viernes, 5 de febrero de 2010

CAFÉ (4 de 5): MÁS CITAS Y, SOBRE TODO, CALMA.



 Hace quince o veinte años, gustaban todavía en España unas mujeres   
 gordas y hermosotas, cuyo arquetipo eran las camareras de café. 
          Manuel Chaves Nogales. Luis Belmonte, matador de toros.

Un día fui consciente de que tenía dos recuerdos olvidados. 
Uno de ellos hacía referencia a un triste café, acompañado de una copa de raki, que tomé, estando solo, en un tugurio de Estambul, mientras escribía unas postales. Y en ese recuerdo me recordaba recordando otro café, aromático y espeso, que había paladeado, tiempo atrás, en Italia, aunque sin precisar si había sido en una callejuela camino al Ponte Vecchio o al lado de un pequeño canal cercano al Rialto.
Pasó el tiempo. Ahora vuelvo a recordar el café de Estambul y el recuerdo del café italiano. Recuerdo también que de mis lecturas, de mis recuerdos y de mi vulgar existencia desaparecieron el té, el café, y por suerte, la idea del asesinato considerado como una de las bellas artes.
Hasta que un día, encuentros que nunca dejan de sorprender al aficionado, volvió el café a mi vida. La cita es larga, lo reconozco, pero me parece emotiva y deseo compartirla: Es de Luciano de Crescenzo, y muestra un diálogo en casa del ínclito profesor Bellavista:
“– Ha de saber usted, carísimo ingeniero, que el café no es propiamente un líquido, sino, por así decirlo, algo intermedio entre un líquido y un aeriforme, en fin, una cosa que sublima nada más entrar en contacto con el paladar y que, en lugar de bajar, sube, se nos mete en el cerebro y allí permanece casi como si quisiera hacernos compañía; y sucede que uno, mientras trabaja durante horas y más horas, va pensando: ¡Qué café más bueno me he tomado esta mañana!
– En cambio nosotros, digo yo– en nuestras oficinas ya casi no bajamos al bar; tenemos en cada planta máquinas dispensadoras automáticas y, con sólo introducir cien liras y apretar un botón, tiene uno su café o su cappuccino, según prefiera, con o sin azúcar.
– Máquinas americanas, ¿a que sí, ingeniero?
– No –contesto yo riendo–, como mucho milanesas.
– Milanesas o americanas replica el profesor– tanto da, le cuadran a la misma clase de gente, esto es, a esa que cree que el café simplemente se bebe. ¡Dios santo! pero ¿os dais cuenta de que el asunto de la máquina expendedora de café es algo muy grave? Es un agravio para los sentimientos del hombre; como para recurrir a la comisión de derechos humanos.
– Bueno, no exageremos.
– ¿Que yo exagero? Estimado ingeniero, usted tiene el deber de protestar y explicarle a sus superiores que, cuando un cristiano tiene ganas de tomarse un café, no es porque quiere beber un café, sino porque necesita e nuevo entrar en contacto con la humanidad y, por ello, siente la necesidad de interrumpir el trabajo que esté realizando, proponer a uno o más compañeros tomar un café todos juntos, darse un paseo al sol hasta el bar de costumbre, ganar una minicarrera con los impepinables codazos, para invitar a la ronda, echarle un piropo a la cajera, charlar un rato de deportes con el que sirve en la barra, y todo ello sin que uno tenga que especificar cómo quiere el café.
Y así, recordando que al menos uno de aquellos dos cafés lo había tomado solo no solo el café, que a lo mejor había sido un cortado, sino estando solo–, pasé a entristecerme, que era lo que tocaba, porque la situación hacía tiempo que, como ya he señalado, sentía que se me iba de las manos. 
¿Se puede añorar lo que nunca se ha tenido? Hay quien afirma que no; yo lo hice. 
Me era igual el sabor del Jamaica Blue Mountain; el papel del café en el proceso de meditación de los derviches; mis recuerdos en una cafetería cercana a la Mezquita Azul o junto al Ponte Vecchio, o cómo lo tomaban los seguidores de Hassan ibn Sabbah, el Viejo de la Montaña, que dieron a la humanidad el concepto de “asesinos” –hashshashín, o tomadores de hachís– en su momento de apogeo en el siglo XII. 
Lo que me dolió fue no haberle propuesto nunca a mi amigo Ramón, en todos los años que compartimos despacho (por llamar a aquel espacio de trabajo de alguna manera), dejar durante unos minutos el trabajo, largarnos con viento fresco o con cualquier otra excusa a la calle, echar una carrera con codazos hasta el bar más cercano, invitarlo a un café y piropear juntos a la camarera, que estaba de muy buen ver y en justicia se lo merecía, aunque no fuera ese arquetipo de mujer de tiempos de Juan Belmonte que a mí tanto me gusta. 
Y esa suma de vulgaridades –un café en la barra de un bar, dos colegas corriendo por una calle transitada, una camarera con escote a la que piropear– fue la que eché de menos. Fue entonces, cuando entendí que todavía era posible hacer este tipo de cosas, vivir entre risotadas, dejar de lado las supuestas sofisticaciones innecesarias, cuando me inundó la paz. La paz de saberme vulgar mientras me tomaba un café. O saboreaba una copa de Jerez, o disfrutaba una paella. Recordé aquella frase de Pessoa que tantas veces me he repetido: “un hombre con un buen puro y los ojos cerrados es un hombre rico”. Y decidí que era rico, que lo había sido sin darme cuenta y que, si no cometía errores imperdonables, lo seguiría siéndolo... aunque no fumara.
Y fue en medio de ese marasmo cuando me recomendé la frase que sería mi leit-motiv, mi mantra personal, durante tantos años, y que también puede asociarse al tomar una  buena taza de café: “Sobre todo: calma”.

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