martes, 27 de abril de 2010

MENTIRAS PIADOSAS, BENDITAS MENTIRAS. EPÍLOGO



LA VERDAD OS HARÁ LIBRES
Veritas liberabit vos.
San Juan, Evangelio, 8, 32
Mi sobrina la mayor seguro que no se acuerda. Es ahora una mujer hecha y derecha, profesional y seria. Pero yo, cuando la miro, no puedo evitar verla de otras maneras: en una fotografía suya de niña, en blanco y negro, en la que mira por el redondel hecho uniendo los dedos índice y pulgar de su manita; su rostro feliz, jugando un día al corro en el patio de la escuela. Y su mirada de tristeza cuando una amiga mía, con la mejor intención, una noche nos chafó la guitarra.

Una rana llamada Ramón
Siendo muy pequeña, antes de ir a vivir a la ciudad de los abuelos, venía a menudo a mi casa. Nos llevábamos bien, me gustaba contarle cuentos y jugar con ella. Era mi primera sobrina y, además, encantadora.
Un día vi en un puesto callejero una especie de marioneta de tela con forma de rana, chillonamente verde y amarilla, y no pude resistir la tentación de comprarla para jugar con ella —con mi sobrina, aunque también con la rana—. Cuando llegó  esa noche me la puse como un guante, utilizando el meñique y el pulgar para mover sus brazos y el resto de los dedos para mover la parte superior de la boca. Hablé con una voz que me pareció apropiada y le pregunté —le preguntó la rana— si sabía quién era: ella intentó contestarle que un dragón, pero aún no hablaba bien —era muy pequeña, unos dos añitos— y, desde entonces, aquella rana pasó a ser Ramón, que era lo más parecido que se me ocurrió entender en aquel momento. 
El juego básico, repetido cada vez que venía —ya se sabe cómo son los niños, y nosotros dos lo éramos—, consistía en montar algún diálogo ilógico del que Ramón se evadía cuando le daba la gana mientras se agitaba y le gritaba: “¡Y ahora te comeré!”.  Entonces ella también abandonaba el diálogo allá donde estuviera, corría, y Ramón detrás, y yo detrás de Ramón, y había mordiscos por el comedor y por el pasillo con aquella boca de trapo, y más gritos y más carreras. Hasta que algún mayor nos llamaba al orden y volvíamos al diálogo entre ella, Ramón y yo. Y en cuanto se despistaban, vuelta a empezar con los mordiscos y las carreras.
Un día estaba en casa una buena amiga, de visita. Pero a mi sobrina, a Ramón y a mí eso no parecía afectarnos, así que empezaron los diálogos y lo demás. Y las llamadas al orden, que finalmente los tres obedecimos. 
Yo dejé a Ramón en su cajón correspondiente y entonces sucedió: aprovechando que yo iba a la cocina, aquella amiga, con la mejor de las intenciones, y creyendo que a mi sobrina le asustaba aquel monstruo verde y amarillo, decidió evitarle el supuesto trauma.
Le mostró los entresijos del muñeco y empezó a explicarle que todo era un truco, que Ramón no estaba vivo y no podía morder. Yo llegaba en ese momento con los platos y oí el final de la explicación. Mi sobrina le dio a entender que la había entendido y luego me miró a mí. Y su mirada era de tristeza, y yo me sentí un imbécil porque sabía que no sabría explicarle que podíamos seguir haciendo lo mismo como si aquellos minutos no hubieran existido.
Seguimos jugando, algunas veces más, con Ramón, pero nunca fue ya lo mismo. Ella no sé si lo recuerda; nunca lo hemos hablado. Yo he vuelto a jugar después con mis hijos, sobrinos y hasta con otros niños que habían venido de visita, si pensaba que se lo merecían. Aún conservo, guardado en un armario y con los colores menos vivos, que el tiempo no pasa en vano, a Ramón. 
Está escrito en el Nuevo Testamento —Jn, 8,32—: “la verdad os hará libres”. No digo yo que no, pero a veces, lo único que logra es chafarnos la guitarra. Y nos quedamos con la verdad y la libertad, eso sí, pero sin jolgorio y, de paso, sin música.



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