miércoles, 22 de mayo de 2013

Cartas a mis hermanos. 6. Belenes y alrededores (I)


Hubo una época en que los niños y los mayores hacíamos Belenes juntos. Los dos que más recuerdo de mi infancia fueron los de los hermanos Martínez Cólliga y el nuestro. El de los primeros era un primor. Con figuras de piedra, policromadas, de calidad. El montaje solía dirigirlo el hermano mayor, Jesús, que estudiaba Caminos en Madrid y organizaba hasta el día y la noche gracias a la iluminación. Íbamos a verlo con la chacha Carmen y nos quedábamos a jugar con Luis y Santi.
El nuestro era otra cosa: las figuras eran pobres, de barro, mal pintadas o descoloridas; alguna rota; un pastor mutilado de una pierna se disimulaba apoyando el muñón en la imitación de un risco; a más de una oveja se le veía el alambre de un pata, perdida su cubierta de arcilla. 
Pero nada de eso importaba. Era nuestro Belén y montarlo era un ritual anual que no nos hubiéramos perdido por nada del mundo. 
Primero había que abastecerse de materia prima; las montañas, muy logradas, las conseguíamos a base de carbonilla de los trenes, restos del carbón de aquellas viejas máquinas de vapor que nos procuraba Luis, un maquinista amigo de padre que iba siempre arremangado. 
La hierba del valle y los ribazos era el musgo que íbamos a buscar una tarde de domingo. Salíamos padre, Perico, Pablo y yo con unas sardinas, o un trozo de tocino de veta, o un forro de cabeza y una bota de vino. Recalábamos cerca de alguna fuente, hacíamos una fogata y, después del ágape, llenábamos una cesta pequeña de mimbre con el musgo más verde, levantándolo con cuidado para conseguir grandes trozos sin romperlo.
Para hacer el agua del río usábamos el papel de plata que envolvía las tabletas de chocolate que habíamos ido guardando a los largo del año; el efecto de la nieve se lograba con harina. Y así era todo. No había dinero, pero imaginación y alegría jamás faltó.
Luego colocábamos las tablas y comenzábamos el montaje, discutiendo a cada momento, intentando colocar ambos hermanos las figuras más importantes. Sobre el Portal poníamos, al final, el ángel con un letrero; alrededor, algunos pastores. Los Reyes cerca del castillo de Herodes, al otro extremo. 
Otro rito incluía un ligero movimiento acompasado de los tres camellos cada día, calculado para que, al llegar el seis de enero, estuvieran justo ante el Portal. El lapso de tiempo que mediaba entre la colocación de los Reyes a las puertas del castillo y la llegada al pesebre donde adorar al niño y ofrecerle el oro, el incienso y la mirra, era a lo que llamábamos “navidades”.
El Mayor de la Juanita

viernes, 3 de mayo de 2013

Cartas a mis hermanos. 5. La navidad.


¿Os he dicho que no llego a entender cómo cabíamos tanta gente en la puñetera cocina de la abuela? Pues atención, que eso era en un día normal e incluso en un domingo. Lo más increíble llegaba en Navidades.
No sé si recordáis la escena del camarote de Una noche en la ópera, de los Hermanos Marx. Yo sí; y no sólo la tengo presente, sino que recuerdo la sensación que me embargó la primera vez que la vi: pensé que aquello, comparado con la Nochebuena en casa de la abuela, era un juego de niños; y no entendí por qué le hacía tanta gracia al público.
Porque, en un espacio ya de por sí reducido —miserable, si queremos se concisos—, padre y sus dos mocosillos montaban, cada Navidad... , ¡el Belén!
No es que fuera algo portentoso, pero si contamos el portal con los animalejos, el castillo del malvado Herodes, el recorrido que hacían los tres Reyes Magos, las lavanderas en el río, las montañas en que pastaban las ovejillas y demás parafernalia, la cosa tenía su miga.
La Nochebuena cenábamos, acompañados por el citado Belén, todos juntos. Esto quiere decir que, a los habituales siete —de los cuales uno, el tío Perico, necesitaba encima un espacio adicional para la muleta y la garrota— se les unían los cuatro miembros de la familia de Paco, a saber, el susodicho, la María, La Mari y la Dorita. Lo lamento, no tengo explicación racional, ni siquiera cuando analizo la distribución de una lata de sardinas, pero era así. 
Pero ahí no acababa la cosa. Cabían también zambombas, panderetas y otros instrumentos musicales y, después de la cena, solían aparecer amigos y vecinos a felicitar las pascuas, acompañados, obviamente, de más instrumentos caseros no siempre minúsculos. Súmese el calor de la estufa a toda mecha, que esa noche no se estaba para miserias, la tenue luz colgada del techo, el ruido sofocante de voces con un sentido de la entonación que ni los coros del Nabucco. Y allí estábamos, todos junto al Portal. 
Los milagros existen. Recordando aquello siento miedo de seguir mirando dentro, de desbrozar recuerdos. Decían los sicarios que no había más oscuridad que la muchedumbre, y vete tú a saber lo que podría descubrirse si se hiciera la luz. Así que esta noche no quiero recordar más; prefiero quedarme con la dulce sensación de que existen los milagros y de que nosotros hasta llegamos a vivir alguno.
El mayor de la Juanita