domingo, 16 de septiembre de 2012

Siéntate (vive Slow)


Para C., que está convaleciente.

I. Moverse como forma de rebeldía
Siéntate. 
El sabor de la palabra tiene un comienzo amargo; no va entre signos de admiración, pero nos lo parece. Nos enseñaron a odiarla desde niños. Siéntate, aun pronunciada sin acritud, venía a significar: estáte quieto, no molestes; que nosotros entendíamos a veces como un “sobras, estás de más”.
Siéntate, además, no era una sugerencia, sino una orden y era sentida, por ello, como opresión y sojuzgamiento.  Estarse quieto iba contra nuestra naturaleza. Y es que los estados naturales de la mayor parte de los niños han sido estar, o moviéndose, o durmiendo. Pero nunca sentados, al menos en el sentido que le daban los mayores. 
Podíamos estar sobre un silla, es cierto; o en el suelo, mientras jugábamos o montábamos algo; pero no quietos: nos girábamos, cambiábamos de posición, nos poníamos de rodillas, nos agachábamos... cualquier cosa menos estarnos quietos. 
Hasta que, rendidos, e independientemente de la posición que adoptáramos, nos dormíamos y dejábamos dormir. Sin sentarnos.

II. Sentarse como síntoma de madurez
Cada escuela de psicología o sociología tiene su criterio peculiar sobre el significado de la madurez; el mío es claro: madurar significa saber estar sentado.
Habrá quien diga que por fin estamos domados, que hemos sucumbido a las presiones y hemos aceptado la imposición o el pacto, que no hemos podido por menos que rendirnos. 
Afirmo que eso es mentira; yo defiendo que hemos crecido y hemos asumido que los mayores —aunque sólo sea a veces, y no tantas como ellos creen— también llevan razón. Que sentarse es hermoso, que puede disfrutarse de estar sentado, que es una posición tan natural como cualquier otra, en sus diferentes acepciones según la cultura. Que el sentarse es como el beber cerveza: de niños su sabor amargo nos desagrada; luego nuestro paladar cambia y hay un momento en que una buena trapense, correctamente servida y a la temperatura adecuada, llega a acercarnos a Dios, o al menos a una aproximada idea que podamos tener de Él.
Recuerdo imágenes de personas sentadas: son gente madura, no sólo adulta. El Moisés de Michelangelo, con las Tablas de la Ley; cientos de Vírgenes sentadas con el Niño en sus brazos. Y luego, de mi infancia, la imagen de cada noche de verano cuando, mientras los niños seguíamos corriendo incansablemente por el barrio, nuestros mayores sacaban los asientos a la calle y, aprovechando el fresco, charlaban. O del invierno, sentada la familia —inquietos mi hermano y yo, serenos nuestros padres y tíos— oyendo y contando historias alrededor de la estufa de leña.
Un día uno madura y, casi sin darse cuenta, se descubre sentado y tranquilo. En paz consigo mismo y con el mundo. Como debe ser.

III. Viendo pasar la vida
Siéntate. Tómate la vida con calma. Habitúate al sosiego y así el sosiego se habituará también a ti. Vive mientras tu cuerpo descansa; no te permitas ir, de vez en cuando, ni siquiera despacio. Siéntate. 
También podrías tumbarte, es cierto, pero no se trata de eso. Se trata de una quietud activa, de un vivir al tiempo moderado e intenso. Rara vez Quietud y Atención encuentran un maridaje tan perfecto como en el acto de sentarnos.
A veces andamos. O corremos. Vamos de un lado a otro presurosos, hacemos y deshacemos; trabajamos. Pero es cuando nos sentamos cuando nos damos la paz, recuperamos fuerzas y nos demostramos ese afecto que, equivocadamente, a veces buscamos en los demás.
De pie, en la cocina, hacemos con amor la comida; pero es sentados cuando la disfrutamos en compañía de nuestros seres queridos.
Hacemos deporte y sentimos el corazón latir con fuerza, y sentimos que llegamos al fin de nuestras fuerzas, y nos sentimos satisfechos y orgullosos. Pero es sentados cuando recuperamos lo que somos y nos congratulamos y hacemos planes para mañana llegar más lejos.
Nadamos en el mar o tomamos el sol tumbados, pero es sentados, bajo la sombrilla, como vigilamos y gozamos al tiempo de los juegos en la arena la playa de nuestros hijos.
De pie, apoyados en la barra, o en una de esas modernas y horrorosas mesas altas de algunas bares tomamos unas copas; pero el sagrado aperitivo del domingo, frente al mar, se ha de tomar sentado.
Sentados leemos las cartas y los libros que nos llenan; sentados convalecemos un poco menos ya, fuera de la cárcel de la cama; disfrutamos de una película, tomamos la mano de quien amamos, vemos la televisión en casa —no importa lo que sea, porque estamos, al tiempo, en casa y sentados—; sentados les contamos los cuentos a los niños y, con ellos, sentados —a su manera— también en el regazo, se mira mejor cualquier ilustración y tenemos sus ojos más cerca de los nuestros cuando inquieren una explicación con la mirada.
Sentados vemos pasar la vida junto a la ventana una tarde lluviosa, disfrutamos del fuego de la chimenea recién encendida, endulzamos nuestra boca con ese licor traído de lejos o ese poco chocolate del que sabemos que no podemos abusar.
Sentados, aunque no lo creamos, envejecemos menos. Nos permitimos vivir con quienes amamos. A veces, incluso con nosotros mismos.

IV. Recuperando lo auténtico
Hay personas que no saben sentarse: posiblemente es porque nadie les ha enseñado a vivir y ellas han sido incapaces, con las prisas, de enseñarse a sí mismas. 
Así que vive, corre tras las cosas, juega con tus hijos, pasea con tu marido. Pero no olvides, de vez en cuando, aún cuando creas que no lo necesites, tomarte un tiempo para meditar, para cerrar los ojos, para ocuparte de ti. 
Entonces, no te preocupes por lo que sólo es accesorio, abandona el ser rebelde sin dejar de ser niña, date un tiempo para descubrir lo que deseas y, para hacerlo casi perfecto, cierra los ojos, olvida lo olvidable, disponte a disfrutar de ese momento preciso... y siéntate.


La palabra completa caligrafiada puede verse en mi otro blog: 


lunes, 30 de julio de 2012

Cariños ignorantes


(copia literal —obviando el nombre— de un e-mail enviado esta misma mañana a una vieja amiga, pero que podría haber enviado, tal cual, a más de una persona de esas que siento realmente cercanas)

Introducción. 
Feliz cumpleaños, ........

1. Las cosas suele saberse cuándo y cómo comienzan, pero no cuándo ni cómo acaban.
Hay quien necesita imágenes para entender las cosas; yo necesito palabras. 
Esta noche pasada, de madrugada y tras volver del lavabo, he tenido un ataque de lucidez momentánea: he podido ponerle nombre a una sensación que me corroe, de tanto en tanto, cuando pienso en algunas personas a las que quiero. El concepto que ahora acuño es el de “cariños ignorantes”.
Y me ha arrebatado mientras pensaba en que hoy, cuando tuviera un rato, tenía que felicitarte por tu cumpleaños. Has sido el detonante, aunque la carga comenzara a fraguarse en otro cumpleaños de hace mucho tiempo, con otra amiga respecto a la que me hice preguntas similares.
En tu caso, la pregunta que me ha sorprendido es ¿cómo debo llamarte?
2. ¿Cómo te llamaba tu padre? o ¿Cómo te llamaba yo cuando nos conocimos?
Todos tenemos un nombre. O dos. O más. En mi familia, sin ir más lejos, un día me encontré con una sorpresa: tuve que acompañar a hacer una gestión a una tía materna un poco mayor y, cuando la llamaron por su nombre oficial yo les dije que se equivocaban. Mi tía me rectificó y me explicó que ese era su verdadero nombre y que por el que yo la conocía y toda la familia la llamaba era “el otro”.
Cuando se lo conté a mi madre —su hermana— me contestó, sin darle más importancia: ¡Ah, sí, es que realmente se llama así! Y me explicó la historia. 
La bautizaron con un nombre y la denominaron así durante años, pero, cuando fue un poco mayor, pidió a su familia que la llamaran de otro modo, como a ella le gustaba ser llamada. Curiosamente se hizo así y poco a poco, primero la familia más cercana, luego los vecinos, por último los simples conocidos, asumieron que ese era su nombre y cuando yo nací, del nombre original no quedaba más rastro que el del Registro Civil, el DNI y el recuerdo de su madre y sus hermanos. 
Aquí he vivido situaciones similares pero con una carga política. Nombres en castellano y en catalán. Mi amigo Jaume sólo fue Jaime cuando nos conocimos; luego recobró su nombre original, independientemente de lo que pusiera en su DNI e incluso en el cuartel en que hacíamos la mili juntos aún en tiempos de Franco. 
Anoche, de madrugada, me asaltó la duda de cómo llamarte. Posiblemente a ti te sea igual, pero en ese momento esa duda me resultó incómoda. Y a partir de esa pregunta empecé a hacerme otras, y otras y acabé preguntándome, como otras veces con otras personas, quién eras realmente tú. 
Y por sorpresa me asaltó un sentimiento de ignorancia feroz. Y me entristeció momentáneamente pensar que el sentimiento que nos une posiblemente no fuera amistad, sino un simple cariño ignorante.
3. ¡Cómo cambian las cosas!
En un mundo ya lejano —posiblemente anteayer— las personas se iban conociendo con el tiempo. Un día sabías una cosa, el siguiente te enterabas de otra. Ese conocimiento no era lineal: de algunos de los sucesos definitivos de su infancia te enterabas después de conocer los desamores de su matrimonio. Y entendías lo que le pasó antes viendo lo que aconteció después, y viceversa.
Ahora no. Hoy la entidad bancaria en la que tienes domiciliada la nómina y por ende las tarjetas de crédito sabe más de ti de lo que sabré yo nunca: cómo gastas tu dinero, qué te gusta comprar, cómo te administras para llegar a fin de mes. Y no digamos Google: qué páginas visitas, cuánto tiempo pasas en cada una, con qué frecuencia, qué te descargas.... 
Y aquí estoy yo, sin ni siquiera saber si tienes Facebook (yo no tengo... de momento) ni de seguirte en Twitter. ¿Cómo extrañarse entonces de las preguntas que me planteo?
4. Y sin embargo... te quiero.
Feliz cumpleaños .......... De corazón. 
Sé que hoy estoy siendo parcial. Algo me dice que mi planteamiento, a pesar de su lógica, tiene un punto débil —o dos, o diecisiete— que se me escapan. Seguiré meditando, porque he de llegar a entender, con palabras, lo que me está pasando, lo que siento. En el fondo, lo que necesito saber, es quién soy yo ahora; no quien fui, no a quién conociste hará un porrón de años. Si de paso, si en el camino, entiendo también quién eres tú, quizás me ayude. 
Un abrazo y adiós, que estoy de vacaciones pero eso no quiere decir que no tenga trabajo. Y hay temas que es mejor dejar planteados y darles su tiempo de maduración.
Con cariño, no por ignorante menor
El Mayor de la Juanita

domingo, 15 de julio de 2012

El sentido oculto de las cosas. I. Peer Gynt.


                                 Música para escuchar: cualquier versión de  
                                                         “La canción de Solveig”, preferiblemente cantada.
El 24 de febrero de 1876, se representaba en Christiania (hoy Oslo) la obra de Ibsen Peer Gynt, con música de Edvard Grieg.
Hace un rato, mi hijo me ha preguntado si teníamos en casa el disco.  Le he contestado que sí, y que no recordaba desde cuándo estaba con nosotros, que posiblemente desde antes de nacer él. Y como me he quedado mirándolo, como preguntándole a qué venía la pregunta, me ha explicado la razón: 
Anoche lo invitaron a un concierto en Barcelona; una amiga toca en la JONC —la Jove Orquesta Nacional de Catalunya— y una de las piezas del repertorio, que le entusiasmó, fue precisamente ésta. Me ha contado que iba reconociendo fragmento tras fragmento, pero que nunca hubiera dicho que eran del Peer Gynt. Y me ha asegurado que desde ahora lo oirá de vez en cuando.
Me han dominado dos grupos de recuerdos. El primero eran esas noches en que, antes de ponerlos a dormir, escuchábamos música mientras leíamos o jugaban. Solía elegir músicas alegres, sencillas, cómodas. Oíamos baladas, folklore irlandés o castellano, arias de ópera, romanzas de zarzuela y composiciones pegadizas como alguna danza húngara de Brahms, la barcarola de los cuentos de Hoffman, Para Elisa, la Marcha Turca de Mozart.... y el Peer Gynt de Grieg.
Luego crecieron, cambiamos las costumbres, pero hoy me alegra saber que algo quedó.

El segundo grupo de recuerdos es anterior, muy anterior. Mis dos hermanos pequeños ni siquiera habían nacido; mi padre, que trabajaba hasta la extenuación para sacar adelante la familia, siempre tuvo tiempo para la música y una de sus actividades era tocar la bandurria en la rondalla de Educación y Descanso de nuestra pequeña ciudad de provincias.
Alguna tarde daban un concierto para familias, amigos y conocidos. Mi madre nos arreglaba a mi hermano Pablo y a mí, nos cogía fuertemente de la mano —como si temiera que nos escapáramos, aunque nosotros íbamos tan contentos— y, en medio de la apacible primavera o del frío invernal, bajábamos a oír el concierto que daba aquella rondalla en la que tocaba mi padre. Alguna de las obras que solían repetir eran fragmentos del Peer Gynt
Grieg, interpretado por un grupo de hombres más bien con poca o nula cultura musical, con más ilusión que conocimientos, y encima en un grupo de los llamados de “pulso y púa” no parece muy entusiasmante; pero para aquellos hombres y sus familias lo era.
Un día observé algo que me dejó sorprendido: en un momento concreto, uno de los compañeros de mi padre se puso a llorar en silencio. Si no te fijabas, ni te dabas cuenta; era simplemente que, mientras tocaba —la bandurria, el laúd, la guitarra, no recuerdo bien qué— algunas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Cuando acabó el concierto le pregunté a mi padre qué le pasaba. Y nos contó la historia: aquel hombre no tenía mucha facilidad para la música y había estado a punto de dejarlo en más de una ocasión, pero el anterior maestro de la rondalla, ya viejo, lo animó a seguir. Le ayudaba, le corregía sin acritud los errores, lo felicitaba cuando por fin conseguía tocar algo pasable. Se empeñaron, los dos, en que al menos una partitura le saliera realmente bien, y lo consiguieron: era “La canción de Solveig”, del Peer Gynt de Edvard Grieg. 
El maestro murió. Pero aún años después, cada vez que la rondalla tocaba esta partitura, aquel hombre lo recordaba y la añoranza le partía el corazón.
Así que, cada vez que bajaba a oír uno de aquellos conciertos, esperaba esa música y, si la tocaban, estaba atento y me emocionaba yo también, recordando la historia que nos contó mi padre.
Luego volví a escuchar la composición en mil versiones, e incluso me maravillé cuando descubrí que la original era cantada y disfruté con el sonido de una voz femenina que la endulzaba aún más. Pero siempre he tenido en el corazón aquella sencilla versión de una rondalla de pulso y púa donde un hombre maduro, cuando llegaba este momento, no podía contener las lágrimas.
Esta noche, mi hijo me ha preguntado si teníamos en casa el disco del Peer Gynt. Y me he dejado arrastrar por los recuerdos. Y he vuelto a oír, una y otra vez, en diversas versiones, “La canción de Solveig”.

domingo, 17 de junio de 2012

De mentiras, verdades y otras cosas a medias.


Carta abierta para amigas y amigos, con la íntima convicción de que nunca la leeréis. 
Queridas, estimados:
A pesar de mi defensa de la mentira como el elemento que más nos humaniza, esencia de las verdades más profundas e incluso como obra de arte —léanse mis posts anteriores sobre el tema— quiero hoy rendir un homenaje, no tanto a la Verdad —sólo Dios, de existir, podría conocerla dada su infinitud—  sino a ese micromundo construido alrededor de la franqueza y la sinceridad adobados con ciertas dosis de amor i algún otro sentimiento menos digno de encomio: a la amistad, vaya.
Quiero deciros hoy que he intentado ser siempre sincero —lo cual, a veces, no ha dicho mucho en mi favor—, pero no por bondad ni por rectitud ética, sino por indolencia y por miedo. Por indolencia, porque mentir ha requerido siempre el esfuerzo suplementario de mantener la mentira, y mi tendencia a evitar trabajos superfluos lo hacía un esfuerzo inasumible. Por miedo, porque he sentido que, si yo no era yo mismo ¿a quién puñetas queríais o podríais llegar a querer? Y yo he necesitado siempre, como tantos, ser querido.
Dentro de un orden —siempre había vergüenzas que ocultar, estigmas inconfesables, matices que se esconden en las historias más comunes ... — luché por conseguir que me quisierais tal como era, y no como pretendía ser ni como deseabais que fuera. A cambio, he intentado quereros tal como sois y no sólo como aparentabais ser ni como yo os deseaba. 
Sólo eso me ha llevado a un constante trabajar por conoceros.
A veces me he sorprendido soprendiéndoos en alguna actitud poco aplaudible, incluso miserable; en alguna ocasión esto significó una sorpresa desagradable; pero en las más me ha producido, al lado de cierto resquemor, un punto de alegría. Y no tanto por un regordeo en los aspectos negativos —mi miserabilidad tiene sus límites—, sino porque me ha permitido asumiros como imperfectos humanos y aceptaros mejor: me ayudó a saberos como erais para quereros de forma más cercana.
Todos llevamos dentro, como el protagonista de la serie Dexter, “un oscuro pasajero”. También yo; también vosotros. A veces es tan oscuro que ni siquiera nosotros mismos lo percibimos con un mínimo de definición. Pero mantenerlo oculto no es mentir, es ley de vida, ya que incluso para cada uno de nosotros queda, generalmente, en la sombra.
A veces los demás tenéis una luz especial que os permite verlo mejor que a nosotros mismos. E intentáis comunicárnoslo. Pero solemos negarnos a aceptarlo y nos defendemos sintiéndonos incomprendidos. Es en esos momentos cuando sólo el cariño —y una sensación de que “tal vez...”— salva la relación. 
Lamento haber sido desconsiderado, e incluso desagradecido, en esos momentos en que iluminasteis mi lado oscuro; y os pido disculpas por las veces en que aún lo seré.
Ciertamente, ese oscuro pasajero limita nuestra verdad última, nuestra sinceridad, nuestra amistad. Pero es sólo eso, un límite, una línea que define y concreta nuestro sentimiento.
Hoy, mientras oigo música de las épocas en que nos conocimos, pienso en cada uno de vosotros y agradezco el haberos encontrado. Esta es mi pequeña verdad de hoy, que comparto, aún sabiendo que seguramente no os llegará nunca.
Siempre vuestro 
El Mayor de la Juanita



P.S. No me he referido aquí a la familia; he evitado hablar de hermanos, o de padres, pongamos por caso. No ha sido por olvido o por desidia, sino porque pertenecen a un mundo aparte. Ellos pueden compadecerse de ti y representar que son engañados, pero lo hacen por educación y con cariño: te conocen de haber compartido hogar, saben de tus miedos, de tus pequeñas grandezas, de tus enormes mezquindades, de tus ambiciones y de tus miserias. Te han vivido día a día, a veces desde tu infancia, cuando aún no habías aprendido a mentir con un mínimo de estilo y rotundidad. Te han sorprendido tantas veces en trampas, renuncios o arrebatos que es difícil, por ello, engañarlos. 
Aunque a veces, como digo, disimulen y vivan como engañados. 
He podido, en más de una ocasión, comprobarlo fehacientemente.
Pueden, incluso, ayudarte a engañarte si creen, generalmente desde su amor —que hay muchos sentimientos en la viña del Señor—, que es lo que necesitas en ese momento para seguir en la brecha, para aguantar el tipo en  cualquier trinchera.
Se trata de uno de los juegos más hermosos, que sólo se destapa cuando alguien levanta por fin las cartas y las de todos quedan al descubierto: Yo deseo engañarme, lo necesito, así que intento engañarte a ti para creerme a mí; tú, que sabes cómo soy, intentas, a tu vez, engañarme haciéndome creer que te estoy engañando. Y así, sabiendo ambos la verdad, jugamos a explicarnos que nos queremos sin pronunciar nunca la expresión “te quiero”. Pero esto es otra historia (y aquí de nuevo, casi sin darme cuenta, vuelvo a loar a la mentira).
Por cierto, entre los territorios de la amistad y la familia hay una “tierra de nadie”, una “terra incognita” tormentosa, fértil y delicada. Y a veces algunos, algunas, habéis caminado también por sus senderos. Pero eso es ya otra historia.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Tempus Fugit / El tiempo huye


Parece que fue ayer.
¿Cuántas veces no habré oído o dicho esta frase en los últimos años?
Envejezco, no maduro, directamente envejezco. 
De vez en cuando una fotografía de hace un tiempo me lo recuerda; alguna vez me ha pasado, tras el reencuentro con un viejo amigo que, mientras lo saludo, se me viene a la cabeza aquel chiste de Eugenio: se encuentran dos conocidos y uno le dice al otro: “Hombre Pepe, ¿cómo estás?” y el tal Pepe le contesta: “Pues anda que tú!”. Sonrío, e imagino entonces que mi amigo no se imagina lo que estoy pensando. A saber qué piensa, realmente, él.
Hace unos meses mi madre me descabalgó de un tirón de una de mis personalidades, la que da título a este blog. Me presentó a una conocida que encontramos mientras dábamos uno de esos paseos lentos, lentos, para acomodarnos a su paso, y le dijo, refiriéndose a sus hijos y al lugar que yo ocupaba: “Y este es el más viejo”. Yo la interrumpí, medio en broma: “Pues yo pensaba que era tu mayor”; y ella me contestó, siguiendo con su conversación, como si nada: “Eso era antes”. 
Así las cosas, no supe ya si seguir escribiendo bajo este epígrafe, me sentí el usurpador de un título. Había creído que los honores eran para siempre y ahora me daba cuenta de que no: las madres, ahora lo veo, son como Dios, tan pronto te dan como te quitan, y sus caminos, como los del Señor, son inescrutables.
Ayer: sola, esta palabra significa una distancia no superior en el tiempo a veinticuatro horas; precedida de “parece que fue” puede significar un mes, un año, cuarenta.
Parece que fue ayer cuando escribí la entrada anterior. Y hace ya meses. 

Pienso: no tengo la necesidad de escribir y carezco de la voluntad para dedicar mi ocio a algo que no me atrae en este momento. Vuelvo a pensar: quizás, sin saberlo, quedé afectado y ahora que he dejado de ser El mayor de la Juanita me he quedado sin nada que decir. Continúo pensando: me siento disperso y necesito reagrupar ideas, proyectos, esfuerzos; es primavera y busco reorientarme, descubrir qué es eso que me intranquiliza, y trabajar para solucionarlo. Como me dije ya en una ocasión, sé que me pasa algo, pero no sé qué; y ahora empiezo a necesitar saberlo.
Sólo tengo esta noche una certeza: que un día, sin añoranzas ni remordimientos, y si es posible con satisfacción, miraré atrás, leeré lo que ahora escribo y pensaré: Parece que fue ayer.

sábado, 3 de marzo de 2012

Los dos Bertoldos


En los tiempos que Albuino, rey de los longobardos, dominaba casi toda Italia, y cuya córte (sic) se enseñoreaba en la hermosa ciudad de Verona llegó cierto día al real palacio un rústico llamado Bertoldo, hombre deforme y de feo aspecto, pero de sutil y vivísimo ingenio; pues era muy agudo y pronto en responder á cualquier asunto, si bien de natural malicioso y melancólico, como suele por lo general acontecer con la gente ruda y campesina.
Giuio Cesare Croce y Adriano Banchieri. Historia de la vida, hechos y astucias de Bertoldo, la de su hijo Bertoldino y la de su nieto Cacaseno. Edición de Juan Justo Uguet.
El longobardo Bertoldo se sentía infeliz en los días de sol porque sabía que la única cosa que cabía esperar eran días de mal tiempo. Y en cambio, era feliz cuando llovía por la razón opuesta.
Carlo M. Cipolla. El papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media.
En mi vida de ficciones, que, según mi dilecta esposa, es realmente en la que más vivo, alejado tanto de esa vida rutinaria que representa lo cotidiano como de los sinsabores que tan a menudo representa, ha habido dos Bertoldos que, al fin, quizás hayan sido sólo uno. 
El primero era el héroe de un cuento infantil que había en casa y que nos leía mi padre, personaje por el que, sin saber nosotros el motivo, parecía tener una gran simpatía. Era feo y contrahecho, divertido y ocurrente, siempre presto a la burla de los más poderosos, pero amado por su rey, que disfrutaba de su ingenio y su presencia. Filosóficamente hablando, era una especie de cínico griego, al estilo de Diógenes, pero en campesino medieval y en divertido. 
Después, de mayor, descubriría que el original era un escrito del siglo XVI, pero de pequeño me limité a escuchar sus aventuras de boca de mi progenitor y a observar los dibujos que ilustraban el cuento. En él, también tenía un esposa negra llamada Marcolfa y un hijo que me parecía un poco estúpido.
De él me gustaban especialmente dos historias: aquella en la que conseguía ganar la apuesta al rey y aparecer al tiempo desnudo y vestido, a pie y montado, llorando y riendo; y la que relataba la estratagema que evitó que le ahorcaran.
La primera prueba la soluciona entrando en palacio desnudo pero cubierto con la red de un pescador; a lomos de un pequeño burro, lo que le permite poner los pies en el suelo; y sujetando una cebolla partida, que le hace llorar, mientras se ríe a mandíbula batiente del rey y sus estúpidos cortesanos, que lo observan asombrados.
En otra, cuando por fin la reina —que lo odia— consigue que lo condenen a la horca, le pide al rey, como última voluntad, que en honor a los buenos ratos que le ha hecho pasar, le conceda la gracia de elegir el árbol donde hallan de colgarlo. Y finalmente, el rey desiste de ejecutarlo,y se ríe, porque Bertoldo se ha pasado las horas en el bosque, con el verdugo y un par de soldados, poniéndoles pegas a todos.
Como a mi padre, a mí también me apasionaba aquel Bertoldo.
El segundo Bertoldo —que posiblemente fuera el primero, pero del que yo no supe sino después— lo encontré en una breve cita de un libro de Carlo Cipolla: era aquel que estaba triste los días de sol y alegre los de lluvia. Un hombre incapaz de vivir el presente, siempre previendo un futuro que algún día llegaría y gozando o sufriendo en función de ese tiempo por llegar mientras desperdiciaba absurdamente el que realmente era suyo.
Esta noche pienso en él, o en ellos, según se mire. El primero posiblemente me sugiere algo que quise ser; el segundo me recuerda los aspectos más odiosos de lo que realmente soy. 
Estoy repasando fotos de hace tiempo. 
Pronto hará dos años, una tarde, paseé por Verona. Me acompañaba uno de mis hermanos, precisamente aquel que escuchaba conmigo las historias de Bertoldo. Recorrimos juntos las calles, descansamos en el frescor de iglesias, nos fotografiamos junto a estatuas, contemplamos el balcón donde supuestamente suspiraba Giuletta, de la familia de los Capuleto, escuchando juramentos de amor de Romeo, de los Montesco. Pero, siendo la ciudad tan bella, olvidamos recordar a Bertoldo.
Ahora, mientras miro de nuevo aquellas fotos, descubro un personaje que bien pudo ser él, soportando el peso de una de las pilas de agua bendita de una iglesia. Duro y simbólico castigo. También para mí, que no supe reconocerlo y perdí la oportunidad de mirar esa ciudad, también, con mis ojos de niño. 

Y es que, si no es bueno hipotecar el presente más allá de cierto punto por un hipotético futuro, tampoco lo es olvidar aquello que aprendimos y que ha construido el presente como es, y no como pudo haber sido.

lunes, 20 de febrero de 2012

LOS INEVITABLES FRACASOS (III) Esto no es un juego

Si no recuerdo mal, encontré la idea en un texto de Ronald Laing, uno de los padres de antipsiquiatría. No recuerdo las palabras exactas, pero sí el sentido: “La vida consiste en jugar un juego... la primera regla del cual es afirmar que es algo muy serio”.
“Une los nueve puntos mediante cuatro rectas sin levantar el lápiz”.
Nueve puntos; es un juego. Instrucciones concisas. Frustraciones constantes.
Vivo un problema —uno de tantos— y me pregunto esta noche cuál es el marco que no soy capaz de ver conscientemente. Sé que nadie me engaña a excepción de yo mismo; puedo percibir el mensaje diáfano —es un juego, son nueve puntos— en lugares tan variados como series televisivas de acción o de amor, en novelas de espías, en antiguos cuadros de la escuela flamenca. Entonces ¿por qué tengo la sensación de que algo falla? ¿Por qué termino siempre enredado en bisociaciones o prejuicios? 
Reflexiono: si no descubro un sistema para reconocer los marcos, los próximos fracasos serán, como siempre, inevitables. 

LOS INEVITABLES FRACASOS (II) La necesidad de superar el marco

Mientras leía el libro lo intenté. Posiblemente tenía el día espeso, o poca paciencia, o estaba totalmente dominado por los prejuicios (perdón, las bisociaciones), o simplemente es que soy un cretino. No lo sé. Cualquier excusa puede parecerme válida, pero lo único cierto es que fui incapaz de resolver el dilema. 
Unos días después, una amiga a la que presenté el problema lo logró. Tardó unos minutos, pero lo hizo. Yo sufrí en mi estúpido orgullo, pero disfruté viendo una luz en su mirada cuando descubrió el método, y me tranquilicé creyendo que todavía había esperanza.
Esta es una de las posibles soluciones:

El problema, como señalan los autores es el siguiente: Cuando se intenta resolverlo, lo que uno “percibe realmente” es un cuadrado, y no nueve puntos, e intenta unirlos sin salirse de ese “marco”, que no está en las instrucciones, pero que uno asume como parte del problema a solucionar. 
Superar el marco. Ser capaces de “ver” conscientemente lo que se “percibe” inconscientemente y, reconociéndolo, poder dejarlo de lado —superarlo— y así solucionar el problema.
Recordemos mi definición previa de prejuicio: un marco mental inconsciente y previo que nos impide solucionar un problema porque no nos deja evaluarlo correctamente.
Una vez vista la solución parece fácil. No lo es hasta que tomamos conciencia del marco que nos limita, del cuadrado que, a pesar de no ser realmente real, es una realidad condicionante y limitativa de cómo imaginamos nuestras soluciones.
A veces me pregunto cuántos cuadrados, cuantos marcos inexistentes, condicionan mis decisiones, amputan mis alternativas, impiden que solucione satisfactoriamente mis problemas.

domingo, 19 de febrero de 2012

LOS INEVITABLES FRACASOS (I) Víctima de los prejuicios

Ahora, a mi regreso al blog, he vuelto a releer algunas entradas anteriores. Me he detenido, sin tener claro por qué, en aquellas que hacían referencia a la mentira como forma de relación social y vida. Y he empezado a ver las cosas de otra manera a partir de una palabra que había olvidado: bisociación.
                                                              ******
A veces me pregunto si mis fracasos son inevitables. A veces, me contesto que algunos de ellos, sí. Una de las razones que he encontrado son mis prejuicios.
Soy un hombre cargado de prejuicios. Lo sé, y a menudo suelo encontrarme impotente frente a ello.
Y no me refiero a esos tan manidos y criticados que son el azote de lo políticamente correcto —machismo, xenofobia, homofobia....— sino a algo más peligroso y profundo. 
Pero vayamos por partes. Intentaré primero definir qué entiendo por prejuicio: un marco mental inconsciente y previo que nos impide solucionar un problema porque no nos deja evaluarlo correctamente. 
Bien, ya está escrito y aclarado. O eso creo yo.
Pero releo lo escrito y me doy cuenta de que, si no fuera porque lo acabo de escribir después de meditarlo, lo encontraría incomprensible. Así que intentaré ir poco a poco.
Descubrí el significado profundo de este concepto intentando hacer un ejercicio en un libro de Watzlawick, Weakland y Fisch (al final del post dejo la referencia bibliográfica). 
Todo empieza en la página 43, con una cita de Koestler, que introduce en una de sus obras el concepto de bisociación, al que define como “el hecho de percibir una situación o una idea en dos sistemas de referencia, consistentes en sí mismos, pero habitualmente incompatibles” (desde esta nueva perspectiva lo correcto sería afirmar que soy una persona víctima de sus bisociaciones, y no de sus prejuicios).
Vuelvo a leer lo escrito. Me parece que, en vez de aclararlo, lo estoy liando todavía más. Así que mejor utilizaré el ejemplo visual de Watzlawick y colegas, que eran más espabilados que yo para explicar las cosas.
Proponen el siguiente ejercicio: Debes conectar los nueve puntos de la figura mediante cuatro líneas rectas sin levantar el lápiz del papel. Si te apetece, copia los nueve puntos en un papel, toma un lápiz, y adelante. E inténtalo unas cuantas veces, no te conformes con una.

(continuará)

Texto citado y recomendado: Watzlawick, Paul y otros (1974).— Cambio. Barcelona: Editorial Herder, 1985, 4ª edición.

sábado, 11 de febrero de 2012

Barbechar, o el descanso necesario


En según qué latitudes, y con según que climas, la tierra, cansada por el esfuerzo de la cosecha, necesita todo un año para regenerarse. Así que se deja arada y se espera a que las raíces del cereal se pudran y la nutran, a que los insectos y pequeños reptiles la remuevan, a que las aguas que van del otoño a la primavera la empapen, a que los pájaros vengan a picotear granos olvidados e insectos incautos y dejen también sus migajas de abono. 
A esa alternancia entre la cosecha y la nueva siembra, más de un año después, se le llama barbecho, un ejercicio agrícola frecuente en las llanuras cerealistas castellanas.
Lo olvidé —o no lo tuve suficientemente presente—. Lo recordé más tarde, pero de una forma nueva, mientras veía cambiar la imagen del delta del Ebro. Allí el cielo se parece siempre, pintado con ese azul brillante que suele matizar el Mediterráneo, pero el color de la tierra cambia con cada estación. Tras la cosecha del arroz los campos quedan marrones, enfangados, y el drenaje hace que vayan secándose poco a poco. Los campos pardos se llenan de aves migratorias y he pasado horas admirando sus vuelos u observando cómo buscaban alimento entre los surcos. Allí no se barbecha, simplemente, se deja descansar unos meses la tierra. En primavera los campos vuelven a inundarse, luego las puntas del arroz vuelven a emerger, y todo se vuelve verde, como los campos castellanos que, cuando sopla el viento y mueve las espigas formando olas, se asemejan al mar.

Volví a olvidar —dejé de ser plenamente consciente—, a pesar de que duermo cada noche, esa necesidad de alternancia entre trabajo y descanso, o entre dos o más formas de trabajo o de descanso. Porque una cosa es saber, y otra darse cuenta.
La recordé de nuevo la otra noche, cuando una amiga me dijo que de vez en cuando aún entraba en este blog. Así que entré después de algunos meses y me asombré de que hiciera tanto que escribí mi último post. Repasé en qué otros campos había estado trabajando, qué había hecho, qué dejado de hacer mientras releía viejas entradas y me reencontraba con aspectos olvidados de mí mismo.
Hallé, metafóricamente hablando, algo más: pájaros pequeños, aves migratorias, insectos, reptiles; viviendo, esperando en esas tierras aparentemente baldías. Unos, dispuestos a aceptar el nuevo paisaje; otras, prestas para marchar con la llegada del calor.
Sentí entonces que era el momento de arar de nuevo, de preparar la tierra, de removerlo todo para dejar caer nuevas semillas. Y de dejar en barbecho otras tierras, otras ocupaciones también merecedoras de un pequeño descanso. 
Esa noche acepté de nuevo, por enésima vez, que no se puede hacer todo. Y menos todavía, hacerlo todo el tiempo. Tengo la sensación de que no aprenderé nunca. Tendré que aprender a barbechar más eficientemente.