martes, 6 de abril de 2010

¿CUÁNDO SE VA, CUÁNDO SE VUELVE?

Cuando la Nochebuena cae cuando Dios quiere
Hacía mucho tiempo que no pasaba, y no ha vuelto a pasar. Pero aquella vez estuvimos todos los hermanos en casa al mismo tiempo. Coincidieron los días libres, llegamos a acuerdos y, aunque con angosturas, allí recalamos los que andábamos dando tumbos y el que ya vivía allí. Esa noche, en la mesa, nuestro padre hizo una excepción y pronunció unas palabras que me sonaron a discurso. Dijo: “No importa la fecha; para mí hoy es Nochebuena”. Y luego, sin más, nos pusimos a cenar lo que nuestra madre había preparado. No queda en mi memoria ni fecha, ni menú, ni conversaciones posteriores; sólo aquella frase memorable de mi padre.
La vuelta a casa
Para algunos desplazamientos no utilizo nunca el verbo “ir”.  Sólo el “volver”.  He decidido que se va sólo a lugares donde no se ha estado antes, o donde, habiendo estado, todavía no se ha anidado el alma. Así que este viaje ha sido, primero un volver y ahora un volver a volver. Ya he vuelto a casa. 
Por este año, se acabaron las procesiones, las imágenes, los sonidos de tambores y cornetas, la gente, los paseos por calles cargadas de recuerdos, el cansancio de las cuestas o las fotografías a las que me va induciendo la desconfianza de la memoria.
Y ahora me doy cuenta de que todo eso no tuvo apenas importancia. De que fue sólo folklore. Entretenido, entrañable, un remover recuerdos y pasiones casi olvidadas. Preciosos fuegos artificiales, efímeros y rutilantes... y poca cosa más.
Ahora, una vez despejada la incógnita del problema, el resultado es otro. Las luces de la ciudad, los árboles y los belenes, los villancicos y los brindis, son sólo el envoltorio de la Navidad. El calor humano es en el fondo lo importante, el elemento imprescindible para que la fecha tenga un sentido. Lo entendió perfectamente y lo dijo, hace ya muchos años, mi padre, cuando nos convocó a celebrar una Nochebuena en ausencia de cualquier parafernalia.
Así que, finalizado este viaje, o cualquier viaje de esos a los que llamo “la vuelta”, o “el regreso”, reflexiono sobre lo que me queda, una vez resuelta la ecuación. Y lo que perdura son esos momentos en que mi madre me cuenta cosas de su infancia mientras me ayuda en la cocina secando los platos; el rato en que mi padre, cuando nos quedamos solos después de la cena, me explica que ya tiene ganas de seguir con su coro. Las comidas compartidas. Ese paseo en que mis hijas casi me maldicen, por lo largo, aunque luego les encante enseñarle a su prima el museo que se aloja en un antiguo convento de carmelitas. Ese pasar entre risas por el arco junto a la iglesia de San Nicolás. Esa charla nocturna con mi hermano donde se mezclan la informática, aspectos vitales y biográficos y las cuestiones más místicas. Y esas cañas de cerveza y esos cafés que, como un rito, nos tomamos cada día mientras decimos las payasadas más increíbles que se nos ocurren. Siempre bien aderezadas con unas buenas tapas e incluso, si se tercia, con unos zarajos, aunque ahora ya no los sirvan liados en sarmientos.
Sin olvidar la vieja ceremonia de salir a pasear con ese hermano, pasar por el kiosko de siempre y hacer la Primitiva a medias. Y divagar después sobre qué haríamos con el dinero si nos tocara. Y el volver a pensar, no tanto en ir, como en cuándo volveré. A verlos, a compartir con ellos. Independientemente de que el escenario sean aquellas calles u otras, o cómo se iluminen, o qué música las llene.

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