martes, 9 de febrero de 2010

LOS NOMBRES QUE TENEMOS. 1. ¿POR QUÉ NOS LLAMAN COMO NOS LLAMAN?



Música para escuchar: L’Arpeggiata. Christina Pluhar. Ninna Nanna Sopara la Romanesca. En All’ improvviso: Ciaccone, Bergamasche, & Un Po’ Di Follie...



             En muchas zonas de África occidental, el cocodrilo es sagrado porque se piensa que en él se 
             reencarnan los muertos de la familia. Entre los bobo, a menudo, en las proximidades de la  
             aldea se encuentra un estanque poblado de cocodrilos. Los niños acuden hasta su orilla y   
             llaman a cada animal con un nombre propio, correspondiente al muerto que lo habita. 
                                       Folco Quilici. Los últimos pueblos primitivos.


El título es equívoco, lo sé. Quizás hubiera sido mejor haberlo titulado “los nombres que nos tienen”. Pero lo dejo abierto, para volver a pensar en ello cuando lo desee.
Oscar Wilde escribió, en 1895, La importancia de llamarse Ernesto. Jugaba, en el título original, con la homofonía en inglés entre Ernest y “earnest”, que significa “serio”. Así que el nombre, el sonido del nombre, definía al personaje y explicaba, no tanto la importancia de llamarse Ernesto, como de ser una persona seria y cabal. Paradojas de la vida: la obra era una comedia, Wilde era cualquier cosa menos sensato y, tres meses después de su éxito, era condenado a dos años de trabajos forzados de los que saldría hundido económica y moralmente. ¿Hubiera escrito lo mismo, hecho las mismas cosas, sido diferente su vida si se hubiera llamado Ernest en vez de Oscar? Y tú, y yo ¿seríamos los mismos o diferentes de tener otros nombres, de ser llamados de otra manera?
Siouxs, apaches y otros indios de las praderas, monjas de clausura, artistas y cantantes... todos, llegado el momento, cambian de nombre. Dejan atrás lo que fueron y comienzan una vida nueva con otra identidad, y para ello cambian su denominación y pasan a ser llamados de otro modo. 
A algunas personas, para remarcar su condición de estigmatizados, se les designa con un sobrenombre o mote: si te llaman “el pegao” –salvo que seas un guitarrista flamenco– tu porvenir social no se prevé brillante; a otras, por el mismo método, se las encumbra: a “Lucky” Luciano se le consideraba tocado por la suerte, casi invencible ¿en qué medida influyó su apodo en que llegara a ser el primer Don de la familia Genovese?
Pero vayamos por partes. La gran diferencia quizás no es sólo el nombre, sino quién, cuándo y por qué nos adjudicó, precisamente, “ese” nombre. 
Reconozco que durante un tiempo me obsesionaron los nombres, no tanto por su significado como por su génesis. 
Todo empezó de la manera más inocua, en una conversación con una amiga psicóloga dedicada a terapias familiares. En un momento dado, me hizo partícipe de un descubrimiento casi genial: había encontrado una vía de ataque para perforar los muros con que llegaban protegidas las familias que, supuestamente, querían solucionar un problema que no sabían cuál era. Y ese descubrimiento, al que había llegado, como se llega a casi todos los grandes descubrimientos, por una combinación de azar e intuición, era la génesis de un nombre.
Un resumen de la historia que hilvanó sería el siguiente: una familia comparece en la sala; el matrimonio está a punto de divorciarse y la terapia es su último cartucho; la que presenta los síntomas de una patología profunda es la hija adolescente. Esta hija, a la que llamaremos Laura, admira y ama a su padre, pero aborrece y odia a su madre y se aborrece y odia a sí misma por los sentimientos que abriga hacia su madre. La madre se siente odiada y no entiende por qué –y aquí la letanía de todo lo que ha hecho por ella, sus cuidados y mimos, sus sacrificios, sus penas– y por eso sufre. Y el padre que no ayuda, no apoya, no defiende a la madre. O sí lo hace, pero sin convicción, siente la madre. Y entonces la hija defiende al padre, a su padre. Él siempre te apoya, déjalo aparte, le dice, es algo entre tú y yo. Y así una sesión, y otra, y otra; con variantes, subterfugios, huidas, arrepentimientos, perdones; el mismo odio desencajado expresado de diferentes maneras.
Hasta una tarde en la que surge una pregunta ocasional, producto del cansancio y casi por descuido: “Y tú ¿cómo es que te llamas Laura?”. Y entonces comienza el melodrama auténtico y la terapia da frutos.
Se llama igual que su tía, que es también su madrina; la hermana pequeña de Madre. Y a lo largo de las sesiones se desenrolla la madeja: la tía Laura, justo recién casados, pasaba mucho tiempo en su casa; Madre no se daba cuenta pero su hermana y su marido tenían una relación de algo más que cuñados. Laura era alegre, Madre más seria (sin llegar a llamarse Ernestina) y, además, poco avispada para darse cuente de lo que pasaba. Madre queda embarazada y da a luz a una niña: todos están de acuerdo en que la madrina sea la tía Laura y la niña lleve su nombre. Poco después Madre sorprende a marido y hermana  en felices arrumacos y se le cae la venda de los ojos. La tía sólo regresa a la casa para celebraciones como el cumpleaños de la ahijada, siempre bajo la atenta vigilancia de Madre. Y así comienza la tragedia, que se repite cada vez que Madre llama por su nombre, que es el de su maldita hermana, a la Hija. 
No sé cómo finalizó la historia, ni la terapia, pero, en cuanto volví casa de mis padres en unas vacaciones, aproveché un momento de relax con ambos progenitores y les dejé caer, como quien no quiere la cosa, una pregunta sencilla y sin malicia: “Y a mí, cómo es que me pusisteis de nombre ....?”
Luego, durante una temporada, la locura entre las amistades. Nombres de padres y madres, de abuelos maternos o paternos, de tíos, de amigos, de un personaje de novela, encontrados en un libro.... todo cobraba significado, y allí donde no llegaba la realidad llegaba nuestra imaginación.
Algo de cierto debe tener todo esto, porque observo que en la red las personas se transmutan, cambian, se camaleonean, utilizan niks, se buscan a sí mismos bajo otras denominaciones.
Yo mismo, sin ir más lejos. Aunque ahora tenga claro por qué me llamo como me llamo.

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