sábado, 3 de marzo de 2012

Los dos Bertoldos


En los tiempos que Albuino, rey de los longobardos, dominaba casi toda Italia, y cuya córte (sic) se enseñoreaba en la hermosa ciudad de Verona llegó cierto día al real palacio un rústico llamado Bertoldo, hombre deforme y de feo aspecto, pero de sutil y vivísimo ingenio; pues era muy agudo y pronto en responder á cualquier asunto, si bien de natural malicioso y melancólico, como suele por lo general acontecer con la gente ruda y campesina.
Giuio Cesare Croce y Adriano Banchieri. Historia de la vida, hechos y astucias de Bertoldo, la de su hijo Bertoldino y la de su nieto Cacaseno. Edición de Juan Justo Uguet.
El longobardo Bertoldo se sentía infeliz en los días de sol porque sabía que la única cosa que cabía esperar eran días de mal tiempo. Y en cambio, era feliz cuando llovía por la razón opuesta.
Carlo M. Cipolla. El papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media.
En mi vida de ficciones, que, según mi dilecta esposa, es realmente en la que más vivo, alejado tanto de esa vida rutinaria que representa lo cotidiano como de los sinsabores que tan a menudo representa, ha habido dos Bertoldos que, al fin, quizás hayan sido sólo uno. 
El primero era el héroe de un cuento infantil que había en casa y que nos leía mi padre, personaje por el que, sin saber nosotros el motivo, parecía tener una gran simpatía. Era feo y contrahecho, divertido y ocurrente, siempre presto a la burla de los más poderosos, pero amado por su rey, que disfrutaba de su ingenio y su presencia. Filosóficamente hablando, era una especie de cínico griego, al estilo de Diógenes, pero en campesino medieval y en divertido. 
Después, de mayor, descubriría que el original era un escrito del siglo XVI, pero de pequeño me limité a escuchar sus aventuras de boca de mi progenitor y a observar los dibujos que ilustraban el cuento. En él, también tenía un esposa negra llamada Marcolfa y un hijo que me parecía un poco estúpido.
De él me gustaban especialmente dos historias: aquella en la que conseguía ganar la apuesta al rey y aparecer al tiempo desnudo y vestido, a pie y montado, llorando y riendo; y la que relataba la estratagema que evitó que le ahorcaran.
La primera prueba la soluciona entrando en palacio desnudo pero cubierto con la red de un pescador; a lomos de un pequeño burro, lo que le permite poner los pies en el suelo; y sujetando una cebolla partida, que le hace llorar, mientras se ríe a mandíbula batiente del rey y sus estúpidos cortesanos, que lo observan asombrados.
En otra, cuando por fin la reina —que lo odia— consigue que lo condenen a la horca, le pide al rey, como última voluntad, que en honor a los buenos ratos que le ha hecho pasar, le conceda la gracia de elegir el árbol donde hallan de colgarlo. Y finalmente, el rey desiste de ejecutarlo,y se ríe, porque Bertoldo se ha pasado las horas en el bosque, con el verdugo y un par de soldados, poniéndoles pegas a todos.
Como a mi padre, a mí también me apasionaba aquel Bertoldo.
El segundo Bertoldo —que posiblemente fuera el primero, pero del que yo no supe sino después— lo encontré en una breve cita de un libro de Carlo Cipolla: era aquel que estaba triste los días de sol y alegre los de lluvia. Un hombre incapaz de vivir el presente, siempre previendo un futuro que algún día llegaría y gozando o sufriendo en función de ese tiempo por llegar mientras desperdiciaba absurdamente el que realmente era suyo.
Esta noche pienso en él, o en ellos, según se mire. El primero posiblemente me sugiere algo que quise ser; el segundo me recuerda los aspectos más odiosos de lo que realmente soy. 
Estoy repasando fotos de hace tiempo. 
Pronto hará dos años, una tarde, paseé por Verona. Me acompañaba uno de mis hermanos, precisamente aquel que escuchaba conmigo las historias de Bertoldo. Recorrimos juntos las calles, descansamos en el frescor de iglesias, nos fotografiamos junto a estatuas, contemplamos el balcón donde supuestamente suspiraba Giuletta, de la familia de los Capuleto, escuchando juramentos de amor de Romeo, de los Montesco. Pero, siendo la ciudad tan bella, olvidamos recordar a Bertoldo.
Ahora, mientras miro de nuevo aquellas fotos, descubro un personaje que bien pudo ser él, soportando el peso de una de las pilas de agua bendita de una iglesia. Duro y simbólico castigo. También para mí, que no supe reconocerlo y perdí la oportunidad de mirar esa ciudad, también, con mis ojos de niño. 

Y es que, si no es bueno hipotecar el presente más allá de cierto punto por un hipotético futuro, tampoco lo es olvidar aquello que aprendimos y que ha construido el presente como es, y no como pudo haber sido.