martes, 7 de diciembre de 2010

PALABRAS EN DESUSO: ALCUCILLA


Ayer murió Ching Ling Soo. Ayer la guerra civil terminó para siempre en este pueblo. Ayer murió aquí el Sr. Lincoln, y también el general Lee y el general Grant y otros cien mil que miraban al norte o al sur. Y ayer a la tarde, en casa del coronel Freeleigh, una manada de búfalos tan grande como todo Green Town, Illinois, cayó por un precipicio hacia la nada. Ayer una gran cantidad de polvo se sentó para siempre. En ese momento no me di cuenta. ¡Es terrible Tom, terrible! ¿Qué vamos a hacer sin esos búfalos? ¿Qué vamos a hacer sin esos soldados y esos generales Lee y Grant y Honest Abe? ¿Qué vamos a hacer sin Ching Ling Soo? Nunca imaginé que tantos pudiesen morir tan rápidamente, Tom. Pero así es. ¡Así es!
                               Ray Bradbury: El vino del estío


Unos niños juegan un verano de 1929 por las calles de un pequeño pueblo de Illinois. En uno de esos juegos descubren la casa de un anciano, entran, le preguntan, lo escuchan. Él les cuenta cosas de su juventud, de la guerra civil, de las luchas con los indios. Y es así como el protagonista, Douglas Spaulding, descubre que en aquel hombre vive un mundo entero; un mundo que está allí, vivo, pero que él no pudo conocer antes porque la última fuente de acceso directo era aquel anciano que de joven fue el coronel Freeleigh. El día que se entera de que el coronel acaba de morir, Douglas toma conciencia de lo que puede contener una vida, de lo que se pierde cuando desaparece un hombre. Y es lo que le cuenta, triste y asombrado, a Tom, su hermano pequeño.
Alcucilla
La palabra “alcucilla” no está en el diccionario de la RAE. ¡Maldita sea! 
Aparece “alcuza”, que no sería sino un simple sinónimo de “aceitera”: recipiente metálico de vidrio o lata que se utiliza para servir aceite. Vaya mierda de diccionario.
Yo sé qué era una alcucilla; y qué forma tenía; y para qué servía. Y que hoy ya no exista la palabra no significa ni más ni menos que una parte de mi mundo se va muriendo poco a poco, y una parte de mí con él. 
La Academia de la Lengua, por muy Real que sea, me está empezando a cabrear. Admiten en su diccionario oficial auténticas memeces con el lustre de la modernidad —“cheli”, pongamos por caso— y, en cambio, desprecian conceptos tan interesantes y con un significado tan profundo como “serendipidad” o evitan vocablos tan sentidos como “alcucilla”. Un día de estos voy a tener que decirles cuatro cosas.
Me duele que no esté “alcucilla”. Y es que hubo una época en que me sentí próximo a Douglas Spaulding y hoy me siento más cercano a un coronel Freeligh cualquiera.
Pero voy demasiado deprisa. Me disperso. Empezaré describiendo qué era una alcucilla: un recipiente semiesférico de lata con un tubo largo en el centro, delgado y ligeramente cónico, por donde salía el aceite de engrasar gota a gota. En casa estaba siempre cerca de la máquina de coser. Y servía para mantenerla a punto.
Cambios de paradigma: de la Singer al teléfono móvil
En casa había una máquina de coser Singer, pesada, negra y con preciosas letras y hojas de acanto doradas. Hubo, después, algunas más modernas, con mejor diseño, ligeras y coloridas, pero ninguna duró tanto ni trabajó tan duro y tan bien como aquella Singer fabricada en Estados Unidos Dios sabe cuándo. 
A veces he pensado en ella como paradigma, como representación de un estilo no sólo de trabajo, sino también de vida. Alguna vez la vi por dentro: cientos de engranajes brillantes y pulidos, pequeñas ruedas dentadas ajustadas con precisión micromética; transmisiones que eran casi pura poesía hecha de acero en vez de con palabras. 
En ella, mover los pies llevando el ritmo adecuado era una actividad casi erótica; observar el rodar de la rueda grande que transmitía y multiplicaba el giro en la pequeña, casi un ejercicio de meditación trascendental; escuchar el murmullo acompasado de todas las piezas trabajando al unísono y perfectamente coordinadas, algo parecido a una sinfonía mecánica. No exagero. Yo, que soy de letras, sentía auténtico respeto y admiración por aquella máquina de coser.
Era el ejemplo vivo de un diseño hecho para durar más de una vida, de un trabajo realizado para llegar por la noche a casa y dormir, ufano de ser uno de los obreros que la montaba; cuando el vendedor te la ofrecía no tenía pudor de decir el precio: sabía que sabías que era justo y que si no la comprabas era simplemente porque no podías, no porque pensaras que te estaba engañando.
Era una máquina que generaba orgullo desde el principio hasta el final de su vida. Orgullo en sus diseñadores, en los que organizaban la cadena de montaje, del primero al último de los obreros que construían cualquiera de sus piezas, del vendedor que la llevaba en el catálogo, del sastre que la adquiría para tirar adelante ese proyecto de no menos vital que era su pequeño taller. La palabra clave que lo explicaba todo era: perdurar. Se confiaba en ella, se compraba como se compraban antes las cosas: para siempre.
Hoy hay otro paradigma, otro contexto laboral y vital determinado por el consumismo. Hoy, la palabra que define la mayor parte de las cosas es: perentorio. Da igual que se trate de  un ordenador que de un matrimonio: las cosas parecen estar hechas para disfrutar el momento, esperar a que queden obsoletas, cuanto antes mejor, y poder adquirir así otras nuevas para disfrutar no la cosa en sí, sea un portátil o una nueva esposa, sino la fugaz esencia de la novedad. 
Hoy se construye sólo para ahora mismo; se compra un teléfono móvil sabiendo que dentro de una semana estará superado: habrá salido uno nuevo que tendrá una cámara con más megapíxels, GPS, acceso a internet más rápido, posibilidades inútiles pero no por ello menos atractivas para aquellas mentes cuyo deseo primordial es seguir comprando las cosas que desean; mentes de individuos —no sé si de personas— cuyo único cometido en la vida parece ser “estar a la última” y tener lo que el vecino todavía no tiene... al menos de momento.
Incluso se fabrica con materiales altamente perecederos porque, ademas de abaratar costes ¿qué sentido tendría hacer cualquier cosa con buenos materiales cuando va a haber que tirarla al cabo de poco tiempo?
Nadie fabrica ya máquinas como la Singer. Nadie construye ciudades pensando en dentro de cien años. Ese es el mundo en que se desconoce al investigador que, tras años de trabajo, descubre una nueva vacuna, mientras las masas admiran a los concursantes de la última edición de Gran Hermano; es la sociedad que ignora a las personas que se sacrifican por los demás y famosea al tiempo a los políticos más ramplones e inútiles, a cantantes que no cantan o a aquellos que tienen el inmenso honor de hacer cualquier jilipoyez que los haga acreedores a figurar en el Libro Guinnes de los Records del año en curso. 
Por eso no es de extrañar que la RAE no tenga en su diccionario la palabra alcucilla, el concepto que define aquel pequeño artilugio metálico que contenía el aceite especial con que mi padre, con auténtica devoción, engrasaba los suaves y delicados engranajes de su Singer para después poner los pies en el pedal, hacer girar la rueda y, mientras oía de nuevo el sonido  armonioso y dulce, empujar la tela de los pantalones que formaban parte del sustento de una familia construida también para durar... aunque a veces los engranajes chirriaran, y no hubiera alcucilla ni aceite para suavizar aquellos roces.
Un día nos moriremos todos. Y con nosotros desaparecerá la palabra alcucilla, como desaparecieron las viejas Singer, o los indios y los búfalos cuando dejó esta vida el coronel Freeligh. Me pregunto si habrá algún Douglas Spaulding que se dé cuenta, que tome conciencia... o si estarán todos pendientes del nuevo modelo de teléfono móvil que se anuncia para la nueva temporada.



P.S. Mentiría si no reconociera que me pierden ciertos gadgets electrónicos y que este blog no lo escribo con una Montblanc, sino con el teclado de mi iMac. Así que, sin darme cuenta, he vuelto a caer en el maldito dualismo que criticaba en el post anterior ¿por qué me cuesta tanto superar viejos vicios, superar clichés ya desfasados, empezar desde ese ahora que ahora critico? 
Sin duda alguna: he de encontrar la opción C también para este asunto. Así no puedo seguir.

domingo, 5 de diciembre de 2010

LA OPCIÓN C


Los tiempos cambian, los niños crecen y los mayores envejecemos. Los años no pasan en balde, las tecnologías no cambian en vano. En casa, por ejemplo, he pasado de ser el hombre que lo sabía casi todo al tipo que tiene que recurrir al badanas de su hijo mayor cada vez que se le cuelga el reuter, le falla el mando de la tele, no le arranca el ordenador o se enreda en cualquier complicación estúpida con cualquiera de los variados artilugios electrónicos que pueblan el universo hogareño... y que parecen confabularse contra uno cada vez que aprieta un botón.
Así que no es cosa de desaprovechar las oportunidades —reales o imaginadas— de hacer de nuevo un rato de padre, de ser el que todavía sabe alguna cosa, aunque sea de letras.
La falacia de los planteamientos dualistas
Nos han engañado durante toda la vida. Nos han mentido haciéndonos creer que sólo existen dos opciones y, como mucho, opciones intermedias entre ambos extremos. 
Lo positivo y lo negativo, la noche y el día, el calor y el frío, lo blanco y lo negro, lo bueno y lo malo, las derechas y las izquierdas... Estamos encerrados, sin saberlo, en un universo dual donde, o estás del lado de acá, o del de allá; o conmigo, o contra mí. Y en el que, idealmente, ha de triunfar la Moderación: esa suerte de equilibrio siempre tan defendida e incomprendida en su auténtico significado, colocada en un hipotético Centro, magnificada en su función de políticamente correcta: el gris y lo templado como fundamentos de lo educado y lo cortés.
A poco que pensemos, sin embargo, nos damos cuenta de que las cosas no son, no pueden ser, así: además del blanco, el negro, y la infinita gama de grises intermedios, también andan por ahí el rojo, el azul, el amarillo, y sus no menos múltiples combinaciones. En el Toledo medieval no sólo se podía ser cristiano o musulmán, también cabía el ser judío; uno puede ser liberal y estar en contra tanto del fascismo como del comunismo. Expresado de otro modo: aunque algunos se empeñen en lo contrario, hay opciones fuera de la dualidad a la que intentan someternos desde la escuela a los medios de comunicación.
Viendo una serie en familia
The big-bang theory es una serie que solemos ver en familia. 
Cuenta las andanzas de un grupo de jóvenes, ingenieros y físicos, inteligentísimos para los libros pero poco menos que inútiles para la vida cotidiana y, junto a ellos, una joven llamada Penny, que trabaja de camarera, inculta, encantadora, práctica, ... y guapa. 
Uno de ellos, Leonard —en el póster a la derecha—, ha conseguido ligársela y comparte su vida con ella, de un lado, y con su compañero de piso, Sheldon —el de la izquierda—, por otro. Cabe señalar que el tal amigo es la persona más encantadoramente repelente que uno puede encontrarse. Luego hay otros dos protagonistas, pero ahora no vienen al caso.
En el capítulo del otro día, se celebraba el día de San Valentín. A Leonard lo habían invitado a ir a Suiza a ver algo así como un acelerador de partículas y le dijeron que podía llevar una persona invitada. El tío hace sus cálculos y se las promete felices invitando a Penny —recuérdese, es su chica y será San Valentín— ya que, aunque absolutamente ignorante de las implicaciones tecnológicas y científicas del evento, están enamorados, se desean, y esperan disfrutar juntos de otros aspectos de viaje como el esquí, la comida, el chocolate, la cama del hotel y todas esas cosas. Pero cuando, ingenuamente, comenta con sus amigos esa invitación y el tema del acompañante, su compañero de piso, Sheldon, da por supuesto que lo llevará a él, ya que es su amigo, un físico teórico prestigioso, y lleva años esperando una oportunidad como ésta.
Luego viene el enredo: Leonard le dice que llevará a Penny, Sheldon intenta boicotear el viaje convenciendo a Penny de que no vaya, y la historia tiene un final divertido, e incluso feliz, aunque no para Leonard, ni para Sheldon ni para Penny.
De cómo hacer de padre proponiendo preguntas
Mientras veo el capítulo, mi cabeza gira alrededor de ideas como la paradoja, el concepto de “opción alternativa” o la dictadura de las dualidades, así que, en cuanto acaba, me planteo tener con mi hijo un debate y le pregunto: Oye, ¿y tú cuál crees que habría sido la opción más correcta de Leonard? 
Él, por lo que deduzco, interpreta que le estoy preguntando si encuentra más ético invitar a Penny, que es su novia pero una inepta para entender el acelerador de partículas, o a Sheldon, un tío impertinente pero amigo y  compañero de piso, que logrará así completar uno de los sueños de su vida.
Finalmente me da su respuesta: “No lo sé; llevarse al amigo”, pero no lo afirma con rotundidad. Es como si quedara una sombra de duda en su decisión.
Entonces le explico algunas ideas sobre las limitaciones de las opciones duales: verás —le digo—, hay veces en que, cuando nos dan aparentemente dos alternativas, y ambas son desagradables de tomar, el método más eficaz para solucionar el problema es buscar una tercera, a la que llamaremos opción C
Y sigo: Hay ocasiones en la vida en que te encuentras con un dilema con dos posibles opciones, ambas desagradables: una de ellas, la que crees que deberías elegir, no te satisface; la otra, aquella por la que realmente deseas optar, no te parece la apropiada. Es la base de la paradoja: hagas lo que hagas, te equivocarás. Elijas la que elijas, tarde o temprano sentirás una terrible frustración porque pensarás que lo has hecho fatal.
Entonces, una forma creativa de enfrentar el dilema es buscar una opción alternativa, romper con la imposición de que se ha de elegir o A o B. Se escoge C, que es la propuesta que, en principio, ni aparece como opción.
Y tú, ¿qué crees, entonces, que debería haber hecho?
Y le contesto: Lo que yo llamo opción C no es sólo una opción, sino un variado y diverso grupo de opciones que sólo tienen en común no ser ni A ni B. Por ejemplo, una de ellas hubiera sido prever lo que iba a suceder y, en consecuencia, callarse como un puta, llevarse a Penny sin avisar, pasárselo de órdago en Suiza con ella y luego, a la vuelta, contarles alegremente a la pandilla la aventura. Por supuesto, tendría que enfrentarse a las consecuencias de la manera más elegante posible, pero sin que nadie pudiera ya quitarle lo bailado.
¿Y así soluciona el problema? me pregunta.
Sí y no, le contesto; o mejor dicho, no y sí. No, porque, en principio, seguirá sintiéndose culpable de no haber llevado a su amigo; sí, porque, si ha sido capaz de visualizar esta solución significa que no está preso de la dualidad y, por tanto, ciertos componentes del sentido de culpa han desparecido previamente. Lo cual es un éxito.
Al final sonreímos los dos.
Entre tanto, y mientras estoy exponiendo la respuesta verbalmente, mi cerebro trabaja en la trastienda. Me voy dando cuenta de que acabo de sacar a colación nada menos que la función del sentido de culpa en el mantenimiento del orden establecido. Así que agradezco que la cosa se quede ahí y que no tenga mucho interés en que profundicemos en el tema. 
Llegado aquí me doy cuenta de que he abierto un melón que se me puede indigestar. Es difícil ser padre. Pero, sin darme cuenta, he encontrado una solución —¿una nueva opción C?— a otro aspecto de mi vida: a partir de ahora seguirá pareciéndome complicado arreglar un ordenador, volver a conectar el reuter o manejar de forma eficiente un mando a distancia. Pero me quedaré más tranquilo. Sé que, comparado con ser un padre medianamente aceptable, entender la lógica de todos esos artilugios no pasa de ser un juego de niños.