sábado, 17 de abril de 2010

MENTIRAS PIADOSAS, BENDITAS MENTIRAS. 2 de 4



2. LA FALSIFICACIÓN, O LA PROFESIONALIDAD
Nota previa: Por lo que veo, releyendo la entrada, he sido incapaz de imprimir a mis palabras el tono jocoso que deseaba darles mientras las iba escribiendo. Pido disculpas por mi  incapacidad y recomiendo, pues, leerlas sin ninguna seriedad. No la tienen.
                                     Las mejores mentiras se dicen cara a cara, con un toque de arrogancia
John Le Carré. El infiltrado
El hombre que falsificaba billetes
Pocas cosas hay tan sofisticadas y apasionantes como las mentiras bien urdidas. Cuando era pequeño, mi padre me contó una historia que hizo mis delicias: trataba sobre un tipo que era un auténtico manitas en eso del dibujo; tanto, que se dedicó con éxito a falsificar billetes prácticamente de forma artesanal, con unos materiales básicos a los que con su genialidad supo extraer todo su jugo. Finalmente, lo detuvo la policía. Pero no lo encerraron: le propusieron trabajar en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Era un final feliz, y yo un niño crédulo. 
Luego, de adolescente, recordando la historia, me dio por pensar que mi padre era un mentiroso o un romántico estúpido —ya se sabe cómo se las gasta uno en la adolescencia—; años después me llegó otra noticia que me recordó el tema, posiblemente otro bulo, o quizás no: algunas compañías prestigiosas de informática, por no citar ciertas agencias gubernamentales norteamericanas, se dedicaban a localizar crakers, no para meterlos en la cárcel, sino sólo para amenazarlos con el problema que sería que se les cayera el jabón mientras se duchaban. Y luego, en un alarde de generosidad, no sólo les proponían solucionar ese problemilla, sino que les ofrecían, al tiempo, un jugoso empleo y una pasta gansa por trabajar para ellos en vez de ser tan independientes. Pero posiblemente no sea más que una de tantas teorías de la conspiración.
Pero, si eso lo sabía Todo el Mundo
¿Teorías de la conspiración? Seguro que sí. Pero basta con una ojeada alrededor para saber que los falsificadores abundan. Un día sí y otro también aparecen noticias sobre las ramificaciones de la estafa piramidal de Madoff, las jugadas de ciertos bancos con las hipotecas subprime y un montón de fraudes por el estilo. El artesano de los billetes, en los tiempos que corren, no se merecería en la prensa ni el hueco de un anuncio por palabras. Y lo que es más grave: al parecer, todo eso, como la corrupción política, el pelotazo inmobiliario o la explosión de cualquier otra burbuja, era algo que “ya sabía Todo el Mundo”. 
Haciendo cálculos, sospecho que un servidor, acompañado de  aproximadamente unos siete mil millones de personas, no estamos incluidos en esa magnífica casta que conforma el Todo el Mundo, esos que ya lo sabían todo antes de que estallase la burbuja. Tomemos ahora la propuesta del refranero popular de "mal de muchos es consuelo de tontos";  según mis números, teniendo en cuenta la magnitud del número de habitantes del planeta que no formamos parte de Todo el Mundo, el nivel de tontez acumulado tiene tintes de ser sublime. Ese el contexto de cualquier burbuja.
Voy a atreverme a aventurar una hipótesis: se guarda la porquería en un globo —lo de la “burbuja” me suena demasiado a pompa de jabón, a algo limpio y brillante con aire dentro—; esa porquería produce pingües beneficios a Todo el Mundo que pagamos, evidentemente, el resto de personas de diversas maneras. Como Todo el Mundo es sumamente ambicioso, cada vez el globo se llena más y más, hasta que explota. Y entonces, y sólo entonces, cuando el hedor es insoportable y las paredes de la habitación están enjalbegadas de mierda, es cuando los periódicos destapan la noticia, y así nos enteramos de algo... que ya sabía Todo el Mundo.
Yo, de adolescente, me decía: si lo que me contaba mi padre del falsificador hubiera sido cierto, hubiera sido una bomba periodística; seguro que ya nos habríamos enterado. Hoy sería más prudente a la hora de criticar a mi progenitor.
El Club de los Mal Engañados
Las novelas de Le Carré, y algunas noticias recogidas en los foros más diversos al vuelo, me han enseñado algo: es un signo de sensatez, y hasta de higiene mental, ver los telediarios como quien mira con sus hijos La Sirenita, pero sin la molestia de tener que preparar palomitas para acompañar.
Ahora intento vivir despreocupado. Pero espero con cierta curiosidad y, por qué no reconocerlo, regocijo, la próxima explosión del próximo globo. Mientras rezo, eso sí, para  que la mierda no me manche demasiado la camisa. El mundo está lleno de ellos; y pocos —que no sean Todo el Mundo, por supuesto— pueden imaginar la cantidad de porquería que hay encerrada y haciendo presión tras esas frágiles paredes. 
Otro problema es que, viendo lo que veo, me percato de que hemos perdido las formas: ahora ya no hay que ser un manitas para falsificar billetes, y si no, obsérvense, por ejemplo, las relaciones entre el mundo político y el empresarial. Si tuviera que montar un club sé como lo llamaría: Los Mal Engañados.
A los amantes, dicen, siempre les quedará París. A nosotros, a los mal engañados, la evasión con películas de ladrones geniales o de espías inteligentes. Y, vamos a reconocerlo, la inútil esperanza de volver a cruzarnos con una de esas infrecuentes historias de falsificadores con auténtica clase, sobre todo cuando su obra se ha descubierto después de que hayan muerto felices y de viejos. ¡Cuánto echo de menos las historias de mi padre!

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