sábado, 26 de junio de 2010

PROCASTINAR: LA PERSPECTIVA GUARESCHI



Música de fondo: Gary Owen o Garry Owen (si se puede, en versión sencilla para pífano y caja)
Con qué aire de fastidio y de conmiseración me miran cuando me ven llegar al ultimísimo minuto con mis cuartillas llenas de palabras escritas a máquina o salpicadas de garabatos en tinta china.
«Siempre a última hora, siempre tarde, este desgraciado de Guareschi», dicen sin despegar los labios.
En esos momentos, con litros de café y bicarbonato en vena, yo estoy saturado de nicotina, cansancio y sueño. La camisa, bañada en sudor, se me pega al cuerpo de no cambiarme en dos o tres días. Me duele todo (...) pero ellos me miran, sacudiendo la cabeza llena de necia cordura y me dicen: «¿Por qué siempre lo dejas todo para el ultimísimo minuto? ¿Por qué no haces tu trabajo poco a poco, cuando tienes tiempo?»
Yo jamás me he arrepentido en la vida de haber dejado para mañana aquello que podía hacer hoy. 
(...) Gracias a Dios.
Giovanni Guareschi. Prólogo de Don Camilo y compañía.
Lo estaba empezando a hacer bien. De verdad. No iba muy deprisa, lo reconozco, pero mejoraba. Hace poco, incluso, frente a un problema que veía venir, trabajé diferentes opciones de forma que, cuando realmente se presentó, yo ya tenía una respuesta preparada y lo solucioné de forma rápida y eficaz. Y me sentí a gusto. 
Y ahora leo esto.
El placer de los significados
Hay quien se apasiona con el fútbol; un partido ganado o perdido por un equipo o una selección los llevan al paroxismo o la depresión, a la felicidad o al caos. Y no digamos una liga o un mundial. A otros los turba el amor; a los de más allá la política. Haylos que incluso matan o mueren por esas u otras cosas similares.
Yo pertenezco a una comunidad extraña, minoritaria y casi maldita: la de aquellos a los que conmueve el significado de las palabras. Encontramos una nueva y perdemos de vista, aunque sólo sea durante unos momentos, el mundo; ese mundo que, a partir de ese nuevo concepto, empezamos a ver de forma diferente, para el que encontramos nuevas explicaciones, felices de haber descubierto un nuevo color a través del cual mirarlo. Algunas de las que me han conmovido en los últimos tiempos fueron: serendipidad, redarquía, cancamusa o procastinar. Ninguna, por cierto, me ha sugerido morir o matar por ella; todas, vivir un poco más intensamente, aunque sólo haya sido por momentos.
Esta última, procastinar, a la que dediqué hace meses una entrada en este blog, hace referencia a esa inveterada costumbre que comparto con muchos de dejar para mañana lo que tenemos —no lo que podemos, sino lo que tenemos— que hacer hoy. Y, asociados a esta funesta desactividad los incontables males del estrés, el fracaso, la pérdida de oportunidades...
Pues bien, una vez tomé conciencia de la gravedad del asunto, me  propuse cambiar. Poco a poco, pero significativamente. 
Seguí procastinando, dejando para después lo que debía hacer ahora, para mañana lo que había que hacer hoy, y para el año que viene algunas cosas que deberían estar solucionadas desde el año pasado. Pero superando de vez en cuando mi nefasta costumbre, observando mis cambios y sintiéndome satisfecho con mis pequeños avances.
En este lapso de tiempo, además, me he aficionado meditar sobre los consejos de un par de magníficos blogs de productividad y organización que, aunque aún no he empezado a poner en práctica —pero que conste, lo haré pronto, está ya previsto— me han servido para orientarme un poco en este mar proceloso de una vida entregada a posponer decisiones. 
Y ahora, que ya estaba en el camino, si no de la perfección y la excelencia, sí al menos de la mejora sustancial, voy y me encuentro con este prólogo de Guareschi. Que me ha llegado al alma, porque lo he leído como si lo hubiera escrito yo, y eso que no tiene ninguna palabra rara para encandilarme.
La perspectiva Guareschi
Trabajar bajo presión es una especie de deporte de riesgo que genera adictos. El cerebro, durante un tiempo apático, se despierta y pone en marcha mecanismos que nos producen cosquilleos en el estómago; envía señales, las suprarrenales se ponen ciegas a fabricar adrenalina, que llega al cerebro, que a su vez, completamente drogado, nos inunda de ideas y sensaciones. Y peleamos contra la adversidad que nosotros mismos hemos creado; y batallamos contra las condiciones adversas que hemos ido fabricando para darnos el lujo inútil de echarnos un pulso a nosotros mismos. Y es que, seamos francos, ¿a qué esperar que nos ponga zancadillas los demás o el azar, cuando nos las podemos poner nosotros mismos?
Lo que se pretende con tanta parafernalia, supongo, es vivir ese momento de alivio final de la batalla ganada, y ya se sabe: en una contienda, cuanto mayor sea el número de víctimas, más valor tiene el hecho de ser uno de los supervivientes.
Es la misma sensación que sentía cuando de niño iba a ver películas de indios y americanos y, en medio del caos y la desesperación de los colonos rodeados en su círculo de carretas sonaba, al fondo, el toque de corneta que anunciaba la carga del 7º de Caballería que los salvaría. 
Luego uno se entera de que en la batalla de Little Big Horn, todos los del 7º, incluidos el general George Amstrong Custer y el del pífano que interpretaba, mientras los masacraban, la popular marcha Gary Owen, murieron a manos de esos sioux a los que tantas veces habían vencido en las películas de Hollywood.
Pero para los aventureros de verdad la historia —sea la personal o la colectiva— es un detalle sin importancia; esa batalla forma parte del mito, no es real; y lo real, comprobado una y otra vez, es el cornetín de órdenes del 7º de caballería tocando a carga. Es la adicción a la salvación por el 7º de caballería. Que Dios nos coja confesados.
Giovanni Guareschi, en este sentido, fue un referente, un arquetipo, un mito. Uno lee el prólogo a Don Camilo y compañía y no puede menos que emocionarse. No sólo defendió la procastinación —aunque él no conociera el concepto— sino que llegó más lejos: propuso que dejar para mañana lo que debes hacer hoy, disfrutar del presente para correr luego y entregar el trabajo en el último momento, no sólo no está mal, sino que es un método tan eficaz como otro cualquiera para triunfar en la vida. Y lo demostró con la suya. Con un par. ¡Un brindis por don Giovanni!
El eterno camino de en medio
Pero por más que me atraiga la idea —la llamada del abismo, de nuevo, con el pífano y la caja interpretando Gary Owen mientras carga la caballería— posiblemente la solución no esté, al menos para mí, ni en un lado ni en el otro.
Por mi forma de ser, veo que necesito organizarme, trabajar con método, fijarme metas y cumplirlas para no dispersarme continuamente. Pero, al tiempo, estoy convencido de que perdería parte de mi idiosincracia, y de mi sutil forma de entender la felicidad, si no me dedicara, periódicamente, a perder miserablemente el tiempo, aunque luego tenga que correr para salvar el culo, como una liebre perseguida por los galgos. 
Nunca seré como esos organizadores metódicos que utilizan la metodología GTD, ni lograré emular al pachorra de Guareschi. Aunque creo que los primeros, a pesar de sus fantásticas estructuras teóricas sobre el control del tiempo, acaban perdidos en la vida demasiado a menudo; y que don Giovanni, aunque le pesara, más de una vez hizo las cosas a su debido tiempo.
Así que a lo mejor tampoco lo estoy haciendo tan mal. No sé, digo yo.

P.S. 
En un alarde de humildad y, reconozcámoslo, también de inconsciencia, le di a leer el prólogo a mi hijo adolescente, que de esto de procastinar sabe también un rato. Sonreímos juntos mientras lo leíamos, Dios me perdone. Y que sea, por favor, el mismo Dios al que le da las gracias don Giovanni y al que nos encomendamos cuando no llega a tiempo ese 7º de caballería, que somos, en última instancia, nosotros mismos. 
Y es que, como dice también Guareschi en el mismo prólogo: “Y escucho las historias que cuenta el gran río y la gente dice de mí: «Cuanto más viejo, más inconsistente». Lo cual no es cierto, pues yo siempre he sido inconsistente”

sábado, 19 de junio de 2010

FOLÍAS

Música para acompañar: de Christina Pluhar, las curiosas Folía y su versión de Se laura spira, de Frescobaldi.
Así era la folía: sencilla y capaz de todo. Ocho compases claros y rotundos, del re menor al fa mayor (pero esto lo sabría sólo mucho más tarde), y luego de nuevo al re menor. Un breve motivo a primera vista inocente, casi demasiado modesto, pero capaz de desencadenar las más inauditas y exuberantes fantasías.
                                                        Rita Monaldi,y Francesco Sorti. Secretum
Lugares inauditos
Uno de los lugares más enigmáticos de Londres debió de ser la taberna «El Ciervo Blanco». Estaba cerca del Támesis, se llegaba a ella “a través de una de esas callejas que bajan desde la calle Fleet hasta Embankment” y, al menos para las primeras doce visitas, era obligada para llegar la ayuda de un guía. Allí se reunían, las noches de los miércoles, escritores, editores y científicos para charlar amigablemente; uno de los habituales, que se convertiría desde el primer momento en uno de mis admirados, era Harry Purvis.
Este cliente solía poner sobre la mesa experiencias interesantes que permitían, al resto de los parroquianos, discutir sobre aspectos cuanto menos curiosos de la ciencia. 
Una de esas noches, el tema de discusión fue la existencia de la melodía perfecta. Todo empezó con un comentario banal de uno de los contertulios sobre esas canciones pegadizas que escuchamos en un momento dado y que luego repetimos durante una temporada una y otra vez, sin cansarnos. Unas son música de calidad, otras, banales, pero tienen algo en común: se asemejan a la melodía ideal. La aportación de Harry Purvis era que no sólo que era posible encontrarla, sino conocer a quien lo había logrado.
La melodía perfecta
La idea era antigua, y partía de la teoría de los arquetipos de Platón, entendidos como patrón ideal del cual se derivarían ideas u objetos. La libertad, o una mesa, lo son en la medida en que se  asemejen a ese ideal de libertad o mesa que nunca se llega a percibir ni imaginar, ya que, precisamente por ser perfecto, es inalcanzable e inexistente en un mundo real y, por tanto, imperfecto.
La discusión estaba servida. Si en este mundo imperfecto no era posible la perfección ¿cómo creer a Harry? Y sobre todo, si realmente alguien había dado con ella ¿cómo es que no había salido a la luz tan inmenso descubrimiento?
La historia que relató, en resumen, era la siguiente: Gilbert Lister era un fisiólogo especializado en el estudio del cerebro que se interesó por la música tras estudiar los ritmos alfa y beta. Su idea era que, si llegaba a descubrir la melodía perfecta, o algo que se le asemejara mucho, la grabaría y se haría rico ya que vendería miles de millones de copias. Así que se puso a trabajar.
Para ello comenzó recopilando melodías de éxito y se dispuso, primero a analizarlas, y luego a generar, siguiendo los patrones encontrados, nuevas melodías. Tuvo que endeudarse hasta las cejas con el fin de construir un órgano electrónico modificado al que llamó, en honor al gran músico, «Ludwig». Pero la empresa merecía la pena. O eso creía él.
Ludwig iba generando melodías y emitiéndolas por un altavoz. Al principio eran sencillas, luego fueron perfeccionándose.  El fisiólogo introducía cambios y variaciones. Hasta que, en una de aquellas composiciones aleatorias de parámetros cada vez más ajustados, Ludwig acertó con la melodía ideal. Y allí estaba el doctor Gilbert para escucharla. Y ese fue su fin.
Porque si una simple melodía pegadiza nos obliga a repetirla mentalmente una y otra vez, la ideal creó un bucle perfecto en su mente. Su cerebro sólo fue capaz, a partir de su audición, de reproducirla interminablemente hasta que sucumbió de inanición. Ludwig, una máquina al fin y al cabo, inconsciente de su logro, siguió produciendo nuevas composiciones aleatorias. Nadie pagaba las facturas ni amortizaba las deudas. Así que un día llegaron los acreedores, desmontaron aquel cacharro que emitía sonidos sin entender de qué iba aquello, enterraron al genio encontrado muerto en la sala y aquí se acabó la historia.
Algunos datos a considerar
El relato fue publicado por primera vez en 1956. 
Hay que tener en cuenta que hasta finales de los 50 los transistores no sustituyeron a las válvulas en los ordenadores, pudiendo así reducir su tamaño.
Pero el interés del relato no estriba en lo que implica de intuición tecnológica sino en lo que avanza respecto a estudios sobre fisiología cerebral. Se tardarían aún quince años hasta que James Olds, a partir de los descubrimientos de investigadores como Hess o Skinner, propusiera la existencia de unos centros de placer en el cerebro que cualquier animal —y las personas también lo somos— buscarían estimular constantemente y de las maneras más increíbles. 
En los experimentos que describe en su estudio, ciertas áreas del cerebro de una rata son conectadas a una máquina que da ligeras corrientes eléctricas que estimulan dichas zonas. Para conseguir una de esas descargas gratificantes, el animal ha de pulsar un pedal con una de las patas delanteras. Pues bien, cuando la rata descubre cómo funciona el mecanismo, es capaz de estar hasta veinticuatro horas seguidas apretando el pedal a un ritmo de entre 500 y 5.000 pulsaciones por hora, si se estimulan áreas del hipotálamos y ciertas zonas del mesencéfalo, o sobre unas 200 veces si las áreas estimuladas se encuentran en el rinencéfalo. Sin comer, sin beber, sin dormir, aplicadas únicamente a conseguir placer hasta que caen desfallecidas. Ninguna droga es más potente que la del placer cerebral directo, aunque a la estimulación de esas áreas también accedemos gracias a la percepción de la belleza mediante nuestros sentidos, como la música.
La folía
La primera vez que la oí conscientemente fue en un viejo vinilo de la colección de Música Antigua Española, titulado Danzas del Renacimiento, S. XVI, y la folía era la “Adórote Señor”, del Cancionero Musical de Palacio. Pero en aquel momento estaba demasiado encantado con la Danza de la hachas Austria felice, de Cesare Negri, como para dedicarle más atención.
Las redescubrí mucho más después, en un texto de Monaldi y Sorti, autores que acompañan sus libros con un CD con la música de la que hablan en sus novelas. Luego me percaté de que Jordi Savall había trabajado el tema y más tarde, por casualidad, me topé con las versiones de Christina Pluhar.
Desde hace meses, mientras escribo, leo o hago cualquier otra cosa, tengo como música de fondo, al menos durante un rato, folías. Tienen un atractivo especial para mí. Desconozco a partir de qué contactos neuronales estimulan las áreas de mi hipotálamo, mesencéfalo o rinencéfalo relacionadas con los centros del placer, pero me tienen subyugado. Gracias a Dios, no son la melodía perfecta, aunque algunas hayan llegado a aproximársele peligrosamente. 
Por cierto, el cuento de Clarke encierra alguna contradicción; por no pretender ser más que el maestro, también en este escrito he introducido algunas. Ni unas ni otras son errores: son puertas que se abren a nuevos caminos.

domingo, 13 de junio de 2010

LAS FLORES DE DON SANTIAGO


Sí, ensaimada! ¡Tú eres casi un símbolo! ¡El símbolo de la paz y la justicia, en estos tiempos en que corre tan poca! Con tu blandura soberana, apagas la mala sangre que corre por las venas de los hombres, y les frenas las pasiones, y les suavizas sus malos instintos. Combinada con chocolate, curas el mal de la neurastenia, que significa prisa por vivir o cansancio de no haber vivido. (...) Cuando llegas al hogar, el hogar es más hogar por tu presencia, y cuando llegas al paladar eres la harina hecha espíritu, un espíritu casero, de familia y recogimiento, de bondad sin misticismo, de fe sin exaltación, de consomé y de flor de naranjo; un espíritu que vive tranquilo, en el estado feliz del baño María.
                  Santiago Rusiñol. “Elogi de l’ensaïmada” en: L’illa de la calma.
Barcelona
Barcelona son, sobre todo, cientos de pequeños detalles, algunos de los cuales van desapareciendo. Hace poco, en la Puerta del Ángel observé que la vieja y cuidada tienda de toda la vida donde vendían peines de asta de ciervo, adornos de carey para el pelo o cepillos de cerda de jabalí, había desaparecido. Ahora, el espacio, lo ocupa no sé qué modernidad.
Cerca de la Plaza Universidad —no sé por cuánto tiempo— existe un horno donde hacen panes deliciosos. Suele haber siempre cola, y la espera lo merece. Cuando era estudiante, una amiga me tomó del brazo, me llevó allí una tarde y me dijo: mira, sólo aquí hacen unas ensaimadas tan buenas como las de Mallorca. 
Hace  muchos meses que no veo a esa amiga. Hace años que no he vuelto a comprar una ensaimada a aquel lugar, aunque sí otras delicias. Y eso que, tras leer el elogio de Rusiñol —del que aquí copio sólo un fragmento— es difícil no aficionarse a tomarla con chocolate y a una hora prudente, como él recomienda.
Sitges
La villa ha saltado a la fama tras la reunión, a principios de este mes, de los privilegiados del Club Bilderberg. Se ha hablado mucho de teorías de la conspiración, de un gobierno mundial, o mejor, de una “gobernanza”; curiosamente, pocos se han percatado de una coincidencia curiosa: hace dos años se reunió en Estados Unidos —curioso, porque ese año, y allí, empezó la actual crisis económica—; el año pasado se reunió en Grecia, y ahora está donde está. Este año el evento ha sido en España, así que me pregunto: ¿alguien nos está queriendo decir algo? y de ser así, ¿qué?
Pero volvamos a la villa. Con anterioridad, su fama se había debido, entre otras muchas cosas, a ser un enclave del turismo gay internacional, a las alfombras de flores del día del Corpus, y a ese vino llamado malvasía de Sitges —diferente de otras malvasías por su acidez, graduación y vendimia tardía— promocionado desde hace un tiempo por los seguidores del Slow Food.
Sitges es, además, un lugar lleno de poesía y el pueblo del alma de mi admirado escritor y pintor —o viceversa— Santiago Rusiñol.
La primera obra que leí completa en catalán, y que conservo en casa, fue L’auca del senyor Esteve. Y recuerdo un domingo en el que me vestí con una camisa azul cobalto y recorrí las calles más antiguas buscando el Pati Blau para fotografiarme sentado en él. Sólo encontré una imitación, burda, y además cerrada. Pero, cuando se trata de Don Santiago, ningún paseo es en vano. Aquella mañana acabé con mis pasos en el Cau Ferrat.
Cau Ferrat
Así se llama la casa que, a finales del XIX, Rusiñol construyó en Sitges para trasladar la colección de obras que guardaba en Barcelona y trasladarse, él mismo, a vivir. En ella tuvieron lugar las fiestas modernistas y las aclamaciones a El Greco, que congregaron a lo más selecto de la época. Unos años más tarde, y como para acompañar este edificio, el millonario norteamericano Charles Deering mandó construir, al lado y enfrente, el Palacio Marycel (Mar y cielo). Flanqueada por ambos queda hoy una placeta llamada el Racó de la Calma (Rincón de la Calma)
Rusiñol era uno de esos artistas, en el sentido más extenso de la palabra, extraordinarios, por cuanto su vida misma estaba contagiada de arte, además de de bohemia; uno de esos personajes heterodoxos que se hacen admirar. 
Amable y excéntrico, un día se puso a vender en las Ramblas duros a cuatro pesetas, y nadie se los compraba sospechando que era un timo. Recorrió Cataluña con el también pintor Ramón Casas en un carro. Vivió en París, escribió una de las guías más entrañables sobre Mallorca —l’Illa de la Calma, que conocí gracias a una amiga isleña—, pintó hermosos cuadros, escribió encantadoras obras de teatro; hizo lo que le dio la gana, vivió como quiso.
Los pintores decían de él que era un escritor que también pintaba; los escritores opinaban que era un pintor que a menudo escribía. Él se limitó a ser lo que le antojaba. 
Cuando las vanguardias artísticas empezaron a aparecer Rusiñol siguió en su sitio, ajeno a los nuevos cantos de sirena. 
Vivió y amó a la hermosa villa de Sitges, de forma que, cuando murió, donó su Cau Ferrat no a su familia, ni al Estado, ni a la Diputación o al Ayuntamiento, sino al pueblo.
El Cau Ferrat. Allí se va a nada concreto, como al resto de Sitges. Simplemente a pasear por sus estancias, a mirar el azul exquisito del Mediterráneo desde sus ventanas, a recordar a Rusiñol. Tiene una completa colección de herrajes —de ahí el nombre de la casa—, algunas pinturas de Picasso y de El Greco, múltiples obras de amigos, y unos dibujos suyos a lápiz que siempre me han atraído.
Lo que me emociona más, sin embargo, es saber que siempre, bajo el retrato que le hizo su amigo Ramón Casas, hay un ramo de flores frescas colocado por una sitgetana.


Un vagón mortuorio lleno de color
Año 1931; desde abril, la República tiene en efervescencia al país. Olvidado de tanto ajetreo un hombre ya mayor, de 69 años, pinta jardines en Aranjuez. En junio morirá, concretamente el día 13. Sus restos son trasladados a Barcelona, para ser enterrados. Cuando traían el féretro por ferrocarril a Barcelona, y a petición del ayuntamiento, el tren paró un momento en Sitges, en su pueblo amado, en su patria chica. Y entonces sucede: un grupo de mujeres, espontáneamente, se acerca, entra en el compartimento donde descansa el pintor, y cubre por completo el féretro con flores frescas. 
De aquel acto espontáneo surgió, en 1933 —hay quien dice que en 19232—, una especie de cofradía femenina, la Associació del Ram de Tot l’Any a Rusiñol (Asociación del ramo de todo el año a Rusiñol) y se comprometieron a que nunca faltaran flores frescas bajo su retrato. Me cuentan que ya hay una tercera generación de mujeres que ha tomado el relevo de llevar ese ramo, y nunca han faltado flores hasta el día de hoy. 
Hoy, en el aniversario de su muerte, cuando los paladines del Bilderberg ya han desaparecido y la villa no está tomada por los cuerpos de seguridad, he vuelto a Sitges, a pasear de nuevo por sus calles, a disfrutar de su luz, a sentarme en las escaleras del Palau Maricel que dan al Racó de la Calma, a fotografiar su luz. Es domingo y el Cau Ferrat estaba cerrado.
Lamento no haberme desayunado, en su honor, con un buen trozo de ensaimada mallorquina de las que todavía hornean en la Ronda de Sant Antoni, cerca de la Plaza Universidad. Pero me he hecho el propósito de conseguir ser, aunque sea de tarde en tarde, “un espíritu que vive tranquilo, en el estado feliz del baño María”.

lunes, 7 de junio de 2010

RECUERDOS DE LA INFANCIA: JUSTICIA MUNDANA

                                     En un día como hoy, para mi madre. Aunque no lo vaya a leer.
Justo en la casa que quedaba frente a la Fuente de en Medio vivía uno de los borrachines más conocidos de aquellos barrios al que llamaremos, por llamarlo de alguna forma, el Capitán Bodega. 
Tenía una mujer un poco gorda, y un hijo y una hija no menos poco gordos. De nuestra edad, pero con los que rara vez jugábamos, porque casi nunca estaban en la calle, haciendo lo que nosotros hacíamos. Los veíamos a veces, en la puerta del patio de su casa, pero recuerdo poco más.  
Alguna vez escuchábamos comentarios en casa, susurros, críticas veladas. Alguna noche de verano, bajo los olmos y la parra, escuché a las mujeres que de vez en cuando él, el único enjuto de la familia, llegaba bebido y montaba broncas. Por eso le tenían un cierto rencor que salía a flote, supongo, cuando se enteraban de algún aspecto concreto de la historia o la última hazaña que afectaba a la mujer o a los hijos. 
Yo entonces no entendía de estas cosas y todo quedaba en palabras difusas, retazos de conversaciones adultas entre mujeres, de esas que llegaban a jirones, en las noches de calle o de cocina, o en las tardes, entre el momento en que se entraba raudo a casa de la abuela en busca de la merienda de pan con vino y azúcar o una onza de chocolate y se salía corriendo y oyendo a lo lejos que tuviéramos cuidado, que no nos ensuciáramos, que no sabíamos cuanto costaba lavar la ropa, y que a ver a qué hora íbamos a llegar. 
Y que si no, que nos podíamos ir preparando. Y “preparando” significaba precisamente eso: preparando, que no era poco. Pero esta palabra sonaba ya tan lejana que generalmente no la escuchábamos. Y así nos iba luego.
La noche de autos
Era una de esas noches de verano en que se sacaban los asientos —no las sillas, los asientos de culo de madera o anea, más bajos— a la puerta de la calle. Nos habíamos quedado a cenar en casa de mi tío, en la parte de abajo, justo al lado del comienzo de la calles empinadas, donde nadie se planteó nunca plantar un árbol, quizás por desidia, quizás porque un poco más allá, la ribera del río se llenaba de olmos y sauces llorones mecidos por los sones de las campanas de la iglesia de las monjillas.
El ayuntamiento hacía obras. La calle estaba patas arriba. Una gran zanja rompía la acera y parte de la calzada, como tantas otras veces a lo largo de los años, en unas partes ya cubierta de tierra, en otras con la nueva tubería todavía al aire, un poco más acá sólo el hueco, esperando que introdujeran los grandes tubos. La zanja era profunda: cabía casi perfectamente un hombre; trabajando a pico y pala, para ser precisos.
Para acceder a las escaleras con que comenzaba la calle empinada había que cruzar la zanja y los obreros, antes de marcharse, habían colocado unos tablones que permitían pasar por encima, aunque había que tener un cierto sentido del equilibrio. O aquellos cenutrios no pensaron en las personas mayores que habían de utilizar el sutil puente para llegar a su casa, o las de entonces tenían otro temple. Lo que no consideraron, seguro, era el paso de alguien con una cogorza como Dios manda. Pero aquellos albañiles no tenían por qué saber que, un poco más arriba, vivía uno de los borrachines más populares de aquellos tiempos.
Había sólo la poca luz de los faroles de entonces. En esa penumbra, esa noche, allí estábamos nosotros, los niños, saltando de un lado a otro de la zanja —¡cáete, te manchas, y verás lo que bueno, que no sabes lo que cuesta lavar la ropa!—; los mayores en sus asientos, hablando de esas cosas que eran siempre distintas y siempre las mismas, repetidas pero siempre con un punto de novedad, acerca de cualquier cotidianidad. Y de momento, al fondo, comienza a recortarse entre la tenue luz de las farolas una silueta zigzagueante. Lenta y zigzagueante. 
Acercándose pausadamente a la zanja, que tenía obligatoriamente que cruzar para llegar a las escaleras, enfilar calle arriba agarrándose a las paredes no apoyándose, sino agarrándose, aunque parezca difícil— y llegar finalmente a su casa, frente a la Fuente de en Medio, donde seguro que montaría una bronca que duraría hasta que se durmiera. 
Porque la figura que se acercaba no era otra que la del enjuto y malcarado Capitán Bodega.
Apuestas en silencio
Fue un momento especial. Nadie nos dijo que paráramos de saltar, pero dejamos de hacerlo todos al mismo tiempo. Ningún mayor nos indicó que nos acercáramos, pero todos nos acercamos. Nadie obligó a nadie a mirar, pero todo el mundo, mayores y niños, mirábamos en la misma dirección, atraídos por la danza absurda e improvisada del beodo. Ningún comentario se hizo, porque no hacia falta: todo el mundo pensaba lo mismo y todos sabían que los demás pensaban lo mismo. No se verbalizaron apuestas, pero se hicieron. No se trataba de jugarse nada, de ganar o perder; simplemente de demostrar quién tenía razón. 
Ya cerca de la zanja los hombres parecieron decidirse como por girar la cabeza, ya que no iba a pasar nada, y dijeron algo como “¡bah!”, aunque parecía un farol, porque continuaron pendientes con el rabillo del ojo del sinuoso recorrido los siguientes segundos; las mujeres, en cambio, parecieron concentrarse más y pronunciaron algo como un “¡uy!”. 
En algunas, entre las que se encontraba mi madre, tuve la sensación de percibir, sólo durante décimas de segundo, una sonrisa beatífica, como la que debe dibujar en su rostro quien siente que Dios ha escuchado sus plegarias.
El Capitán Bodega se acercaba, inexorablemente. Ni siquiera se dignó a saludar a los contertulios, tan mala educación produce la bebida en algunos. Buscó hasta encontrar los dos tablones tendidos de lado a lado de la zanja y se dispuso a cruzarlos, y a subir a su casa, y a montarle el Cristo a la familia. Y comenzó el paso del Estrecho.
Un refuerzo a la fe casi perdida
En las apuestas, ganó claramente el “uy!”. Seguido por un sonoro “¡clonc!”, producido al dar su cabeza de lleno contra la tubería. Entonces sí, como si todos estuvieran conectados a un resorte, al mismo resorte, saltaron de los asientos y se dirigieron a la zanja, mientras sonaba el coro de carcajadas tan inevitables como poco apropiadas. 
Entre esas risas crueles aún sin apagar y los lamentos sentidos del beodo, lo sacaron de allí, lo tumbaron en el suelo, le limpiaron la sangre de la cabeza y la cara; posiblemente alguien fue a buscar a un practicante a la Casa de Socorro cercana, y a alguno de nosotros se nos dio la orden urgente de subir a su casa y avisar a la familia para que bajaran a buscarlo. 
“No ha sido nada”, le dijeron los hombres como para calmarlo; “pero podías haberte matado”, sugirieron las mujeres. Y entonces ellos callaron y ellas no pudieron o no quisieron hacerlo y se lanzaron al ataque: “pero, ¿es que no te da vergüenza?”, “¿pero no ves como vas, hombre?”, “y a ti, ¿es que no te da pena tu familia?”. Los hombres optaron por la pasividad y la prudencia—en aquella sociedad cada cual tenía su papel, y no respetarlo tenía consecuencias—; las mujeres ayudaban y curaban, pero le hacían saber lo que pensaban, y sus palabras eran duras. 
Creo que él entendió el mensaje, aunque no le hiciera cambiar de hábitos: “Esto que te ha pasado, es por tu culpa; te lo mereces. Es más, aún ha sido poco. La próxima vez, quizás llegues más tarde, posiblemente no haya ya nadie tomando el fresco, y te quedes desangrándote en la zanja, donde te encontrarán mañana los obreros; bien pensado, quizás eso fuera lo mejor, y nadie lo lamentaría demasiado”.
Bajaron los hijos, y le recriminaron con sus miradas la vida que les daba; no sé si agradecieron que lo hubieran sacado de la zanja, pero sí los últimos reproches que oyeron de las mujeres; lo tomaron por debajo de los sobacos, lo cargaron y comenzaron la lenta ascensión de nuevo hasta el infierno.
Pasó el verano, se acabaron las obras. En mi interior quedó, como una alegoría de la justicia divina en esta tierra, aquella bendita zanja. Nunca hablé con mi madre sobre el tema; pero supongo que sintió lo mismo. Seguí corriendo, saltando, dejándome la piel de las rodillas en la tierra, ensuciándome aquella ropa que tanto costaba de lavar y que a mí no me lucía. 
Y preparándome a cada dos por tres, porque la justicia divina llegaba muy de tarde en tarde, pero la mundana, en manos de mi madre, gozaba de previsibilidad y en mi casa no se acababa nunca.

martes, 1 de junio de 2010

AMICITIATERAPIA, O EL DIA QUE ME REGALÉ UN LIBRO



Los atributos de Dios han sido explorados con todo esmero, pero los atributos del demonio siguen siendo pura vaguedad. Creo que he descubierto uno de ellos. Es él quien pone precio a las cosas.
-¿Dios no pone un precio a las cosas?
-No. Uno de sus atributos es la magnanimidad. El demonio en cambio es el que marca el precio, y es además un usurero. (...) ¿Tú crees que los números son un invento del demonio? No me sorprendería que el demonio inventase el Tiempo con todos los sutiles terrores que el Tiempo comporta. (...)
— Dunstan, te estás convirtiendo en un teólogo.
— Más bien en demonólogo. Con los tiempos que corren, es un terreno abonado a la especulación.
                                                 Robertson Davies. El mundo de los prodigios.
Efemérides
27 de diciembre. La Iglesia celebra a los Beatos Alfredo y José María, mártires; a Santa Fabiola, viuda; y al apóstol y evangelista San Juan —aquel de “la verdad os hará libres”—, cuyo nombre significa “Dios es Misericordioso”. Para los astrónomos es el aniversario del nacimiento de Johannes Kepler; para los biólogos, el de Louis Pasteur; los aventureros brindan por la partida de Charles Darwin en el Beagle; a los economistas modernos les sirve de recordatorio de la creación, en 1954, del siempre vilipendiado FMI; los historiadores aficionados a la caída de los países del Este anotan junto a esta fecha el principio del fin: las tropas soviéticas se meten en el avispero de  Afganistán. Algo más de un siglo antes, unos desconocidos habían atentado, en España, contra el general Prim, cambiando definitivamente el curso de nuestra historia.
Para unos cuantos aficionados a lo absurdo, entre los que, lógicamente, me encuentro, esta fecha marca el momento en que cobra sentido la vida de Dunstan Ramsay, un niño de algo más de diez años de edad que, al esquivar una bola de nieve que le arroja su compañero de juegos, Percy Boyd Stauton, acaba por precipitar el nacimiento de Paul Dempster. Dando comienzo a todo. 
O, si no es el comienzo de todo, al menos, con esta historia empieza El quinto en discordia, la primera novela que conforma la Trilogía de Deptford.
El regalo
Hace unos meses me regalé la Trilogía de Deptford, de Robertson Davies.
Hacía tiempo que no compraba libros. Problemas de espacio. Cuando, hace unos años, tuve que regalar un pequeño montón porque reestructuramos el piso, me llegó al alma. Y además, hay una ley no escrita que afirma  que, aunque un libro esté durante cien años en la estantería sin que lo toques, si un día lo regalas o lo pierdes, al siguiente lo necesitarás. Y, siguiendo esta implacable lógica, en los siguientes meses fui necesitando los libros que ya no tenía. Pero aprendí a mantenerme. Hay lo que hay, y una perspectiva inteligente es trabajar con lo que es, y no con lo que debería ser. 
Pero, al enterarme de que habían editado en un sólo tomo esta Trilogía, no pude sujetarme. Siempre queda un huequecito, me dije. Yo a veces tengo estas cosas.
Leí la primera novela de esta saga porque me la dejó un buen amigo. Miento, no me la dejó: me la recomendó y, para que no pudiera escapar de la obligación de leerla, me prestó su ejemplar. Y luego los otros dos: Mantícora y El mundo de los prodigios.
A poco que se piense, realmente para esto está las personas con la que compartimos el amor: unas veces, para enseñarnos; otras, para dejarnos aprender. Las menos para apoyarse en nosotros. 
Soy afortunado: Siendo pocas, me han dado mucho. Algunas me ofrecieron música que yo ni hubiera imaginado y que llenó horas de recogimiento; otras, la posibilidad de escribir; las más, libros increíbles que me abrieron al mundo; hubo quienes me consolaron con una mirada o un abrazo cuando lo necesité; y quienes, riéndose de mi supuesto drama, me sugirieron asumir mis limitaciones como cura de mi necedad. 
Todas me han regalado ideas extraordinarias e historias encantadoras. Y han compartido conmigo su tiempo. A todas ellas quiero agradecerles hoy su presencia en mi vida. Y mi esperanza de haber podido colaborar con ellas, aunque haya sido en poco.
Amicitiaterapia
Presiento, desde hace tiempo, que no caminamos por la senda adecuada. Faltan buenos momentos que compartir con familiares del alma y amigos entrañables. Sobran algunos libros de autoayuda; psicólogos, psiquiatras y terapeutas diversos; y un montón de pastillas agrupadas bajo epígrafes tan diversos como “ansiolíticos”, “antidepresivos” y otros similares.
Ojo, que no digo que cualquiera de estas cosas no sean, a veces, necesarias y hasta imprescindibles. Hablo sólo de cantidades y de abusos.
No debemos medir bien el espacio emocional: buscamos, demasiado cerca, o demasiado lejos, el apoyo que tradicionalmente ha estado justo al lado: en la familia y en la amistad. A veces, a los problemas que nos agobian hay que sumar otro extra: encontrar la distancia psicológica adecuada para plantearlo y resolverlo; y en quienes amamos, y entre quienes nos aman, se encuentra en ese espacio al tiempo suficientemente lejano como para desenredarnos de nosotros mismos y cercano como para ofrecernos el calor necesario.
Amicitiaterapia. Acabo de construir la palabra, y no se si es correcta, pero me da lo mismo. Significaría la curación mediante la amistad. Y me parece hermosa. Un concepto ideado no sólo para trabajarlo como palabra, sino con la vocación de ponerlo en práctica. A pesar de ser algo difícil en los tiempos que corren, plagados de compromisos, de estrés, de falta de contactos provocado por las facilidades comunicativas que aparentemente ofertan las nuevas tecnologías. 
De ahí la alusión a la Trilogía de Deptford que no deja de ser, temáticamente hablando, una hermosa historia de amistad. 
Por todo esto, para celebrarlo, hace unos meses me la regalé.
Hoy la estoy volviendo a leer y, ¿quién sabe? quizás un día se la recomiende a algún amigo y le deje mi ejemplar, para que lo lea. 
P.S. 
Entiendo que un pequeño detalle rompe un poco la armonía: esta entrada hubiera sido perfecta un día 27 de diciembre, pero hoy ¿a qué viene? No sé, quizás a que hoy cumple los años un amigo.
Aunque no es sólo eso. Volvamos por un momento a la cita de la entrada: comparto con Davies la creencia de que el demonio es el inventor del Tiempo, con todos los sutiles horrores que comporta. Así que prefiero no jugar con el futuro, y menos hacerlo con semejante ser. Para jugar, ya tengo a esa poca gente que quiero y creo que me quiere.
El demonio, también, es el que pone precio a las cosas. Así que hoy es hoy y es lo que ando intentado vivir a un precio en tiempo que creo que no me atreveré nunca a calcular; el 27 de diciembre será otro día. Ya lo celebraremos cuando llegue; en compañía, si Dios quiere.