sábado, 3 de abril de 2010

MIÉRCOLES SANTO

Música para acompañar: Nuestro Padre Jesús
A los que esta vez no han vuelto a la casa de los padres.
I
No creo en Dios tal y como me enseñaron de pequeño pero, cuando llegan estas fechas, las creencias carecen de importancia.
II
Un día aparecí de nuevo por la ciudad y lo vi por primera vez. Era un tipo alto, delgado, con el pelo cayendo por los hombros y una barba larga y poblada. Iba, además, envuelto en una capa oscura que le llegaba casi hasta los pies e iba acompañado siempre por dos guapas muchachas. No sabíamos quién era ni cómo se llamaba, pero no fue difícil llegar a un acuerdo de cómo lo denominaríamos: Jesucristo.

III
Hace muchos Miercolesantos. Estaba viendo la procesión en una de aquellas calles empinadas cuando se colocaron, al lado, el tal Jesucristo con las dos Marías. Todos observábamos en silencio. Luego llegó otro tipo que parecía conocerlo y le hizo una pregunta simplemente esperando la confirmación evidente: “¿qué, viendo la procesión?” Y él contestó, lentamente y con aplomo: “No. Viendo cómo ve la gente la procesión”.
Aquello me dejó tocado. Recuérdese que yo era joven y por ende influenciable. “Viendo cómo ve la gente la procesión”. Se me abrieron los ojos. Años de comparsa y mirón y venía un tío de fuera y me explicaba, sin ni siquiera prestar atención a mi existencia, cómo atender, dónde mirar, qué detalles observar.
Así que empecé a ver de otra manera la Semana Santa justo  desde ese momento. Y dividi esta percepción en tres niveles:
a) En la observación del desfile procesional había un primer nivel formado por las andas y sus profusos decorados, faroles, flores y otros ornamentos; las esculturas de santos, Vírgenes y Cristos, y todo lo que lo acompañaba. Era el nivel de lo básico, el que asombraba al turista y al recién llegado del pueblo, el que entretenía al historiador del arte preocupado por la autoría de las imágenes o la concreción de periodo de ejecución. Un nivel imprescindible pero limitado. Si sólo se veía eso no se entendería de qué iba realmente la historia.
b) En el segundo nivel estaban los figurantes con sus detalles: los diferentes colores de túnicas y capuces, la variedad y significados de los escudos, el vuelo de las capas de los Hermanos Mayores, el rítmico compás de las cantoneras de las horquillas de los banceros, el vaivén de los estandartes, los pies descalzos de algún penitente, la figura tortuosa de aquel que, a imitación de Cristo, también carga con una cruz tras la Virgen, el rito del encender las velas de las tulipas una a una cuando caía la noche. Complementaba la visión anterior e implicaba no ya simple visión o afición, sino pasión por ese ritual mágico repetido cada primavera. Era el nivel del soñador empedernido, del enamorado del mito, del adorador de tiempos circulares, del buscador de trascendencias.
c) Y entonces llegó ese nuevo tercer nivel emocionante: las posiciones y los rostros de los que yo mismo formaba parte, convertido al tiempo en observador y observado: la viejecita rezando en voz baja al paso del Huerto de los olivos; la cara del niño aburrido estirando de la mano del padre, impasible;  la niña alegre que agita casi con violencia la palma el Domingo de Ramos, aquella mirada de dos enamorados cogidos de la mano que hacían un hueco en la contemplación ceremonial para contemplarse mútuamente; la del matrimonio perfectamente alineado con la acera repitiendo su atención año tras año; esa mirada del niño al que su madre, debidamente uniformada y encapuchada lleva en brazos por sabe Dios qué promesa realizada y que, una vez encontrada con la tuya, motiva, en él y en ti, una sonrisa de complicidad y de apoyo.

Desde entonces, miré de otra manera las procesiones. No le dije nada. No le agradecí su aportación de este tercer nivel. Hoy lo lamento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario