sábado, 6 de febrero de 2010

CAFÉ (5 de 5): CONVALECENCIA

 Puedo decirlo yo, que he estado allí: no conoce el  verdadero sosiego    
 quien no ha estado nunca en una cafetería vienesa.

Rita Monaldi y Francesco Sorti. Veritas.
Una vez pasé por Viena, pero era más joven e igual de estúpido que ahora. Y Rita Monaldi aún no había publicado. Así que ni se me ocurrió entrar en una cafetería. Ahora, con los niños en plena adolescencia, no creo que sea el momento ni tan sólo de ir a pasear por allí. Pero no me quejo, porque no lo añoro. Y la cita me parece sutil pero imprecisa: conozco el sosiego; lo he encontrado, sobre todo, en casa. Alguna vez, incluso, tomando un café, ahora que voy aprendiendo.


Los hijos lo curan todo. Bueno, todo no, porque hay enfermedades del alma que se cronifican ... pero casi todo. La falta de tiempo aguza el ingenio, y el soluble descafeinado servía para cualquier cosa. Los niños correteaban y preguntaban todo el  rato, y siguiendo turnos, “¿por qué”?; yo me atabalaba, y así pasaban los días que llenaban las semanas. La tetera y las tazas negras y artesanales adornaban un mueble del comedor, y el viejo CD con el Magnificat a 6 voces de Monteverdi dormía en el estante correspondiente. Algunas tardes, para acompañar a mi mujer, me preparaba un cortado con azúcar donde, si una bruja brasileña se hubiera arriesgado a leer los inexistentes posos, habría encontrado una vida vulgar cargada de emociones que no cambiaría por nada del mundo.
De tarde en tarde tomaba café fuera de casa. En casa de algún amigo degusté alguno realmente bueno; en casa de otro valoré sobre todo la conversación y el intercambio de ideas, porque el café compartido era de aquella especie que en casa de mis padres llamaban “agua chirle”, que se toma como añadido, como acompañamiento, como bebida ligera que permita pasar mejor la madalena del desayuno, pero no por sí mismo.
Luego, un buen día, disfrutando en una de mis pausas de un libro precioso de Orhan Pamuk en que explica las vicisitudes de un grupo de ilustradores en las postrimerías del Imperio Otomano, volvió a aparecer el café de una forma tangencial, pero sorprendente:
(...) empezó a mostrar síntomas de senilidad y lo primero que le ocurrió fue que dejaron de interesarle las diversiones, el vino, la música, la poesía y la pintura. Cuando abandonó también el café, su mente dejó de funcionar. (...) Cuando envejeció aún más fue poseído por un demonio, sufrió una crisis nerviosa y renunció completamente, como si fueran las mayores blasfemias, al vino, a los efebos y a la pintura, todo lo cual es una buena prueba de que tan Enaltecido Sha había perdido completamente la cabeza después de perder el gusto por el café.
Dejando de lado el tema de los efebos, que no voy a entrar a valorar, me planteé entonces que si un Sha había perdido la cabeza tras perder el gusto por el café ¿qué acabaría siendo de mí, que todavía no había encontrado la mía ni le había cogido el gusto al brebaje?
Así que, aprovechando la excusa de los Reyes, me lié la manta a la cabeza y decidí reglarle a mi mujer una Nespresso. Lo constato aquí y ahora, porque quiero reconocer que hoy sigo inmerso en mi vulgaridad, pero un poco más cerca de muchas cosas. 
Fue un ejercicio curioso, ese de probar cafés de otra manera. Sin la ceremonia de preparar un Earl Grey, pero eliminando la pura mecánica del soluble. Durante unas semanas, empecé a sentir que viajaba hacia la salud. Un viaje lento y a veces tedioso, pero constante. Notaba que me recuperaba. Hoy, un año después, creo que sigo igual, o casi igual: convaleciente, que es lo que he sido gran parte de mi vida. Porque no soy más sabio, pero sí más viejo. 
NOTA FINAL. Continúo tomando el café con azúcar y ahora, hasta lo aromatizo con un poco de vainilla o de canela (esto lo aprendí en el Starbucks que hay en la calle Pelayo) y, de vez en cuando, sonrío. 
Sonreír. Otro recuerdo, esta vez más cercano: justo el otro día me sorprendí cerrando los ojos –con calma, sobre todo, con calma– y sonriendo mientras tomaba un café: era un homenaje a los cafés que nunca me he tomado con el tal Ramón y con otros amigos poseídos por otros nombres, a toda la literatura que he tomado sin azúcar, a los ratos perdidos con un conejo, una niña llamada Alicia y una especie de elfo llamado Peter Pan... y un intento de descubrir qué camino he de seguir para superar la  maldita convalecencia y ser, algún día, como aquel patriarca gitano que tomaba su café en la terraza de un bar de un barrio de las afueras. 

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