domingo, 4 de abril de 2010

JUEVES SANTO

Música aconsejada: La marcha Amargura
Una cosa es la religión. Otra, la religiosidad popular. 
Una noche cualquiera. Desde la tarde, los pasos bajan y suben. Llegado el momento, uno de esos grupos escultóricos hace una especie de baile especial, va unos pasos hacia adelante y otros hacia atrás, llevado por los banceros a ese ritmo preciso y precioso que marcan las cantoneras de las horquillas al golpear al suelo. Primero las de un lado, luego las del otro. 
Ese ir hacia adelante y hacia atrás se complementa con un girar hasta alcanzar la perpendicular a la calle. Y allí se paran. Apoyan los banzos en las horquillas. La imagen queda mirando hacia una casa. En el balcón hay una familia que asiente con la cabeza. El mundo está en silencio. Aquí, cuando se va a ver una procesión, se hace siempre, sin decirlo, una promesa de silencio, pero ahora es mayor si cabe. Luego se repite el baile de los banceros para deshacer lo hecho. Atrás, adelante, girando hasta conseguir la línea de la calle, y la comitiva sigue su camino.
Aquel balcón era el del señor Luis, enfermo de gravedad y cofrade de esa hermandad. Es costumbre, cuando uno de los hermanos está ya mal, parar la imagen frente a su casa, si la procesión pasa por delante, y encararla para que pueda despedirla. El señor Luis no ha podido salir; dormía, agotado por la debilidad y el cansancio. Ha luchado por aguantar toda la tarde, pero no ha podido y duerme cuando el Cristo o la Virgen miran hacia la pared, como buscándolo. No importa. Cuando despierte preguntará a la familia y la familia confirmará lo que él siempre ha sabido. Los médicos no le daban de vida más allá de febrero, pero inexplicablemente ha aguantado hasta la primavera. Ahora que se ha despedido, puede morir en paz.
Durante su vida asistió a los oficios, fue a las reuniones, desfiló cada año vestido de nazareno, primero sólo, luego con sus hijos, y cuando las mujeres tuvieron acceso a las filas, también con su hija. De joven, en más de una ocasión, pujó para llevarlo sobre sus hombros sabiendo que quedarían despellejados. Y ahora quería despedirse. Pasando, si hacía falta, por encima de la enfermedad y la científica opinión de los facultativos.
Entender esa relación es difícil si uno consulta textos teológicos; es más sencillo si uno ha leído El Padrino. Es así, aunque suene herético. El Cristo, la Virgen, San Juan, San Pedro o san quién sea, no son Cristo o la Virgen o cualquier santo así, en abstracto, sino entes concretos: el Cristo de la Agonía, el de la Oración del Huerto, el de Medinaceli, el de los Espejos; la Virgen es la Esperanza, la de las Angustias, la Milagrosa, la Inmaculada u otra con un rostro y una expresión al tiempo iguales y diferentes. Se tiene con cada uno de ellos, distinto a todos y cada uno de los demás, una relación personal, privilegiada,única, excluyente del resto del mundo.
Se habla casi de tú a tú con Él o con Ella. Con respeto y humildad, eso sí, pero con la confianza de toda una vida de relación fervorosa; se le habla para pedirle cosas importantes: ayuda con un familiar, un trabajo necesario, salud para el hijo enfermo. O para darle las gracias. A veces, una madre se pone el hábito de la hermandad y sale en la procesión al lado de la imagen, llevando en brazos a ese niño que te mira cuando tú le miras y provoca tu sonrisa con la suya, ya sano gracias a la medicina... y a que su petición fue atendida por alguien de Allá  Arriba. Lo que decía: para entender la religiosidad popular primero que hay que leer El Padrino.
La Iglesia, siempre tan ortodoxa, ha luchado, en vano, contra esta enraizada manifestación de lo religioso: ha fracasado estrepitosamente. 
Virgen sólo hay una, dicen: María, la madre de Dios. Y el pueblo le dice que sí, pero que un cuerno. Y siente lo que le da la gana. Los de Triana dicen que no se les toque su Macarena y los pescadores a su Virgen del Carmen y los de Almonte a su Rocío, y con el mismo fervor cada pueblo y cada hermandad de cualquier Semana Santa. Y hasta compiten con ellas y entre ellos. 
Así que al Vaticano no le tocó más que envainársela e inventar la historia de las advocaciones de María para cubrir el expediente y justificar su derrota. E igual con los Cristos y con lo que se presente. Hay cosas en las que la religiosidad popular no admite intermediarios, por muy cazurro que se ponga el Vaticano.
Otro noche, que podría ser la de hoy. Se repite la acción. Un paso gira y se coloca frente a una casa. Silencio. En voz muy baja un turista con la cámara en ristre pregunta a la señora de al lado por el significado de ese gesto. La señora, también en un susurro y con la emoción contenida contesta: “es que ahí vive un hermano que ahora está muy enfermo”.
Luego la procesión sigue. Las horquillas vuelven a marcar, golpeando el suelo alternativamente, a un lado y al otro, el ritmo de la banda de música que los sigue: suena una de las marchas más hermosas: Amargura.

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