jueves, 31 de diciembre de 2009

¡FELIZ AÑO NUEVO! Viejos escritos recuperados (y 3)


3. FELIZ 2009

Un brindis por todas y por todos.
De vez en cuando pasan cosas curiosas. Quizás más infrecuentemente de lo que sería interesante. Posiblemente menos interesantes de lo que nos gustaría.
Anoche sentí por primera vez tristeza –a menos que la memoria me falle más de lo que yo soy capaz de recordar– al despedirme del último dígito de la fecha anual. Normalmente se vive aquello de “a rey muerto rey puesto” o, en su versión más estándar, “el muerto al hollo y el vivo al bollo”, y uno saluda con alegría dicharachera al año recién estrenado y pasa a olvidar el que se acaba, salvo por algunos comentarios jocosos y un par de recuerdos que parecen más vinculados con alguna película americana o serie de TV que con la propia vida.
Pero anoche no. Será que me hago viejo. O que tomo conciencia de lo viejo que me hago. O vaya usted a saber por qué, y que quizás no tenga nada que ver con el paso del tiempo aunque hablemos de Tiempo. El caso es que, un poco antes de sonar las doce campanadas, sentí como una tristeza por el tiempo pasado. Por ese año al que un montón de gente decidió llamar 2008 y usarlo como se usa un pañuelo de papel que nos permite aliviar los peores síntomas del constipado de la vida.
Y frente a esa tristeza, ese nuevo retoño al que los mismos han dado en llamar 2009 quedó, mire por dónde, en un segundo plano. ¿A qué tanto jolgorio, tanto matasuegras, tanta copa de cava? ¡pero, si acaba de empezar; pero si no es aún nada!
En cambio 2008... reconozcámoslo, ha sido un año pleno. Pleno de mierda en más de una ocasión, es cierto, pero pleno al fin y al cabo. Doce meses, cincuenta y dos semanas, trescientos sesenta y cinco días, y no quiero utilizar la calculadora para ir citando la cantidad de horas, minutos y segundos. Sueños... pesadillas... alegrías... tristezas... cumpleaños... decesos... decisiones tomadas... decisiones que ¡joder! no llegaron a tomarse y deberían haberse tomado. Un año, vaya, en toda la extensión de la palabra. Nunca tres puñeteras letras –”año”– han significado tanto. Y 2008 ya ha sido un año. Entero. Único. Mágico en tanto que único. 
2009, en cambio, es todavía un conglomerado de ilusión, proyectos, deseos... pero nada seguro. Ni más ni menos que la Primitiva que guardo semanalmente en mi cartera antes del sorteo del jueves o del sábado, o que aquella chica con la mirada viva que me cogió una noche del brazo tras cenar en un cuchitril progre de Gracia y me fue susurrando tonterías al oído hasta que llegamos a la puerta de su casa y me dio las buenas noches, eso sí, muy amablemente. Humo. Puro humo. Bonito, interesante, acogedor... pero humo. De hecho –y no quisiera ponerme trágico– ni siquiera sabemos si lo terminaremos. Y conste que espero que sí.
Así que utilicé esos momentos previos al ritual de cambio de tercio para meditar un rato mientras se dirimía en qué cadenas veríamos a un par o más de tipos y tipas ganándose una pasta a costa de hacer el paripé para nosotros. Y mal, encima.
Y decidí cambiar -más de lo que ya la había cambiado los años anteriores- mi tradición nocheviejesca. 
Lo primero que hice fue un par de ajustes en los aspectos formales del momento: hasta el año anterior, y desde hace ya tiempo, yo sustituía las uvas por pasas de Corinto o sultanas. Para choteo del conjunto familiar presente, al menos las primeras veces y antes de comprobar que mi propuesta era más racional. 
Comerme las uvas a palo seco siempre me ha sido imposible; pasarme el cuarto de hora previo pelándolas y sacándoles las pepitas me había provocado más de una discusión con mi mujer –“es que eres de lo que no hay; aquí toda la familia hablando y tú pelándote las uvas; es que eres como un niño!”, etc.–; comprarlas ya peladas en un botecito es algo que me supera; así que me preparaba mis doce pasas sin hueso y a esperar las campanadas. Pues este año, ¡ni eso! ¡ni cava después! Una copita de licor y marchando. Y anoche no pudo ser, pero, en la medida de lo posible, a partir de este 2009, si el tiempo lo permite y la autoridad no lo impide, brindaré con Pedro Ximénez
Pero lo más importante fue el cambio de perspectiva que espero convertir en una tradición. Decidí no brindar por una llegada sino por una despedida. No tanto dar la bienvenida –que también, no seamos rijosos– como dedicar esos minutos a decir adiós cariñosamente al año que decían que se marchaba. Un año que, como todos, e independientemente del número que le queramos poner, no era, para mí, sino un tiempo de ese ser al que amablemente califico de “yo mismo”. 
No quise, por tanto, dedicar esos momentos liminares al viejo juego de hacerme buenos propósitos –que luego quedan en lo que mis mayores llaman “agua de borrajas”– sino a recordar quién y cómo he sido. Sin negativismos destructivos, sin ni siquiera críticas constructivas; evitando los manidos planteamientos de cambio: simplemente una mirada cariñosa hacia atrás. Y nada más.
Le dije en silencio a 2008 cuánto lo echaría de menos y le confesé que, aunque nunca se lo reconocí, lo había amado intensamente de vez en cuando. Y que, si de algo me arrepentía, era de no haberlo estrujado en cada uno de sus momentos junto a mi pecho y haberlo vivido como él seguro que me habría dejado. 
Le agradecí cada una de las miradas cómplices que tuvieron para mí mis hijas, las bromas con mi hijo, la presencia a mi lado de mi mujer, las conversaciones o los paisajes compartidos con los más cercanos, esas pocas botellas de vino acompañando los platos más dispares cargados de amor, las siempre tumultuosas reuniones familiares, las llamadas  telefónicas para no decir nada a mis padres, todo lo que aprendí, todo lo que llegué a olvidar, las personas que se fueron haciendo un hueco en mi ser, las que me han permitido seguir anidando en sus corazones, las pocas cosas que he escrito, las muchas que he dejado de escribir, esa caligrafía que me hizo un rato feliz, las hojas –verdes, ocres, rojizas– en las ramas de los árboles o en el suelo, el ruido sublime del agua, el vuelo de una rapaz, el canto de un canario, los azules del cielo, las músicas nuevas y las de siempre... hasta las discusiones y los enfados, con los demás, pero sobre todo conmigo mismo, fueron motivos para darle las gracias. 
Dicen los entendidos en la vida del más allá que cuando uno muere, lo primero que se ve es como un túnel, al final del cual hay una luz, y que, en unos pocos segundos pasa ante uno toda la vida. 
Sin llegar a tanto, algo parecido fue lo que yo viví anoche, aunque referido sólo a un año. No dije nada a quienes había a mi alrededor (mi fama de tipo raro hubiera crecido exponencialmente) pero los últimos minutos los dediqué a despedirme tiernamente de 2008. Por él brindé en lo más profundo y, aunque cuando terminaron de sonar las campanadas repetí una y otra vez entre abrazos aquello tan manido de “Feliz 2009”, tardé aún un tiempo en relajarme emocionalmente y saludar al nuevo retoño aunque, he de reconocerlo, un poco distante y frío, como diciéndole: “aún no nos conocemos, así que... a ver cómo te comportas que yo ya no estoy para hostias”.
Agradecido a todas, y a todos, por vuestra presencia en mi vida a lo largo de 2008, ¡un brindis! y, ahora sí, feliz año nuevo.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

¡FELIZ AÑO NUEVO! Viejos escritos recuperados (2)



2. FELIZ 2006
Queridas y estimados:
1. Feliz año 2006 (hasta aquí el cumplido tradicional dentro de lo que se espera, o casi). Bendiciones para todas y todos –en el sentido literal, de “bien decir”– y deseos de paz y prosperidad, esta última entendida como crecimiento y fructificación de todo aquello que plantéis y abonéis: un árbol, una relación emocional, césped, un proyecto vital, un tiesto con sabe Dios qué planta, un trabajo nuevo, un negocio, o el hecho de guardar una botella de vino para abrirla con los amigos cuando haya envejecido pero no demasiado. Y recordad: conviene ser buenos.
2. Un cuento árabe describe la historia de dos sueños. En el primero, un hombre sueña con una ciudad, una calle, una casa, un huerto, un pozo y un tesoro en su interior. Y es tan vívido el paisaje, tan nítida la imagen, que abandona su hogar y marcha en su busca. El cuento describe las alegría y sinsabores de ese hombre para encontrar esa ciudad, esa calle y esa casa. Al final, y en contra de toda lógica, las encuentra, pero dentro del pozo no existe ningún tesoro. Peor aún, allí se habían reunido unos ladrones y cuando entran los soldados a prenderlos lo encarcelan a él también creyéndolo uno de ellos.
Finalmente, cuando es interrogado por su capitán, le explica que no tienen nada que ver con tales delincuentes y le cuenta, amargamente, su sueño. El capitán lo mira compadecido y le recrimina su credulidad, aunque le confiesa que lo entiende: él también tuvo un sueño igual hace muchos años y a punto estuvo de salir en busca del tesoro que se le prometía, pero gracias a Alá –sólo Él es Misericordioso–, fue prudente, se quedó en su ciudad y ahora ha llegado a ser nada menos que capitán de la guardia. 
Así que le deja marchar, pero antes le cuenta los vívidos detalles. Y el primer hombre va reconociendo en ese paisaje que se le describe, no menos nítido que el que él soñó, su ciudad, su calle, su casa, su huerto y su pozo. Así que vuelve raudo y comprueba que allí está el preciado y anhelado tesoro. 
Una primera lectura señala que no hay que viajar demasiado para encontrar aquello que nos es más preciado. Una segunda, que vivió rico y feliz porque creyó en un sueño tanto como para arriesgarse a hacerlo realidad, aunque eso supusiera abandonar el mundo conocido y seguro. 
3. De vez en cuando reviso los mitos religiosos con que padres y educadores diversos me marcaron en los primeros años de mi vida. No por añoranza de tiempos pasados –que, además, no siempre fueron mejores, negando el refrán popular que así lo afirma–; ni por huida del presente tachado de consumista, ni por falta de perspectivas de futuro. No. Simplemente porque descubrí hace tiempo que, al tiempo que nos han enseñado a mirar las cosas de una determinada manera, nos impiden verlas desde otros ángulos. Y que aquello que parece tener una forma fija e inmutable luego resulta que está lleno de matices y que esos nuevos y diferentes significados forman ya parte de nuestros pensamientos y sentimientos incluso antes de tener conciencia de ellos –¿quién  no recuerda la primera vez que realizó ejercicios de gestalt como “ver” en un mismo dibujo a una mujer joven y una vieja? –. Y que por muy hermoso o terrible que sea un recuerdo, siempre hemos de darnos esa oportunidad de verlo de otra manera, aunque no sea más que para poderlo remitificar.
4. Cito literalmente al profesor Bellavista, en su curiosa interpretación de Mateo, 20, 1, 16: “Un padre de familia ofrece trabajo en su viña a algunos obreros. Unos llegan a la hora primera, otros a la tercera, otros a la sexta. Los últimos llegan a la hora undécima, un poco antes de que se ponga el sol. Cuando anochece, el padre de familia entrega un sueldo a cada uno de ellos, lo mismo a quienes llegaron los primeros que a quienes lo hicieron los últimos cinco minutos. ¿Qué quiere decir la parábola? Según la interpretación del padre Ferruccio, el párroco de San Joaquín, el sueldo es el Paraíso y el Paraíso es un premio que está al alcance de todos, incluso de aquellos que se arrepienten en los últimos cinco minutos. De acuerdo, pero alguien podría objetar: ¿cómo?, yo me levanto a las cinco de la mañana para ir a trabajar, tú, en cambio, llegas todo pimpante a las seis de la tarde y, luego, a la postre, ¿qué pasa? ¡Que nos dan el mismo sueldo a los dos! ¿Y eso se puede llamar justicia? Pues sí señor, contesto yo, eso es hacer Justicia: porque la verdad es que el sueldo del dueño de la viña no es más que una moneda falsa, porque el Paraíso no existe, porque la auténtica recompensa es haber trabajado en la viña del Señor. El que ama obtiene enseguida su salario porque sólo puede conocer la belleza sutil del amor y de la amistad amando. Conviene ser buenos”.
5. Conviene ser buenos. Ya lo decía yo al principio, pero ahora que resulta que es el colofón de tan docta interpretación como que cobra otro sentido ¿no?.
Quizás algunas parábolas merezcan la pena ser releídas; posiblemente de tan tergiversadas por los párrocos de nuestras respectivas iglesias, por los profesores de religión o por la simple monotonía de la obligación de escucharlas hayamos perdido alguno de esos otros sentidos. No propongo que los Evangelios sean un libro de mesita de noche, pero cada vez entiendo menos las búsquedas en textos sánscritos, en mandalas lejanos, en oráculos celtas, en cábalas místicas o en pirámides mayas, buscando explicaciones de lo cotidiano al tiempo que despreciamos lo que tenemos más a mano. 
Aunque quizás, de la misma manera que el pago por trabajar en la viña no sea el sueldo, sino el hecho de trabajarla, el tesoro no esté tanto en el pozo sino en el cúmulo de experiencias que jalonaron el viaje.
Un abrazo. Y un Feliz Año Nuevo, al final del cual, si somos lo suficientemente estúpidos, nos enfadaremos por cobrar sólo un sueldo o nos sorprenderemos si no hemos encontrado el tesoro que buscábamos. Pero si somos buenos, en el buen sentido de la palabra, como señalaba Machado, disfrutaremos que cada momento. Y espero que algunos los pasemos juntos.

¡FELIZ AÑO NUEVO! Viejos escritos recuperados (1)



Los discos duros, a veces, fallan. O se contagian de un maldito virus. Y hay que formatearlos. Algunos ignorantes, despistados, perezosos o simplemente pardillos no suelen hacer copias de seguridad con la frecuencia necesaria. Yo era uno de ellos... y pringué. Antes del formateo definitivo, y gracias al Ubuntu, pude recuperar bastantes cosas; pero las respuestas de mis amigos a mis particulares misivas vía e-mail se perdieron para siempre. Y había algunas realmente entrañables, con unas contraargumentaciones o nuevas aportaciones que me hicieron pasar ratos entrañables. De mis envíos recuperados –estaban en formato texto– copio aquí unos cuantos aprovechando las fechas señaladas. Por las respuestas perdidas. In memoriam.



1. FELIZ 2003
Reflexiones combinadas sobre la Despedida y Bienvenida anuales.
El circulo es la figura geométrica más adaptada al rito. De hecho, es la metáfora de una de las dos concepciones del tiempo que han dominado las diferentes historias: el tiempo circular, mítico y siempre repetitivo, frente al tiempo lineal, con un principio y un fin que se alejan a medida que transcurre la vida. O la combinación de ambos, en una figura helicoidal.
Una de las características del círculo es que, siendo todos sus puntos equidistantes de otro, denominado Centro, podemos considerar que comienza y termina allí donde nosotros deseemos; esto es: que no hay ningún determinismo previo que nos obligue a tomar como principio y fin un punto en vez de otro. 
Así pues, y según nuestra tradición, esta noche, al filo de las 12 –y eso de la hora es otra historia– será el momento de despedir el año saliente y desearnos felicidad y prosperidad para el entrante. Vaya pues, por delante, este deseo compartido antes de continuar: ¡Feliz Año 2003! Y ahora, una vez cumplido el requisito inicial y el motivo de este rollo, prosigamos con unas simples preguntas: Esto de que nuestro año comience precisamente mañana ¿es una tradición o sólo una costumbre? ¿de dónde procede y en qué lógica mítica se sustenta? ¿es el momento indicado... o los hay mejores?
Un primer problema es geométrico: el círculo es el paradigma representativo; las realidades son, en cambio, la elipse u otro tipo de curvas cerradas aún más irregulares. 
Tomemos, por ejemplo, el año solar: si fuera un “círculo” no existirían las estaciones, ya que todos los días “equidistarían” del Sol –y ojo, que estoy hablando en sentido metafórico; ya sé que las estaciones no las marca la distancia sino el grado de inclinación, lo que permite que, simultáneamente, y a pesar de encontrarse la Tierra en la misma posición, sea primavera en el hemisferio Sur mientras es invierno en el Norte, y viceversa. Por eso, porque se representa como un círculo, pero sin serlo, es por lo que existen los equinoccios y los solsticios. 
Hace miles de años que los hombres aprendieron que el tiempo que duran las noches van creciendo desde el solsticio de verano y que el día vuelve a su carrera triunfante desde el solsticio de invierno. Y no es casual, por supuesto, que diversos dioses –entre ellos Mitra o el mismísimo Cristo- hayan elegido el solsticio invernal para venir al mundo representando a la Luz que emerge triunfante frente a las Tinieblas que la han precedido.
¿Por qué, entonces, no celebrar el principio del año en este momento mítico, mágico y con un alto contenido de religiosidad popular? ¿Por qué aceptar la contradicción subyacente en que el año –la Vida- no comience justo cuando nace el Salvador? O mejor dicho ¿por qué no continuar celebrándolo, ya que, de hecho, el 25 de Diciembre era el comienzo del año en la Inglaterra medieval allá por el siglo XII?
Si el tema solsticial ha sido el principal, el equinoccial no se ha quedado atrás. Las sociedades primitivas observaron también que, si entre el 21 y el 23 de Diciembre el Día comenzaba a triunfar sobre la Noche, alrededor del equinoccio de primavera los campos comenzaban a emerger llenos de Vida, ganando la partida a un invierno simbolizador de la Muerte, en una apoteosis de la Resurrección. 
El cristianismo, siempre a la zaga, casi copió el esquema de la Pascua judía combinando ciclos solares y lunares parta celebrar, no ya el nacimiento en este mundo del Dios, sino su resurrección primaveral en la Semana Santa. 
Y no hizo sino imitar y substituir lo que ya había, cambiando de collares, pero no de perros: mucho antes, en la Europa septentrional, muchos pueblos también celebraban la primera luna llena de primavera: la Pascua florida, en inglés, se denomina Easter, que es el nombre de la diosa de la primavera. Y en la meridional, los antiguos griegos –anteriores a los ciclos homéricos– celebraban así mismo, con esa luna, los mitos de Eleusis, con ceremonias que implicaban también, curiosamente, el uso del pan y el vino.
Pero, dejemos de lado la muerte y resurrección y volvamos al Nacimiento. Dentro de las lógicas de este conjunto de tradiciones, en el medioevo a alguien le dio por pensar que, cuando Cristo comenzó su vida en este mundo no fue cuando nació, sino cuando se encarnó en María, justo nueve meses antes. Fecha que, por una curiosa casualidad, coincidía con el equinoccio de primavera. Así que, a partir del siglo XII, el principio de año empezaba allá por el 25 de Marzo, sustituyendo la datación del Anno Domine (A.D.)  por la del Anno de Gratia (A.G.)
Curiosamente, siglos después, en Inglaterra –como relata Whitrow– los calendarios comenzaban en Enero, mientras los documentos oficiales se fecharon según el Año de Gracia nada menos que hasta 1751.
Este calendario, en contra de lo que puede suponerse, no se ha abandonado, sino que continua persistiendo, aunque en otra modalidad mucho más relacionada con la magia y con las relaciones entre lo que pasa en cielo y lo que acontece en la tierra: el calendario astrológico ¿O no es, acaso, Aries el primero de los signos del zodíaco?y ¿cuándo comienza Aries, sino el 21 de marzo? ¿y qué significa zodíaco, sino “rueda de la vida”?
Ahora bien, hay otras formas de dividir estacionalmente el año que no coinciden con fases astronómicas precisas, sino con la multiplicación de la vida sobre la Tierra, sea vegetal o animal.
Otros griegos primitivos, tan poéticos ellos, idearon el precioso mito del rapto de Perséfone –consúltese a Graves– para ejemplificar el paso de una era perfecta, donde el tiempo era circular, a otra en que los hombres sufrían las inclemencias y a veces el hambre: En la Edad de Oro, Deméter, la diosa de la agricultura, era feliz y los campos continuamente daban sus cosechas, los árboles sus frutos y los arroyos regaban constantemente la tierra. Pero un día el dios de los Avernos raptó a su hija Perséfone y se la llevó como esposa a las profundidades. Deméter suplicó a Zeus –y los hombres a su lado, ya que morían de hambre– y por fin consiguió, o consiguieron, que su hija pasara dos tercios del año con ella y uno con su esposo. Cuando Perséfone vuelve, en la fase avanzada de la primavera, Deméter retorna a la felicidad y los campos vuelven a cobrar vida hasta el otoño, en que, presagiando la partida todo se agosta y permanece muerto durante el invierno. 
Y algunos pueblos celtas y germanos –léase a Frazier– situaban los extremos del eje anual en lo que ahora serían el Primero de Mayo –nada que ver con la clase obrera, que conste  y el Uno de Noviembre, y celebraban ritos ígnicos asociados a la fecundidad de la tierra. De la primera fecha han quedado vestigios en las noches de Walpurgis, aquelarres y otras historias mágicas y brujeriles; de la segunda, el denostado por desconocido Halloween y el hecho de que la Iglesia, entendiendo que era tanto su poder maléfico, decidiera poner sobre esta noche la celebración de Todos los Santos, para proteger a los creyentes.
Y con tanta historia, tradición, religiosidad, mitos y otras zarandajas, podríamos preguntarnos ¿de dónde viene el empeño en celebrar el comienzo del año justo el uno de enero, fíjese usted bien? Ni equinoccios ni solsticios, ni hogueras de San Juan ni fuegos de Beltane, ni mayos llenos de árboles adornados por jóvenes con guirnaldas, ni canciones populares, ni noviembres plagados de calabazas anglosajonas con velas dentro e incluso con un E.T. en su última versión Spilbergiana. No señor: el Uno de Enero. 
Cuentan que un viejo gallego presiente su final y llama a sus hijos a su vera para dar sus postreros consejos y demandar sus últimas voluntades. Les recomienda, los orienta en la vida y, como colofón, les hace una petición: “Hijos míos, que si muero en Muiñas de Arriba me enterráis en Muíñas de Abajo, y si muero en Muíñas de Abajo me habréis de enterrar en Muiñas de Arriba”. Y los hijos le preguntan: “Y eso ¿por qué padre?”.  Y el padre les contesta: “No sé. Por joder”.
Pues eso, debe ser por joder. Porque el año comienza justo el Uno de Enero, y no hay tradición que lo sustente.
Porque no hay tradición, pero sí costumbre. Cuenta –de nuevo Whitrow– que los romanos primitivos comenzaban su calendario en Marzo (¿originales o sensatos?), y que su año tenía diez meses –los nombres de los meses que van de Septiembre a Diciembre no son sino los cardinales con que se nombraban: Septiembre, el séptimo; Octubre, el octavo; Noviembre, el noveno; y Diciembre, el décimo.
Pero hete aquí que, en el año 153, el nombramiento de los cónsules comenzó a hacerse en lo que hoy sería el 1 de enero y, como su nombramiento duraba un año, se acabó tomando esta fecha como referencia oficial. Y así, con las salvedades medievales, hasta nuestros días.
Llegado aquí, no puedo sino indignarme por tamaña necedad y sugeriros que, aunque sea en petit comité, cambiemos de tercio, rompamos con la nefasta costumbre y volvamos a cualquiera de nuestras tradiciones, que las hay sobradas y preciosas, para llevar a cabo, a partir de ahora, esta sana costumbre de felicitarnos el año nuevo en cualquier fecha más señalada.
No importa, de todos modos, que lo hagamos o no; porque lo que cuenta, realmente, es no perder esa otra tradición que consiste en, al menos una vez al año, recordar a los que queremos y dedicar un momento, por pequeño que sea, en hacerlos partícipes de ese recuerdo. Así que, a pesar de todo, o a pesar con todo, o a pesar de nada o mejor aún, sin ningún pesar, sino con la alegría de vuestro recuerdo, aprovecho la excusa que nos procura la costumbre para desearos una nueva etapa llena de alegrías, salpicada de algún pequeño problema -¿cómo, si no, ibais a crecer en lo personal?- y la tranquilidad, la fuerza y la fe necesarias para disfrutar las unas y afrontar los otros.

lunes, 21 de diciembre de 2009

¡FELIZ NAVIDAD!



Primer día del invierno de 2009
Esta fue mi felicitación navideña del año pasado a mis allegados. La comparto hoy, sobre todo conmigo mismo. Debería haber escrito otra para enviar antes de leerla; pero no lo he hecho y ahora me siento de nuevo tan identificado con lo que escribí, que ya no se me ocurre nada nuevo. Otra vez será.
I
“Ateo” es una palabra dura: significa la negación de Dios. “Laico” podría servir, pero transige y hasta promociona la confusión intolerable entre la laicidad y el laicismo. “Agnóstico” quizás sea un término más adecuado para definirme desde una perspectiva religiosa, pero mi madre no la conoce. Así que, para definirme, ella utiliza el calificativo de “descreído”: el que ha dejado de creer y, según el día y el contexto, el tono tiene algo más de reproche o algo más de conmiseración.
No el que niega, ni el que odia, ni el que combate desde el otro lado de la trinchera... ni siquiera el que olvida. Simplemente el que ha dejado de creer.
Dejar de creer no significa, en realidad, mucho: simplemente se toman una serie de ideas  de la cajita “realidades” y se colocan en la cajita “mitos”. Y se sigue admirando su belleza, disfrutando de su ingenuidad o de su sofisticación, planteándose por qué vericuetos llegaron a formar parte del imaginario colectivo, cómo cumplieron sus expectativas, de qué forma se enriquecieron o empobrecieron con el paso del tiempo. Y lamentando que se hayan sustituido por ciertos engendros laicistas –que no laicos– como los que nos oprimen hoy.
Uno puede no creer en Dios tal y como lo concibe una iglesia concreta, o en la virginidad de María, pero no por eso  deja de extasiarse cuando escucha la Cantata 147 de Bach, el Verouiou de Gretchaninov o el Magnificat a 6 voces de Monteverdi. Ni de encontrar hermoso cantar en latín Adeste Fideles, o de lamentar no saber inglés antiguo para entonar con estilo el God Rest Ye Merry, Gentlmen llegadas estas fiestas.
O de canturrear en la ducha, a pesar de las quejas familiares, aquello de 
“Campanitas que vais repicando, 
Navidad vais alegres cantando,
etc.
Y todo esto con cuidado de que no te oigan los vecinos, no vaya a ser que llegue la SGAE y te cruja por no pagar los derechos de autor a los herederos de Don Antonio Machín (QEPD).
Desde mi descreimiento, pues ¡FELIZ NAVIDAD!
II
Una cosa que me molesta, retrospectivamente, es que no me educaran religiosamente como Dios manda. Me dieron una tabarra terrible con el sexto mandamiento pero, en cambio, nadie se tomó la molestia de explicarme el significado de la hesiquía y la xenitía o que el octavo pecado capital, el de Vanagloria, el más difícil de superar, fuera eliminado por Santo Tomás de Aquino. Así que no es de extrañar que, cuando, en medio de una vida en contradicción permanente, tuve que decidir entre el Estado de Gracia o las chicas de Playboy, no tuviera muchas dudas.
Pero lo que más me molesta es que me hayan tenido engañado durante los años en que fui creyente. Me contaron nada más la parte ñoña de la historia y nunca me dejaron acercarme a la heterodoxia, cuando mi temperamento es, precisamente, más de esa cuerda. Me hurtaron las preguntas, las dudas, los retortijones intelectuales de aquellos que se acercaban al Dios que nacía y al Hombre creado con sentido crítico –cuando no cáustico– y alegre. Y eso incluso por parte de los defensores del pensamiento laico, lo cual ya roza el delirio.
Un ejemplo concreto: tercer o cuarto año de carrera; materia: Renacimiento y Manierismo; tema de la clase: análisis iconográfico de La creación del hombre (1508-1512, Capilla Sixtina, Vaticano) de Michelangelo Buonarroti. Dale que te pego con el contexto histórico, la figura Clemente VII y hasta –oh, Jesús, que progresía!– las supuestas tendencias homosexuales del artista propuestas por la misma mente calenturienta de la compañera que se fijaba en las pequeñas dimensiones de los atributos sexuales de Adán.
Sobre lo que nadie me hizo reflexionar, en cambio, fue sobre el hecho de que el Adán de Miguel Ángel también tuviera ombligo. Que, independientemente de sus innovaciones estéticas, fuera el continuador de un saga que enmascaraba un debate interesantísimo: si Dios lo había creado con o sin ombligo (si no había nacido de madre, sino que había sido creado ¿para qué lo quería?). El tema, teológicamente hablando, tiene miga y parece que dio para mucho.
Por si parece baladí señalo un hecho: un siglo después de que así lo representara Miguel Ángel, el 10 de julio de 1608, quemaba la Inquisición en la lejana ciudad de Lima al bachiller Juan del Castillo, hombre cumplido y alegre, y poco dado a trabajar, de quien opinaban los amigos lo que ha sido y fue envidia de tantos: “Nadie como él en Lima para hacer hablar a una guitarra, echar un pasacalle a las mozas e improvisar décimas y ovillejos”. Su pecado: haber sembrado la duda entre sus conciudadanos, mediante unas rimas de gato cojo muy populares en aquella época, de si Adán había sido creado con o sin ombligo.
Desde la reivindicación de los aspectos más interesantes del cristianismo; desde la lucidez de tantos santos varones que debían aburrirse y se montaron unos tinglados metafísicos que dejan en mantillas a cualquier ilustrado es lo que tiene no pensar en hembras, o pensar casi todo el rato, pero sin pasar de ahí–; desde los relatos que sólo pueden encontrarse en los Evangelios apócrifos (y recomiendo encarecidamente el Evangelio árabe de la infancia, en la edición de la librería Bergua, de Madrid, de 1931) ...
¡FELIZ NAVIDAD!
III
En casa, mis hijas han decidido que pongamos un pequeño Nacimiento a la entrada, encima del zapatero. No sólo es pequeño, es casi miserable y me avergüenza no tener unas figuritas de barro, incluso algunas ya con trozos rotos, con las que completarlo.
Para intentar compensarlo, les explico cada año cómo era la Navidad cuando yo era pequeño, cómo íbamos con mi padre a buscar musgo al monte hoy es una especie protegida y en peligro de extinción– o a buscar residuos del carbón de las máquinas del tren para hacer el portal y las montañas las máquinas de tren aún eran de vapor–. Cómo quitábamos a cada figurita el papel de periódico que la envolvía y la colocábamos en su sitio; cómo simulábamos el agua, cómo lo iluminábamos con bombillas cubiertas de papel de celofán de colores y de cómo íbamos moviendo cada día a los Reyes Magos para que el día 6 de enero estuvieran justo ante el Portal. También las cantadas de villancicos, la costumbre de pedir el aguinaldo, las cenas familiares cuando la familia incluía a tíos y primos hasta un tercer grado e incluso, si venia a cuento, amigos y gente sin parientes tan cercanos. Y la nieve y el frío en la nariz y las orejas por las noches, y la misa del gallo, y los belenes de las iglesias y de los particulares que abrían su casa para que otros los vieran y admiraran (las puertas, a pesar del invierno, seguían a veces abiertas).
En el comedor, mis hijas han puesto el árbol de Navidad. Es de aquellos de plástico, que guardamos después (ecología y reciclaje), y ahora que ya han crecido hemos puesto unas bolitas más discretas y las lucecillas son blancas, y se atenúan y acentúan rítmicamente, y no son ya multicolores que se encienden y se apagan.
Pero nadie canta villancicos y la vida sigue como si no pasara nada. Y algo en mi interior echa de menos qué sé yo qué.
Antes de irme a dormir busco y encuentro. De la estantería saco un libro de De Crescenzo
 y sonrío al releer las teorías del profesor Bellavista: 
“Verá, los seres humanos se dividen en belenistas y arbolistas, como consecuencia de la división del mundo en mundo de amor y mundo de libertad
 (...) Pues, como iba diciendo, la división en belenistas y arbolistas es tan importante que, a mi juicio, debería constar en los carnés de identidad como el sexo o el grupo sanguíneo. Pues claro que sí, porque, si no, un pobre desgraciado corre el riesgo de descubrir, cuando la cosa ya no tiene remedio, que se ha casado con otro cristiano cuya tendencia navideña es distinta. Parecerá que estoy exagerando, pero es la pura verdad: el arbolista tiene en su vida una escala de valores totalmente diferente a la del belenista. El primero le da mucha importancia a la Forma, al Dinero y al Poder; para el segundo, en cambio, están ante todo el Amor y la Poesía.
-Nosotros, en esta casa -dice Saverio- somos todos belenistas, ¿no es cierto profesor?
No, no todos. Mi mujer y mi hija, por ejemplo, como casi todas las mujeres, son arbolistas. (...)
– Entre ambas partes no puede haber diálogo, el uno habla y el otro no entiende. (...)
Las personas que prefieren el árbol de Navidad son sólo meros consumistas; el belenista, en cambio, tanto si se le da bien la cosa como si no, se convierte en un creador (...)”
Esto se escribía en Nápoles en 1977. Treinta años después, aquí, bien merece una reflexión. El Portal de la entrada de casa es una pequeña porquería prefabricada a la que sólo mi ilusión puede considerarlo un Belén. El árbol, ya lo he reconocido, tampoco es que sea gran cosa. Pero cuando volvamos de esa pequeña ciudad donde pasaremos de nuevo la Nochebuena en familia –y donde sí que veremos Belenes como Dios manda–  encenderemos algún día fuego en la chimenea y ¿quién sabe?
Aunque yo ya no crea, aunque vosotros/as ya no creáis o sí–. Desde ese Yo que nunca conocisteis, pero que llevo dentro, guardadito, a todos esos niños y niñas que tampoco conocí, y que espero que no hayáis olvidado –o peor aún, abandonado en el camino– en un día como hoy sólo puedo desearos
¡FELIZ NAVIDAD!

miércoles, 16 de diciembre de 2009

¿SOY FELIZ? ¿CÓMO? ¿CUÁNTO?



Hace años, en una de esas pajaradas a las que me someto periódicamente con un método y una precisión casi gimnásticas, me dio por reflexionar sobre el significado de la palabra “felicidad”. Gracias a Dios, y a cierta desidia congénita, no llegué muy lejos, abandoné pronto, y mi salud mental no se resintió demasiado.
Empecé planteándome, de entrada, los límites del concepto.
Después, si era más exacto conjugarlo con el verbo ser o con el estar (¿que implicaciones tiene confundir un estado transitorio con una característica inmutable o de largo alcance, ¿se puede ser feliz como se es alto o idiota, por ejemplo? ¿o siquiera como se es joven o hermoso?).
Y, finalmente, incluso si era más procedente acercarse a él desde el escepticismo, el pesimismo, el optimismo, el cinismo, o simplemente la fe o la falta de confianza en el género humano. Hoy no tengo valor para recordar si llegué a alguna conclusión válida, que es aún otoño y uno no puede jugar con fuego. Lo que sí recuerdo es que situé en sus extremos dos concepciones, aparentemente opuestas, sobre las que solía meditar a menudo por aquel entonces.
De un lado, la de Abd al-Rahmán III (891-961), califa de Córdoba, constructor de la ciudad jardín de Madinat al-Zahra en honor de una de sus favoritas, la bellísima Azahara, a quien se la dedicó y con quien al parecer la gozó.
Antes de morir, cuentan que escribió: “He reinado más de cincuenta años, en victoria o en paz. He sido amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Las riquezas y los honores, el poder y los placeres han aguardado mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. Con una vida así, he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce”. En otra versión, el final es más pletórico, si cabe: “Y en esta larga y dilatada vida he sido completamente feliz durante catorce días”, y dicen que añadió, por si quedaban dudas: “aunque no seguidos”.
En el extremo opuesto situé los anhelos de cierta secta de gnósticos cristianos, que defendían la felicidad desde el sentido profundo y místico de una Ignota nulla cupido: de una ausencia del deseo de lo desconocido. No pienses en lo que hay más allá, predicaban, no te compliques por lo que ha de venir, no desees lo que no se te alcanza... y sé, así, feliz. Es, simultáneamente, la felicidad de los niños, de los tontos, y de los que han alcanzado la iluminación. Los miembros de tan curiosa secta creo que deambularon allá por el siglo II y no sé si fueron felices, pero sí que desaparecieron rápidamente (sé que la referencia exacta puedo encontrarla en la introducción a los Tratados y cánones de Prisciliano, pero no me apetece buscar ni el dichoso libro ni la no menos dichosa referencia).
Para ellos el dichoso dicho (viva la redundancia) no era una frase, sino un axioma (en el sentido literal, el de una “verdad evidente” que no necesita demostración porque se justifica a sí misma). Describían la felicidad como el arte de aceptar humildemente lo que uno ve, oye, siente o tiene (la propia vida, sin ir más lejos). Ignota nulla cupido: Frase lapidaria que podría interpretarse que acerca y expresa al tiempo la felicidad de las mentes más profundas y de las más obtusas: próxima tanto a la filosofía del maestro Zen más preclaro y al conformismo del tonto de capirote más tonto y más de capirote del pueblo. Y si no fuera casi un pecado intelectual me atrevería a aventurar que quizás ambas no estén tan lejos y que esa proximidad es la que el axioma revela.
Según la perspectiva del califa, que Alá lo tenga en su gloria, me iba a ser difícil, por no decir imposible, llegar a sentir esa manifestación de la plenitud que conocemos con el nombre de “felicidad”.
Según aquellos gnósticos, el acceso parecía más accesible (viva de nuevo la redundancia), aunque, si se profundiza, es fácil intuir también grandes dificultades: ¿Acaso no perdemos gran parte de nuestra vida buscando y añorando justo lo que no tenemos, y despreciando aquello que nos ha sido dado? ¿No nos angustiamos por no poseer no sé qué tonterías mientras perdemos, buscándolas, la juventud? ¿Acaso no invertimos nuestro tiempo en trabajar más y más para adquirir cosas que luego no tenemos tiempo de disfrutar porque hemos de seguir trabajando para tener más cosas? ¿No lloramos por lo que perdemos y nos reprochamos, una vez perdido irremediablemente, no haberlo valorado más cuando aún estaba y era accesible o nuestro, sea un amor de juventud, la salud, o la presencia de un padre o un hijo?
Catorce días de felicidad, desde esta perspectiva, tampoco me parecían moco de pavo.
Todo esto lo recuerdo ahora, cargado de trabajo pero con ganas de evadirme (¿buscando ser feliz? ¿estar feliz? pero ¿feliz cómo? ¿como Alb al-Rahmán, como los gnósticos, como el maestro Zen, como el tonto del pueblo, como sólo yo puedo serlo, como quién?) mientras observo un diagrama de flujos, sencillo y simple, que he encontrado por casualidad en un blog y que me ha dado una visión diferente. Quizás no importe tanto ser feliz como... sino cómo ser feliz. ¿Puede aplicarse la lógica a la búsqueda de la felicidad? Por probar que no quede.
Quizás las cosas sean mucho más sencillas. Quizás no. Quién sabe. El diagrama da para mucho, o, cuanto menos, puede dar. Yo he empezado a buscar respuestas; si un día llego a alguna conclusión, y la felicidad no me distrae demasiado, ya daré nuevas pistas u ofreceré mis conclusiones.
P.S.1. En el blog donde encontré el diagrama algunos opinaban que estaba incompleto, así que me he permitido traducirlo del inglés y hacer un par de modificaciones siguiendo sugerencias.
P.S. 2. Por si alguien accede a este blog y es incapaz de aguantar las dudas: los gnósticos a los que hacía referencia eran los seguidores de Basílides (muerto en 145 d.C. según fuentes fiables), un tipo que se hizo también famoso en su época por recomendar la soltería (lo cual es una nueva y concluyente prueba de que, independientemente de que accediera a la felicidad, o no, o era muy espabilado, o tonto de remate).


martes, 8 de diciembre de 2009

A VUELTAS CON MI IDENTIDAD


La vuelta a aquella ciudad de provincias solía ser aburrida, pero el reencuentro con la familia lo salvaba todo. Mi madre, aprovechando que volvía a estar en casa unos días, me utilizaba para mandarme a hacer las cosas más naturales, que para mí resultaban curiosidades inverosímiles. Por ejemplo: ir a comprar a cualquier hora, a cualquiera de las tiendas del barrio, cualquier cosa que ella necesitara. Yo bajaba, esperaba mi turno, cumplía el encargo y le subía la lejía, el jabón, las morcillas, las cerillas, un colador o los elementos más estrambóticos.
Me sorprendía siempre el ritmo de venta. Lejos del estajanovismo del supermercado, allí las dependientas no se limitaban a despachar: preguntaban las razones de la compra, se interesaban por la salud de las familias, se lamentaban o alegraban con las andanzas de unas y otras, daban consejos profesionales e intercambiaban recetas de cocina o remedios para enfermedades compartidas.
Dueñas, dependientas y clientas formaban una especie de microsociedad variable que se iba repitiendo parcialmente en los diversos territorios de compra. Y yo era como el turista insulso al que se tolera en la fiesta popular; el chaval de fuera que nadie sabe qué coño hace allí y además nadie tiene tampoco ningún interés en saberlo. Al principio te miran con algo de curiosidad, pero poco después deciden en común –sin que medie ni siquiera el más mínimo comentario– que no tienes nada que pueda interesarles y prescinden de tu presencia aunque sin perder la compostura ni la educación al contestarte cuando preguntas quién es la última para coger tanda.
Hasta una tarde en la droguería que había justo debajo de casa.
Hasta ese momento, yo había tenido una percepción de mi identidad bastante simple: tenía un nombre y unos apellidos y hasta un número de carnet de identidad. Y con ambas cosas en comandita podía comerme el mundo. Cierto, había leído El Zen del correr y sabía que somos más de lo que parecemos o creemos parecer, pero era un conocimiento intelectual sin más aparatosidad ni incidencia vital.
Ese día yo repetí, por enésima vez, el ritual de compra: entrar en el laberinto, acercarme al mostrador, preguntar quién era la última y esperar el turno. Pero esta vez era diferente: tenía que explicar al droguero qué quería exactamente, y la única manera de no equivocarme, siguiendo las instrucciones recibidas, era recitar una letanía que empezaba así: “Buenas tardes, me manda mi madre, que dice que quiere ...”. Una vez explicado, el droguero sabría exactamente qué era lo que tenía que darme, porque sabía lo que era, porque ella siempre compraba eso allí.
Y entonces, cuando empecé a explicarme noté, perplejo, cómo las caras cambiaban. No se hicieron más alegres, ni mostraron ningún gesto diferente a los segundos anteriores, pero juro que cambiaron. Es como si sus miradas se hubieran iluminado, como si yo hubiera pronunciado una fórmula mágica que hubiera obrado alguna especie de encantamiento en la concurrencia.
Y entonces, cuando yo hube terminado mi perorata y el droguero me servía el pedido mucho más cordial que de costumbre, se me desveló el enigma cuando una de las clientas me dijo abiertamente, como si me conociera de toda la vida (y era eso, que me conocía de toda la vida, aunque para mí era un perfecta desconocida): “pero entonces ... ¡tú eres el mayor de la Juanita!”.
Y así, como en un fogonazo, tuve conciencia de una nueva faceta de mi identidad: yo no tenía nombre, mi DNI no me lo sabía ni yo y, sin embargo, todas las presentes sabían dónde vivía, qué hacía, cuándo había venido de vacaciones y cuándo me marcharía, con quién salía y hasta qué tipo de hijo era. Es más, sabían cosas de mi infancia de las que yo no guardaba ni recuerdo ni conciencia.
Pero el nuevo Yo no era el Yo que yo conocía, no el Yo del que yo tenía conciencia, sino ese otro individuo, parecido externamente pero distinto a mí, absolutamente desconocido hasta ese momento para un servidor y, sin embargo, con una raigambre profunda en ese microcosmos tan peculiar. Acababa de saber que era aquel al que todos conocían como “el mayor de la Juanita” y del que ahora acababan de recuperar la última versión de su rostro, desdibujado por los años pasados fuera.
Siempre me ha gustado mi nombre, pero esa definición tenía un par de cosas que me parecieron hermosas:
Una, yo sólo era en función de mi madre; ni de mi padre, ni siquiera de mí. Mis logros, mis trabajos, mis fracasos, no eran nada en sí mismos, sino en función de la educación materna recibida, de sus cuidados, de su propiedad intransferible.
Y dos, era también en función de mi lugar respecto a mis hermanos: no era “uno de los de la Juanita”, sino “el mayor”. Posiblemente he sido siempre el más irresponsable, pero eso ahora no importaba, porque, quisiera asumirlo o no, era el mayor, y aquello era una situación tan incontestable como el sol que hacía fuera, a esas horas de la tarde.
Mucho tiempo después, en una clase de antropología cultural, mi querida profesora peroraba sobre conceptos como la matrilinealidad, la matrifocalidad y otras lindezas similares, sobre la diferencia entre poder y autoridad y sobre cómo la aparente autoridad del patriarcado se diluía, en la vida real, entre ciertos poderes que las mujeres manejaban de forma cotidiana con una precisión y eficacia que daban envidia.
Y, de pronto, dejé de oír la clase magistral, me abstraje a lo más profundo, y me dije con orgullo que, aunque no constara en mi expediente académico, quien sacaría una nota de lujo en el siguiente trabajo no sería el Yo que conocían aquellos desconocidos con los que compartía aula, a algunos de los cuales incluso llamaba cariñosamente “compañeros”, ni mi admirada profesora de antropología, sino ese otro yo del que nadie sabía que estaba allí: el mayor de la Juanita.
El mismo que ahora, tanto tiempo después, comienza este cuaderno de bitácora para señalar puntos de un viaje imaginario en el proceloso océano de la vida.

UN CUMPLEAÑOS Y UNA TARDE LEJANA



Celebrando un cumpleaños –qué importa cuál– me dije: Todavía no eres viejo, pero tienes ya esa edad en que necesitas una serie de reflexiones que te ayuden a prepararte para afrontar nuevos tiempos. Y esta fue la primera:
Tienes bastantes años y, si dejas de pensar como un idiota, te darás cuenta de tu suerte: tienes, también, una buena y extensa familia, que te acepta más o menos como eres, e incluso unos amigos y amigas que te aprecian incluso con tus defectos –o al menos eso deseo creer.
No pidas más; no pretendas que te entienda el resto del mundo y, lo que es más, ni se te ocurra pretender entenderlos: a estas alturas, es ya poco menos que imposible.
No quieras cambiar, porque dejarías de ser lo que eres; y no pretendas que cambien los que quieres, porque significaría que has amado sólo banales sueños. Sigue aprendiendo a quererlos y sé cada vez más tú mismo para que puedan quererte de verdad, a ti, y no a ese conjunto de personajes que has ido creando a lo largo de la vida y que han intentado ocultar –aunque no siempre de forma eficiente– la persona que realmente eres.
Y para trabajar en esta dirección, empieza por dejar un poco de lado tus miedos y atrévete a conocerte. No del todo. Sin sobresaltos. Sólo un poco más, como forma de poder acercarte ese poco más también a tus más próximos.

Me hizo gracia verme, después de tantos años dando tumbos, llegar a la vieja máxima que ocupaba un lugar de honor en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”.
Y luego recordé una tarde de mi etapa de estudiante. Discutíamos en grupo sobre los posibles significados y matices de la frase en cuestión y yo, saltándome las profundidades tácitas del diálogo, cité un cuento de Chumi Chúmez –un humorista de los que escribían en La Codorniz– en el que relataba la historia de un imbécil que había hecho suya la máxima y que, tras conocerse, había terminado suicidándose, porque a un tipo como él sólo lo aguantaba su mujer, que era una santa.
Mi propuesta, hace ya muchos años, fue asumirme Chumezista aquella tarde y declarar que no merecía la pena ni intentarlo, porque ¿qué pasaría si lo que descubríamos no nos gustaba? La propuesta provocó dos respuestas: de un lado, hubo quienes pensaron que mi salida estaba fuera de tono y no volvieron a invitar a sus contrastes de pareceres a un impresentable como yo; del otro, quienes entendieron el desplante, sonrieron conmigo y siguieron el juego: con algunos de ellos participé después en los debates más interesantes y divertidos de mi etapa estudiantil.
Hoy, muchos años después, recuerdo la ironía, coloco al oráculo de Delfos al lado de Chumi Chúmez –por irreverente que parezca– y me planteo que ha llegado el momento de conocerme a mí mismo ... pero con prudencia. Por lo que pueda pasar, que mi mujer también es una santa.