bruscamente, las posibilidades de supervivencia lo hacen también y al mismo ritmo. Y aquellas actitudes y actividades que antes nos permitían sobrevivir más o menos plácidamente ahora pueden, como el color blancuzco de las alas de la biston betularia, resultarnos letales. Y al contrario, aquellas opciones que antes resultaban marginadas o negativas, ahora pueden ayudarnos a situarnos mejor.
Estoy hablando, por supuesto, de las crisis. Del concepto de “crisis” en general y de  cualquier crisis que podamos padecer, a nivel social y a nivel particular. Dicen, y es cierto, que donde unos ven un problema otros ven una oportunidad. Que lo que perjudica a unos beneficia a otros. Que depende si eres de los que te camuflas y formas parte del paisaje o de los que destacas.
Así que una crisis puede interpretarse, además de como un cambio brusco en el contexto, como una especie de melanismo social, un cambio de coloración del mundo laboral, social, económico, político,  emocional o cualquier otro, que hace que ciertos individuos se destaquen ahora más que los demás —a veces la mayor parte de la población— y acaben sirviendo de cena a los depredadores.
La naturaleza es dura. La vida social, a pesar de la amortiguación del estado de bienestar y de la fortaleza de la familia, puede serlo también, y mucho. 
Cada crisis genera víctimas, o al menos "daños colaterales"; no caen los peores, ni mucho menos. No pringan los culpables; ni siquiera los que la han provocado. Los caídos forman parte del ejército de los nuevos inadaptados, y todos podemos ser clase de tropa, de una manera u otra. No es justo, pero es real. El mundo siempre está cambiando, pero, a veces, el cambio es demasiado rápido y profundo, y no todos tienen la visión,  la facilidad o el empuje para cambiar y mimetizarse a tiempo, o para cambiar de bando.


"Todos los días haz algo a lo que temas. Canta"
Me hago mayor, y eso significa que pierdo reflejos, visión, capacidad de transformación. Estoy atento a los cambios, pero muchos de ellos son, como el fin de la burbuja inmobiliaria y financiera que nos afecta, impredecibles e inimaginables sólo un poco antes incluso para los “entendidos”. 
Me gustaría ser capaz de rectificar cuando haga falta, de reaccionar a tiempo frente a la adversidad. En cambio, me veo anquilosado, adorando supuestas virtudes que quizás hayan dejado de serlo en este nuevo mundo, luchando por costumbre contra supuestos errores que quizás ahora podrían salvarme. Hecho un lío, vaya. Sé que debo cambiar, pero no se qué, y muchos menos cómo.
Posiblemente no se trate ya tanto de buscar como de encontrar, de recordar como de descubrir. De reinventarme como buenamente pueda.
Ahora recuerdo fragmentos de la letra del vídeo que recomendaba ver al principio: “No te preocupes por el futuro, o preocúpate sabiendo que preocuparse es tan efectivo como tratar de resolver una ecuación de álgebra masticando chicle” (...) “Todos los días haz algo a lo que temas. Canta”. Son buenos consejos, para empezar, aunque los consejos también salen malparados en la canción.
Observo de nuevo las imágenes de la biston betularia. Hoy no he hecho nada a lo que temiera; y tampoco he cantado. Vamos mal. Me parece que pronto me iré a dormir.