sábado, 30 de enero de 2010

DE LA TRISTEZA, EL AMOR Y OTROS SENTIMIENTOS SIN MUCHAS VARIANTES.



  Para escuchar: Juan Pérez Bocanegra. Ritual formulario
         (...) y es conocido que en los hospitales públicos hace dos siglos se servía         
          una pinta diaria de cerveza Stout (...) a todos los ingresados, con excepción 
          de los niños de pecho y un poco más de edad, que contribuía notablemente 
          a que los enfermos pronto dejaran de serlo; eso sí, casi todos abandonaban 
          con tristeza el hospital.
                     Pedro Plasencia Fernández. La cerveza. Manual de uso








¿Cómo podemos comunicarnos, si carecemos de conceptos para expresar lo que llevamos dentro? ¿Qué podemos sentir, si no tenemos palabras para definir lo que sentimos? Si queremos superar esta pobreza emocional ¿no deberíamos dedicarnos a inventar palabras?

La conocí a principios de los setenta. Había nacido en Canadá y estudiado en Berkeley, California, pero vivía en un piso de la calle Madrazo, en Barcelona. Las razones por las que recaló en España eran, cuanto menos, curiosas. Pero aquí estaba por aquel entonces. De vez en cuando, yo le contaba qué pensaba; otras me lo contaba ella y, en ocasiones, nos lo contábamos los dos, enzarzados en discusiones de las que no llegan a ningún lado pero te hacen pasar un rato agradable y sentirte vivo.
Su padre, hacía años, había trabajado en Oriente Medio en algo que intuí que podían ser prospecciones petrolíferas. Tuvo, al menos en sus primeras épocas, un traductor que no sólo sabía inglés sino que conocía la cultura americana. 
Parece ser que un día, cuando ya se había establecido un vínculo que iba más allá de lo laboral, sentados en el suelo de un casa o de una jaima, frente a un té, le confesó que seguía sin entender a los yankees. “Tenéis –le dijo– cientos de palabras para decir coche, pero sólo una para decir tristeza”.
Así de simple. Aquellos tipos de piel blanca sensible al sol no se conformaban con saber que tenías un vehículo: necesitaban también conocer la marca, el modelo e incluso el año de fabricación. Y entonces, y sólo entonces, entendían de qué estaban hablando. Y se dilataban en la conversación. Pero se sentían igual –o al menos igual se expresaban– por la muerte de su madre que por haber perdido en el desierto a su halcón predilecto; lo mismo si no eran correspondidos por la amada que si sufrían varias semanas sin sol. Tristes.
Los antiguos griegos, capaces de crear dioses llenos de matices, inventaron palabras y mitos. Para el Amor, cuentan, distinguieron entre el Eros, que busca la posesión del otro; el Ágape, que los latinos transmutaron en Caridad, y el Philias o amor fraternal. Y dijeron que todo sentimiento así llamado es la combinación de los tres en distintas medidas. Y junto a Eros colocaron a Anteros, un hermano nacido para que jugara con él y que era el vengador de los amores no correspondidos y a Hímero, otro hermano que personificaba el deseo sexual. 
Y frente a ellos colocaron a Tánatos, dios de la muerte (una muerte esta vez masculina), aunque con una perspectiva diferente a la nuestra: el goce de la partida definitiva era la forma de felicidad suprema de la vida, una idea que nuestra civilización judeocristiana se ha empeñado en hacernos olvidar. Porque Tánatos es la muerte que se acerca sin violencia y con amor, alejado de sus hermanas, las Keres, que tanto se gozaban en los campos de batalla. 
Cuentan que los franceses llaman al orgasmo “la pequeña muerte”, el pequeño Tánatos, y que su hermano pequeño, Hipnos, el sueño, cada noche juega con los hombres intentando imitarlo y enseñándonos el placer del abandono de nosotros mismos.
Pienso en las personas que amo, en las que siento más cerca y, aunque intento matizar mis sentimientos, me quedo a veces en blanco sin saber definir donde acaba un amor y empieza otro. A veces oigo música y no sé si estoy más cerca del amor o la tristeza. Ni de qué amor ni de qué tristeza. Porque, no siendo ni beduino ni griego, estoy sin palabras.
Hace poco, tras años de silencio, volví a tener noticias de mi amiga americana. Luego se cortaron. Después he sabido que había estado muy enferma y aún estaba recuperándose. Ahora vuelvo a estar sin nuevas. Y no sé exactamente lo que siento, salvo que la sigo apreciando, no sé si a ella o a la imagen que de ella tengo; que me entristece pensar que no está bien; y que he de acabar esto porque el sueño me vence y mañana he de madrugar. 
No sé si sé más de mi coche que de mí –espero que no– pero creo que también podría hablar de sus características con más propiedad, precisión y exactitud que de mi sentir.
Entre tanto, seguiré buscando palabras que definan mis sentimientos, que los despierten, que los creen, que me dejen vivirme mejor. Y, mientras trabajo y espero, seguiré el ejemplo de los médicos ingleses de hace dos siglos y tomaré una pinta diaria de una buena cerveza, con mis más allegados, para sanar antes y mejor... aunque me cueste salir de esta sala del hospital de la vida un poco más triste.

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