miércoles, 14 de abril de 2010

MENTIRAS PIADOSAS, BENDITAS MENTIRAS. 1 de 4

1. ANIMAL MENDAX
                                                                 Todos los cretenses son mentirosos
                                                                       Epítomes de Creta
                         Mira, si a mí no me molesta que me engañen; pero coño, ¡que me engañen bien!
                                                                                 Mi amigo Manuel, allá por 1980
Imágenes del hombre, propuestas ideales
No siempre somos conscientes, pero nuestro ideal de persona define nuestra forma de ver al mundo y de juzgar lo que vemos. Con todo lo que eso acarrea.
Desde los griegos ha persistido la imagen del hombre como animal racional. La razón era la característica que ponía al hombre por encima de cualquier otra criatura creada. 
Fuera el espíritu lógico, el alma o el desarrollo del lóbulo frontal del neocórtex, tratándose del homo sapiens, todo parecía apuntar a lo mismo: era nuestra capacidad de comernos el tarro lo que marcaba la diferencia y establecía nuestra superioridad jerárquica (y justificaba nuestra rapacidad para con nuestros semejantes o la Naturaleza, de paso). 
Que esa cacareada capacidad de razonar se haya utilizado con extrema cicatería —y ahí está la proliferación de amores, odios, celos, guerras, envidias, destrucción, desesperación, opresión... que es fácil encontrar a lo largo de cualquier historia, individual o colectiva— no pareció ser óbice para mantener alegremente la afirmación. Según esta hipótesis, a lo mejor que podemos aspirar es a pensar racionalmente.
Gracias a Dios, también hubo heterodoxos. 
Durante el siglo XVI, gentes con más luces, y más divertidas,  retomaron otras ideas griegas y medievales casi perdidas —recuérdese la trama de El nombre de la rosa— y redescubrieron la consideración aristotélica del hombre como animal ridens, como el único animal con capacidad para reír, para crear y entender el humor. En términos modernos, el ideal humano no se parecería a Sartre, sino a Seinfeld; el modelo no sería el pensador profundamente coñazo, sino el humorista sutilmente burlón. Lo que nos hacía superiores a los demás seres de la creación, más próximos a Dios, era la risa. 
La propuesta era revolucionaria: para desarrollarse como humano, había que reír; pasárselo bien; disfrutar a lo grande. Como era de esperar, fue un respiro que duró poco; primero la Iglesia, luego la Reforma y más tarde la Ilustración se encargarían de volver a las ovejas descarriadas al redil. 
Reír no estaba bien visto, al parecer, entre los sesudos varones que se arrogaron la ingrata pero necesaria tarea de salvar las almas o mejorar la sociedad de sus congéneres. Se podía discutir la irracionalidad de la religión, pero no que este mundo había de ser un valle de lágrimas.
La puntilla a esta idea llegó con la Revolución industrial, donde se enfatizó al homo faber, a la persona que construye y utiliza herramientas y máquinas cada vez más sofisticadas, haciendo un paralelismo entre la evolución técnica y la cultural. La raza blanca,  en sus variantes germanas y anglosajonas, sobre todo, ocupaba la cúspide evolutiva. Los latinos éramos poco menos que seres abyectos, los eslavos aún estaban peor, y los diversos indígenas que poblaban el mundo descubierto y conquistado no estaban mucho más arriba que el resto de los animales de carga. Y, en consecuencia, eran tratados como ellos por casi todos, excepto por aquellos misioneros entretenidos en salvar sus almas mediante la evangelización. El ideal era ser científico, ingeniero... y blanco, con todas sus consecuencias, de nuevo. O un buen trabajador o técnico, en el peor de los casos.
El animal mendax
Hay más teorías, pero hoy quiero defender la que, en mi opinión, es la más auténtica: el hombre como animal que miente, como animal mendax (según la traducción de un compañero que sabe latín). Una conclusión a la que llegué un día yo solito, aunque no sea, evidentemente, ni el único ni el primero que ha llegado a ella. 
En la serie House, por poner un ejemplo, el médico de marras lo repite varias veces en cada capítulo —con gran éxito de público—; y sesudos profesores, como Julian Keenan, de la Montclair State University, han explicado tras arduas investigaciones que la mentira es uno de los productos más sofisticados de la evolución. El ideal humano, aquí, es el mentiroso, aunque no cualquiera: sólo aquel que engaña bien. ¿Cuántos profesionales están tan bien pagados como un buen publicista, un autor de éxito o un director de cine, y encima se lo pasan pipa con lo que hacen? Pues eso.
Entre los que ocupan el Olimpo de la pasta, existió incluso un subgrupo al que llamaban "expertos en marketing" que ha sido substituido por los "Storytellers" (traducido: Cuentacuentos). Y no es una broma, sobre todo si consideramos que gran parte de la economía de mercado depende de su buen quehacer.

La mentira como goce
Mentimos como si nos fuera la vida en ello. Incluso ciertas verdades no son más que mentiras tergiversadas o mentiras sobre mentiras. 
Mentimos porque nos encanta mentir, porque forma parte de un juego entrañable, porque nos divierte y porque engañar a los demás es la prueba de que razonamos mejor que ellos, jugamos más y encima podemos ser más divertidos. Y todos, desde la profesionalidad o desde el amateurismo, participamos en tan magno deporte.
A tanto llega el amor que profesamos a la mentira que, a falta de otro destinatario mejor, también solemos engañarnos a nosotros mismos. Y no sólo con frecuencia, sino a veces con un ritmo frenético, con una profundidad espléndida y con una variedad de temas asombrosa.
La añoramos tanto que habría que acuñar una  nueva adicción, como mendaxpatía, para definir la situación de aburrimiento y/o pavor en que nos encontramos cuando se nos cuenta sistemáticamente la verdad. No importa que sea la mujer que nos jura que nos querrá siempre —o que hemos estado soberbios en esos determinados momentos—; el político que nos vende lo invendible; el revolucionario que nos promete la posibilidad de la utopía; el tío del banco que nos dice que no nos preocupemos por el crédito, que si hay algún problema él nos lo soluciona; cualquier religión cuando nos ofrece cualquier Paraíso; el hijo que nos dice que no, que él no ha sido; el médico que nos asegura que en cuatro días como nuevos; la pescadera que nos hace ver que esa merluza a tan buen precio todavía se mueve; el vendedor de coches que nos felicita por la ganga que acabamos de comprarle. Definitivamente, nos encanta que nos mientan.
Lo que no perdonamos no es la mentira, sino que nos engañen mal. No nos trata como idiotas quien nos engaña, sino quien lo hace de forma burda, sin cuidar los detalles... sin profesionalidad. No despreciamos a quien nos miente, sino a quien es incapaz de mantener la ilusión de verdad en lo que cuenta.
Como me decía mi amigo Manuel, bien venida sea cualquier mentira, pero “coño, ¡que nos engañen bien!”. Y esto es no sólo mi verdad sino, de hecho, la única verdad.

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