jueves, 28 de abril de 2011

LLUVIAS DE VIERNES SANTO


“No os inquietéis, pues, por el mañana; porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes; bástele a cada día su afán.”     
                                                                    Mateo, 6:34
1. Por qué soy un imbécil. Razón número 3.785.
A menudo no hacemos caso de nuestro sentido común; es lamentable, pero al menos en mi caso, es así. Vivimos inquietos o, en una palabra que Pessoa elevó al rango de literatura en sí misma, desasosegados. Somos tan imbéciles que no sólo seguimos ciertas modas en ropa o gadgets electrónicos, sino en tendencias estúpidas como la de abandonarnos al estrés. 
No sabemos vivir relajados; yo al menos, la verdad, no sé. Puedo relajarme, pero a veces me cuesta mi esfuerzo, lo cual es ya una contradicción.
Nos montamos una película respecto al futuro —cercano o lejano— y procuramos que todo concuerde y cuadre como si el mundo girara alrededor de nuestro ombligo y el número de variables que interfieren fuera algo controlable. Y cuando es que no, cuando se tuercen la cosas y no suceden como esperábamos, nos enfadamos con la Realidad, nos encabronamos con nosotros mismos, y de paso solemos joder a los que tenemos más cerca. A mí al menos me pasa de vez en cuando. Me cuesta trabajo aceptar al mundo como es cuando no coincide con lo que yo creo que debería de ser. Es una de mis formas predilectas de perder la vida y de paso el sentido del humor, y no parece que ser consciente de vez en cuando del tema vaya a solucionar mi situación.
Pero a veces —debe de ser la edad— me distraigo de mis estupideces, me dejo llevar por el tiempo y hago caso, sin pensarlo, a mi sentido común, que, también a veces, suele coincidir con alguna cita de un texto sagrado.
2. De cómo la lluvia minó mi fe de niño.
Jueves Santo, por la tarde. Los pasos bajan en procesión hacia el puente de la Trinidad. Un poco más rápidos de lo habitual, porque el cielo parece que va a caerse; el verde de los árboles contrasta con el negro de las nubes. Estoy preocupado por mañana.
— Me parece que mañana va a llover, comento en voz alta, como quien no quiere la cosa.
— ¿Pero tú estás tonto o qué?, me contesta mi amigo José Pedro. Y afirma, rotundo: nunca llueve en Viernes Santo.
Mi experiencia es corta, un poco más que mi vida, incluso. Intento rememorar y no, no encuentro entre mis recuerdos ningún Viernes Santo con lluvia.
— Dios no permitiría que lloviera en la celebración de su muerte, continúa mi amigo de entonces. Y se queda tan ancho.
Yo soy un pobre muchacho lleno de creencias, lejos todavía de planteamientos científicos, pero algo me huele mal. Creo en Dios, pero algo no me cuadra, sería una prueba excesivamente evidente de su existencia y entonces, ¿cómo explicar la necesidad de la fe?
Pero no digo nada. Luego, tras un silencio a tenso, roto por los golpes rítmicos y acompasados que hacen las horquillas al chocar contra el pavimento y el viento que amenaza con apagar la velas dentro de las tulipas, insisto levemente:
— Pues mira que como mañana llueva....
Y, tras la mirada de superioridad y desprecio de mi amigo, opto por el silencio. Recuerdo que la banda empezó a tocar algo que bien pudo ser “Nuestro padre Jesús”.
Viernes Santo. La procesión de las seis ha transcurrido con relativa tranquilidad, aunque también con prisas; las primeras luces de la madrugada son poco luminosas y retumba algún trueno. Me visto de penitente, con mi túnica morada y mi capuz negro. Mi madre me pregunta: ¿quieres decir que no te vas a mojar? Y yo la miro, desde abajo pero desde arriba, desde mi corta estatura al tiempo que desde mi superioridad moral: pobre mujer, que con tanta experiencia todavía no se ha percatado de que en Viernes Santo nunca llueve.
Salimos a las once, acompañando a la Virgen de las Angustias. El cielo se pone cada vez más oscuro. Yo tengo ganas de decir algo, pero no me atrevo; cuando estoy a punto, cuando para la fila y puedo volverme a mirar a los ojos a mi amigo —es lo único que podemos vernos, enfundados los rostros en nuestros capuces— su fría mirada me recuerda que la fe está para eso: para creer en el milagro.
En un momento determinado algo se rompe en mi cabeza. Han parado el paso, los banceros sujetan firmemente las andas, dos hermanos se encaraman a la plataforma y comienzan a cubrir con un plástico al Cristo yacente y a su santa Madre. Debe de ser que los infelices tampoco están al caso del milagro anual.
Y entonces me doy cuenta de que mi madre y aquellos descreídos son más inteligentes que yo, porque empieza a caer un aguacero de mil pares de huevos. No nos da tiempo ni a sorprendernos y ya estamos como una esponja. La procesión se desbarata. Todos huimos perdidos entre las calles estrechas y las cuestas. Bueno, casi todos, porque los hermanos mayores y los banceros han de aguantar el tipo al lado de las sagradas imágenes, y algunos nazaremos, creyentes sin necesidad de milagros y casi enamorados de esas imágenes, se quedan quietos. Mi amigo también escapa, el muy cobarde. No tengo ni siquiera tiempo para reproches, pero a partir de ese momento lo consideraré un perfecto imbécil y, además, un soberbio. Y a mí un cretino impenitente, dicho sea de paso.
Y en cuanto a Dios, coño, podía haber hecho un milagro, aunque no fuera más que para evitar la mirada de sarcasmo de mi madre cuando llegué a casa. Bueno, de sarcasmo y de cabreo: “claro, cómo se ve que no sois vosotros los que tenéis que lavar y planchar”, me abronca, porque los bajos de la túnica vienen hechos unos zorros.
3. Aceptación de la lluvia.
Este año ha vuelto a llover en Viernes Santo. Yo ya no me visto de penitente, pero he vuelto a salir con mi hermano a deambular por las calles, a comprar churros para nuestros padres y nuestras hijas cuando todavía no ha roto el alba; a ver esas imágenes que son como parte de mí, de tan conocidas; a subir hasta la ciudad vieja empapándome del verde de una primavera maravillosa oscurecida y aclarada por retazos de tormenta y salidas de sol. 
Encontramos gente lamentándose por el mal tiempo; otros, y no sólo nosotros, disfrutando de una Semana Santa diferente y no menos entrañable. Hermanos mayores de San Juan a paso ligero, con sus capas granates al vuelo y sus capuces de terciopelo verde perlados de un chirimiri que parece rocío; nazarenos esperanzados o desesperanzados atentos a las velas de sus tulipas; un paso detenido en una cuesta arriba, cerca de los Oblatos, con una pareja subidos a la peana colocando un plástico para salvar las imágenes de Cristo y la Verónica; la Soledad esquivando las estrecheces de la calle del Peso y la curva de San Andrés, atajando para llegar y ponerse a salvo en la iglesia del Salvador.

Imágenes inauditas, distintas, preciosas. El mundo era como era y no como debería ser. Hermoso e impenetrable, y yo andaba mojándome los pies, intentando enfocar la cámara bajo el paraguas y aceptándolo. Hoy era el mañana de un ayer al que amanecí sin otras inquietudes que disfrutar de lo que me ofreciera la vida. Hacía meses que no veía a mi hermano, las hoces estaban magníficas, y hasta la lluvia me parecía un milagro, a fuerza de no esperar ninguna otra cosa. Y ese era todo el afán que bastaba para ese día. 
Luego, a la tarde, no vi la Virgen de las Angustias. Quizás no llegó ni a salir por la amenaza de lluvia.

lunes, 25 de abril de 2011

CADEL Y MISTARA

No, no son los nombres de los protagonistas de un cuento antiguo, aunque bien podrían serlo por su sonoridad. Cadel y Mistara... suenan bien. 
En realidad son dos palabras nuevas que he encontrado y que tienen que ver con mi recuperada afición por la caligrafía. La primera es el nombre común de un tipo de capitulares con un tipo de grafía muy concreto; la segunda un artilugio sencillo para solucionar un problema clásico: las marcas de los renglones que sirven de guía a la escritura.
Si hoy las traigo aquí, sin embargo, no es por sus significados, sino emocionado por lo que significa el encontrar palabras nuevas: enriquecer mi mundo. 
No todos somos iguales, lo sé. Como sé que hay un tipo de personas que sólo somos capaces de conocer realmente aquello que podemos nombrar, de forma que, enamorados de una desconocida en nuestra adolescencia, nuestro primer impulso, aún antes de acercarnos a ella o imaginar cómo era, fue dotarla de un nombre, no por inventado menos eficiente que el suyo propio. 
Uno de nuestros amores son las palabras; con ellas jugamos, expresamos lo que sentimos, convencemos o dejamos que nos convenzan, pensamos y acabamos siendo aquello que creemos ser en nuestras descripciones. Es ese amor el que me hace leer, hablar, e incluso, cuando tengo tiempo, dedicar unas horas a representarlas lo más bellamente que puedo, que es lo que significa la palabra “caligrafía”: palabra bella, el arte de escribir con signos hermosas.
CADEL
No se conoce hasta que no se sabe el nombre de las cosas. En mi afición por las tipografías conocía variantes de unciales,  góticas o redondillas, y había disfrutado de iniciales iluminadas de las maneras más diversas y con las formas más curiosas, pero no sabía que tenían un nombre concreto ni que la comenzó a utilizar Jean Flamel, en el siglo XV. 
Son difíciles de elaborar, permiten múltiples variantes y, en épocas posteriores, se realizaron auténticas maravillas en grabados. Las primeras cadel que me impresionaron —sin saber aún cómo se llamaban— las vi hace muchos años, en el mercadillo de San Antonio, lugar al que solía ir algunos domingos con mi hermano Pablo, y no pude resistir la tentación de comprar el billete de 1000 marcos alemanes de 1915 en que aparecían y que todavía conservo. 

La última la encontré también por casualidad y la utilicé para decorar una carta a unas sobrinas. 

 Pero no ha sido sino a partir de conocer su nombre que he podido empezar a buscar en internet y se me ha abierto un mundo de formas nuevo. Como cuando uno conoce el nombre de la muchacha de que se enamoró y desde ese momento deja de ser una desconocida —lo que no significa que responda a nuestros sentimientos, como las cadel cuando uno intenta seducirlas y se da cuenta de que lo que dibuja se parece más a un churro que a una bella letra.
MISTARA
Podemos darle vueltas y más vueltas: dejando aparte las nuevas tecnologías —o una parte de ellas— está todo inventado. Uno se afana y se siente orgulloso de algún nuevo método, y un día descubre que en algún momento de la antigüedad ya hubo quien lo utilizaba y, además, de una forma más simple y más eficiente. Es lo malo que tiene ser autodidacta: se devana uno los sesos para acabar descubriendo la sopa de ajo; lo positivo es que acabas siendo humilde incluso a tu pesar.
Uno de los problemas con la caligrafía son los trazos para marcar los renglones. Por muy finos y suaves que se hagan, siempre se ve el trazo negro, y si se borran después, por mucho cuidado que se ponga, sobre todo si se utiliza gouache para escribir, las letras pierden una parte de su color. En cierta ocasión probé con una plantilla puesta debajo, pero casi me dejo la vista y el resultado no fue el apetecido.
Los calígrafos musulmanes descubrieron, en la Edad Media, un método interesante: el uso de la mistara. Se trata de una tablilla de madera —o cartón— sobre el que se practican unos agujeros y se tensa un fino cordel con la forma de los renglones que deseemos. Luego se pone el papel encima, se presiona, y quedan marcados en él. Imagino que después, con el paso del tiempo y la presión del resto de las hojas que forman el libro, acaban desapareciendo las marcas.
Aún no la he probado, pero me ha emocionado conocer que existe esta palabra. Y que hubo quien construyó, gracias al objeto y método que define, bellísimas páginas que embellecieron el mundo. Nada es tan hermoso como lo sencillo, aunque contraríe a las cadel.

viernes, 1 de abril de 2011

GRITAR EN SILENCIO, HABLAR CON NADIE

La ciudad es dura y educada al mismo tiempo. Respeta tu diferencia y tu intimidad por el expeditivo método de ignorarte. En las Ramblas de Barcelona, allá por los ochenta, vi en más de una ocasión a personas —algunos llegaron a ser famosos personajes urbanos, como el conocido sheriff, un adulto disfrazado de vaquero y armado con un revólver de juguete— hablando solos en voz alta, haciendo proclamas, discursos, alegatos. No pedían más que atención, un poco de atención.
Algunos turistas se reían vergonzosamente; algunos imbéciles los insultaban.  Los demás pasábamos ligeros a su lado procurando ni siquiera mirarlos, o sonriendo condescendientemente por lo que decían, o sintiendo lástima, o miedo de acabar también así, porque nadie sabe nunca lo que le deparará el futuro.
Alguna vez sentí más curiosidad de la debida y me planteé detenerme y preguntarles sobre su vida. Pero, de un lado la vergüenza a exponerme así en público, y de otro el miedo a su respuesta, me hicieron inhibirme siempre.
Ahora, a veces, veo a gente hablando por un móvil mientras camina y tengo la sensación de que quizás al otro lado no haya nadie, de que ni siquiera haya “otro lado”. De que son la versión edulcorada y light de aquellos personajes y que la simulación de conversaciones forman parte de una coartada para esconder la soledad que los atenaza.
Pero, a diferencia de entonces, ahora ellos ya no se manifiestan con tanta sinceridad y, ¿por qué no reconocerlo? yo ya no siento ninguna curiosidad por saber quiénes son o qué piensan. Y no sé si es bueno o malo, si el cambio ha sido para mejor o para peor. 
Me pregunto si no estaré, como aquellos curiosos seres de las Ramblas, cada vez rodeado de más gente, y más solo.