miércoles, 17 de febrero de 2010

PAISAJES EXTINTOS. ÁRBOLES EN LA CIUDAD. 1.

  
                   Ésa es una de las crueldades del teatro de la vida: todos pensamos que  
                   somos protagonistas, y cuando se hace evidente que somos simples 
                   personajes secundarios o figurantes, raramente lo reconocemos.
                                             Robertson Davies. El quinto en discordia
Con ellos aprendí que no hacían falta palabras para comunicarse, aunque yo las necesitara para hacerles saber lo que sentía e incluso, sabedor de la soledad que nos rodeaba a veces, me atreviera a susurrárselas.
Siempre creí que me sobrevivirían, así que me dejé llevar y les fui tomando afecto. Fueron dos olmos, dos sabinas, y un pino. Con los olmos y las sabinas tuve una relación de cercanía; al pino nunca me aproximé. No por miedo ni por timidez, sino porque crecía en lo alto de una torre inaccesible. Sé que es difícil de creer, pero así era. 
Los árboles, me habían contado, duran mucho más que las personas. Y así me dieron pie para vivir durante mucho tiempo en una fantasía: que aquellos árboles a los que estaba emocionalmente unido me sobrevivirían. Un gato, un perro, un pájaro o cualquier otro animal de compañía, al menos desde una perspectiva estadística, tenían muchas posibilidades de morir antes que yo; en cambio un árbol no. Un árbol era un ser magnífico, que se aletargaba cada invierno y que cada primavera rebrotaba para acompañarme de nuevo tras su paréntesis de sueño. Las sabinas y el pino, siempre verdes, aún me parecían más soberbias.
En la escuela me habían explicado que eran seres vivos, aunque de un reino inferior, junto con palabras extrañas, como “caducifolios”, “fanerógamas” o “angiospermas”. Pero no lo creía; y no me importaba que no se movieran voluntariamente, que no manifestaran sentimientos como nosotros, que no pudieran responderme según lo que se entendía normalmente por respuesta.
En la primavera de 2005, en uno de mis frecuentes viajes de regreso, supe de la muerte del pino, el último de mis acompañantes silenciosos e inconscientes. Fui a pasear, miré hacia donde siempre habitó y encontré la torre vacía. Me dieron explicaciones de su desaparición, que no sirvieron sino para distraer un rato a ese espacio de mi mente que razona y entiende. Fue el último en desaparecer.
La historia de esta relación con los árboles había empezado mucho antes, con uno de los dos olmos vivían entre la casa de mi abuela y la de la señora Patricia.
No eran demasiado grandes. La tierra de la que se alimentaban era escasa y pedregosa, y el espacio de que disponían, angosto, así que nunca llegaron a ser demasiado altos. Los unían sus raíces cercanas y una cuerda de la que de vez en cuando colgaba ropa mojada lavada a mano, esperando que el  sol y el aire la secara.
En ese espacio reposaban y crecían, compartiendo ese trozo de la calle con una parra. El más cercano a mi casa era un poco más robusto y fue siempre al que yo, por proximidad, tuve más querencia. Estaban pegados al muro y sus ramas, que de un lado llegaban a tocar los tejados de las viejas casas de adobe, del otro se suspendían en el vacío proyectando su sombra a los patios hundidos de la calle de abajo.
A veces los niños subíamos hasta su horquilla y desde allí mirábamos a lo lejos, o intentábamos acceder, sin éxito, a las ramas más altas en busca de nidos de gorriones que detectábamos por el piar de las crías. Si una vecina nos veía, rápidamente nos gritaba y nosotros, obedientes, volvíamos al suelo, inconscientes del peligro del que acababa de salvarnos a nuestro pesar.
Así, durante unos años, me probé trepándolo, apoyé en él mi espalda mientras descansaba de mis correrías sentado en el suelo, me cobijé del sol bajo su sombra, me escondí, mientras jugaba con mi hermano, tras su tronco.
Durante esos años me fue indiferente. Era un árbol más, un elemento de la calle, algo con lo que jugar y no tan divertido como los perros o los gatos a los que perseguíamos. Fue así hasta el momento en que lo herí.
Un día, mi hermano y yo descubrimos un cuchillito y una navajita, casi de juguete, en casa. No sé qué hacían en aquel cajón de la mesita de noche, pero al final conseguimos que mi padre nos las regalara. Era mi primer objeto importante. Y lo probé. Fui al olmo vecino y, con paciencia, recorté con mi cuchillito  un cuadrado profundo de su corteza. Ni iniciales, ni corazones, ni nada parecido. Era aún un niño. Un cuadrado taladrado hasta llegar a su carne de árbol. 
No quiero recordar los detalles. Al mirarlo unos días después, se me partió el corazón. Le pedí perdón y, en el buen sentido de la frase, le puse el dedo en la llaga; por primera vez escuché su silencio. Con el paso del tiempo, la corteza se iba regenerando poco a poco. Y cuando hablo de tiempo me refiero a años. Seguí su curación casi con ternura. Me marché a estudiar fuera y volvía en vacaciones. Era ya adolescente cuando vi por última vez la herida casi sanada. Fue como si me hubieran quitado de encima una pesada piedra que, cuando estaba lejos, ni siquiera sabía que me pesaba. Y entre un momento y el otro, a lo largo del tiempo, cada vez que subía a la casa de mi abuela le dedicaba una mirada amistosa y creía recibir algo, sin saber qué, de él. 
Una tarde, en un regreso a casa, aproveché para subir de nuevo. Daba por sentado que estarían allí los dos, esperando fieles, como siempre. El herido y el más pequeño. Pero no había ninguno. Los habían talado porque las raíces eran un peligro para las casas de abajo, me dijeron. Las raíces; igual que el viejo olmo del patio de mi escuela, igual que después el pino de la torre. 
Me quedé un poco más solo, más vacío en mi adolescencia ya de por sí vacía, y me dolió, sobre todo, no haber podido ver de nuevo su piel entera; vivir la vieja herida, hecha como en un juego por ese otro yo que fui de niño, restañada. 
Tres reflexiones finales:
a) Desde muy de cerca: Ahora entiendo que me perdió la soberbia.  Es el problema de sentirse protagonista cuando sólo se es figurante. Cargué inútilmente con un sentido de culpa desproporcionado. Sólo fue un cuadradito. Y seguro que ni lo notó ¿Cuántas alegrías inocentes me perdí por culpa de mi obsesión con un pecado inventado para sentirme especial?
b) Desde un poco más lejos: Estuvo bien sentirse mal. Lo que nos humaniza es ser capaces de sentir empatía hacia cualquier ser vivo. Saber que todos participamos, cada uno desde un lugar concreto, en un proyecto compartido; y ese raro destello de humildad fue uno de los que me han hecho un poco mejor.
c) Desde más lejos todavía, con perspectiva: No sé si mi olmo era humilde u orgulloso, pero era también un figurante. Como mi abuela y las vecinas hoy ya desaparecidas, como yo, como el que lo taló. Ni a actores secundarios llegamos. Poco tiempo después, un protagonista con más categoría en el teatro de la vida, el hongo que provoca la grafiosis del olmo (Ceratocystis ulmi) se cepilló olímpicamente a casi toda la población de Ulmus minur del país. Ellos ya no estaban y así evitaron una muerte lenta. A mí ni me tuvo en cuenta.
Ahora espero, olvidado en la inconsciencia, a que baje el telón, deseando que tarde lo más posible, buscando la humildad del figurante en la obra de la vida, e intentando evitar, sin conseguirlo, esos sentidos de culpa propiciados por la manía de sentirme protagonista.

No hay comentarios:

Publicar un comentario