miércoles, 21 de abril de 2010

MENTIRAS PIADOSAS, BENDITAS MENTIRAS. 3 de 4

3. EL PASTICHE, O EL VIRTUOSISMO
De entre los falsificadores, algunos de los más entrañables se encuentran en el mundo del Arte. Forman una minoría selecta, un club de caballeros y de damas al que tienen un acceso restringido sólo unos cuantos marchantes y unos pocos artesanos de la falsificación extraídos de entre esos científicos y técnicos que, de tan superiores, han abandonado los laboratorios de la industria para entrar en los de la poesía. Tienen también en común, tanto con el espionaje como con la cosa nostra, una marcada devoción por la omertá.
Son, en un mundo repleto de vulgaridad y malas maneras, uno de los últimos vestigios de la auténtica crème de la crème. Dicen que son aficionados a la buena mesa y conocedores de las mejores cosechas de claretes. Dicen. Porque el mito permanece siempre inaccesible.
En el mundo del arte, a la actividad creativa a la que esta minoría selecta dedica su tiempo y sus esfuerzos, se la conoce como pastiche.
Uno de los buenos y más encantadores pasticheros del siglo XX, al que perdió su fama, fue Elmyr de Hory. Hasta el prestigioso Clifford Irving escribió su biografía y el laureado Orson Wells le dedicó una película fantástica, —F for Fake—.
Fue uno de esos “pintores” que llevó su virtuosismo más allá de muchos que tienen una fama inmerecida. Realizó Picassos, Toulouse-Lautrecs y Modiglianis como los hubieran pintado Picasso, Toulouse-Lautrec y Modigliani. No hacía copias falsificadas: el muy cabrón realizaba nuevos originales. Él siempre dijo que no quiso engañar a nadie, ya que no firmaba sus cuadros con las rúbricas de sus supuestos autores. Pero claro, quizás su marchante sí. No se sabrá nunca.
El caso es que, actualmente, en muchos Museos, supuestos entendidos suspiran ante obras de arte sublimes suponiendo que su autor es otro, cuando en realidad son cuadros de De Hory. 
El proceso de falsificación de los paticheros es fascinante y, en mi opinión, supone una obra colectiva de arte —combinados sus aspectos estéticos, científicos y técnicos— de rango superior a las simples pintura o escultura. Uno de estos autores —llamarlo pintor a secas es desmerecerlo— se asemeja más a un constructor de catedrales que a un pintor propiamente dicho: ha de conocer técnicas diversas, tener contactos con los mejores profesionales y estructurar su obra como un todo donde el más mínimo error de factura llevará irremediablemente no sólo al fracaso de la obra en sí, sino a la pérdida de su prestigio. Y todo esto sabiendo que su fama quedará circunscrita a un mundo cerrado y opaco, aunque suficiente para estas grandes almas.
Imaginemos que el encargo es un “original” de Botticelli. Pintar como pintaba el gran Sandro no es fácil, pero eso no es la parte más complicada: Desde que se planea la obra hasta que la adquiere un rico coleccionista, se sabe que la finalidad es la de engañar a auténticos connoisseurs, a peritos especializados, y para ello ha de contar con los mejores profesionales de diversidad de campos; genios que, además, han de tener el sentido del humor más elegante y el suficiente sentido poético de la vida como para meterse en ese berenjenal por, nunca mejor dicho, amor al arte. Al arte de estafar con la mejor clase, por supuesto.
Hay que diseñar la obra con motivos iconográficos adecuados y tratarlos de una manera coherente, lo que supone un trabajo de investigación titánico; producir, para realizarla, pigmentos iguales a los que se utilizaban en la época, y soportes igualmente similares; someterlo todo a sofisticados procesos de envejecimiento que resistan análisis físicos y químicos complejísimos y, por si fuera poco, montar una historia, al tiempo fantástica y creíble, que explique dónde se ha encontrado, cómo podía aparecer allí y en qué textos, cartas, referencias aparece la posibilidad de que esa obra existiera. 
Lo que está en juego detrás de una obra de este tipo no es el timo de la estampita; ni siquiera es similar a un trabajo de falsificación de billetes —pura artesanía con las nuevas tecnologías de reproducción—: hablamos de millones de dólares, del prestigio de carreras, de negociaciones a los más altos niveles incluidos estirados delegados de Ministerios de Cultura de países del Primer Mundo. 
Insisto, este tipo de creación es un arte superior al de la pintura o a la escultura, sin ningún género de dudas, sobre todo si se trata de pastichear autores anteriores al siglo XX. De Hory creía, y yo comparto la creencia, que si alguno de los pintores a los que amplió su producción se hubieran levantado de la tumba, le hubieran agradecido su aportación a su obra... inmediatamente después de felicitarlo por su pericia.
Su final fue apoteósico. Se suicidó en 1976, en su preciosa mansión ibicenca, temeroso de que lo extraditaran acusado de falsificación. 
Hay quien opina que su muerte fue el último fraude que selló  su vida: teóricos de la conspiración sugieren que posiblemente murió no suicidado, sino asesinado. Señalan que nadie que desee quitarse de en medio  contrata, como él hizo poco antes de morir, guardaespaldas. 
Había muchas carreras de famosos catedráticos, demasiados inversores en arte, reputadas salas de subastas, muchos museos de primera fila y bastantes expertos endiosdados, que tenían pavor a que el bueno de Elmyr pudiera desvelar cuántos y qué cuadros eran suyos, ahora que estaban tasados como auténticos y valían fortunas extraordinarias. 
Demasiado en juego para dejarlo en manos de un poeta del pastiche. Muerto estaba mejor, pero, en su honor, había que hacerlo también con elegancia, había que engañar con su muerte como él lo había hecho en vida. Y se suicidó.
Algunas vidas más o menos ejemplares, de vez en cuando, nos dan las claves para entender nuestra realidad mejor que los manuales de filosofía. Cuando del trabajo con el fraude se encargan auténticos genios, poco importa que sea un pastichero o un espía, podemos dedicarnos a gozar. Teniendo siempre el detalle de quitarnos después el sombrero.
Elmyr de Hory, hay que decirlo todo, no fue ni es, ni de lejos, el mejor. Los mejores son esos otros de cuya existencia ni siquiera se tiene constancia, fuera del círculo mágico de auténticos privilegiados. Ellos siguen mintiéndonos. Maravillosamente bien.
Uno puede ir a un museo —a un Gran Museo—, tomar el catálogo y quedarse asombrado ante un Klimt o un Van der Weyden. Pero si uno es un sibarita, no está de más informarse de las últimas adquisiciones, de cómo se descubrieron y entonces, si se dan determinadas coincidencias, parados solemnemente frente a la obra, maravillarse soñando que quizás se esté ante un auténtico pastiche. Y luego, después de emborracharse contemplándolo, celebrarlo, ¿solo?, con una sola copa de un buen vino.

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