martes, 4 de mayo de 2010

LA VERDAD COMO TEMA DE REFLEXIÓN

Música para acompañar: Banda sonora de Johnny Guitar
              Es como la vida, un juego cuyo propósito es descubrir las reglas, las cuáles         
              siempre están cambiando y siempre son imposibles de descubrir.
                                   Gregory Bateson, "Metalogos". En: Pasos hacia una ecología de la mente
Que la vida es un teatro es una afirmación reiterada: Sobre el tema han escrito Shakespeare, Calderón e incluso ese tierno sociólogo que fue Goffman en La presentación del yo en la vida cotidiana
Bateson, siempre tan sutil, afinó un poco más: la vida, dijo, es un juego, donde la primera regla es negar que sea un juego.
Miénteme. Dime que todavía me quieres
Una de mis películas predilectas es Johnny Guitar, una atípica cinta del oeste que dirigió Nicholas Ray en 1954. 
En resumen: Johnny y Vienna se amaron en su juventud, pero él tuvo miedo de la responsabilidad del amor y todo quedó en nada. Ella, para sobrevivir, se echó a la mala vida; él, siguió trabajando de pistolero. Como se ve, dos dechados de virtudes, pero que caen simpáticos.
En la escena más entrañable, ambos están de nuevo solos, uno frente al otro, tras cerrar el saloon que ella regenta. Ambos han envejecido —de hecho, lo correcto sería decir que Vienna ha madurado, y que Johnny sigue en el guindo— y ahora él quiere recuperarla, pero tiene miedo de que ella lo haya olvidado o, lo que sería peor, de que no haya olvidado su abandono.
Así que la mira y le dice, mostrándole una sangre fría que no tiene: “Miénteme. Dime que todavía me quieres”; y ella, dulcemente, sosteniéndole la mirada con otra cargada de reproches, le contesta: “Todavía te quiero”. “Miénteme —sigue él—. Dime que me has esperado todos estos años”. Y ella: “Te he esperado todos estos años”. De fondo suena esa banda sonora tan inolvidable.
Y así, de esta manera, simplemente añadiendo la orden de que le mienta, él se sigue engañando inexorablemente y queda sólo frente a su cobardía, empezando de nuevo a perder ese amor que unos segundos antes todavía era posible. Desea tanto sentirse amado como teme que se le niegue ese amor y se le exija reciprocidad. 
Otra versión del drama de Ramón
Cuando conté la historia de mi sobrina, omití algunas reflexiones que cambian el final: Lo terrible de aquella noche no fue que aquella amiga bienintencionada le contara que Ramón era un simple muñeco; fue que yo llegara en ese preciso momento. 
Si yo no hubiera llegado, ella le habría dicho que sí con su cabecita, y luego no hubiera pasado nada. Pero mi presencia rompió la magia de su engaño. El juego auténtico no era que yo intentara engañarla con algo tan burdo como una rana de trapo; consistía en que ella se lo pasara bien creyendo que me engañaba a mí haciéndome creer que la engañaba. 
Me estaba mintiendo para decirme que me quería de esa forma entrañablemente egoísta que sólo los niños pequeños e inteligentes son capaces de teatralizar. Pero yo aparecí, y ella supo que ya no podía engañarme haciéndome creer que la engañaba. Y cuando quedó claro que era un juego, no nos quedó más que acabarlo, porque las risas y las carreras dejaron de parecer lo que habían parecido hasta entonces: algo serio.
La situación se repite inexorablemente en la literatura y en la vida, en lo extraordinario y en lo cotidiano. Pocas cosas son tan dolorosas como que descubran que conocíamos el engaño, ya que, desde ese preciso instante, queda desmontada la ilusión de la ficción. 
Que cada cual encuentre los ejemplos que desee.
La máscara del homo ludens
Empecé la serie sobre la mentira describiendo distintas formas de definir al hombre: homo sapiens, animal racional, animal mendax... 
Me dejé dos comentarios, a propósito: uno, recordar que, etimológicamente, “persona” significa “máscara”; y dos, que no debemos olvidar nunca, en esto de la mentira, la tesis del homo ludens, del hombre que juega, e incluso que juega a que juega, rizando el rizo, según la precisa denominación de Huizinga.
Mentir es algo más que no mostrar la verdad: es jugar con una máscara puesta; es, al tiempo, reivindicar lo lúdico mientras somos, profundamente, personas.
Dudas frente a dos diferentes formas de tragedia
San Juan estableció una relación entre verdad y libertad. Esa  relación existe, pero hay que matizarla, porque implica una de las grandes mentiras que recorren los siglos: aquella absurda creencia compartida por tantos —de ahí las locuras que ha llegado a generar— que afirma que el hombre ama la libertad, hasta el punto de luchar y morir por ella.
¿Cuántas novelas, obras teatrales, películas, canciones, poemas, no se han hecho ensalzando el tema? Pues, a decir de algunos, pura patraña.
Erich Fromm lo dejó muy claro: si hay algo a lo que las personas tengan auténtico horror, al menos en los tiempos que corren, es a la libertad. Hoy la libertad sólo se pide de boquilla: en cuanto podemos, abominamos de ella o la vendemos por un plato de lentejas. 
Lo que casi todos queremos no es ser libres, sino sentirnos seguros, y que alguien defienda nuestra seguridad contra cualquier contingencia, aún a costa de tener que renunciar a parcelas de nuestra libertad. A eso, en el fondo, se reduce todo, se hable de trabajo, de la mujer o de la jubilación. Políticamente hablando, sería la crítica básica del liberalismo económico al Estado del Bienestar, sin tener que buscar muy lejos.
La libertad, decía el curioso Erich, no es gratuita, tiene un precio que hay que pagar, requiere un esfuerzo constante, mantener una pelea que no se acaba nunca. Como la democracia. Como la felicidad. Como la búsqueda de la Verdad. 
De ahí la comodidad de la queja, el vicio de la crítica destructiva, la funesta costumbre de responsabilizar al Otro, la pasividad de muchos que lleva inexorablemente, en ciertas épocas de la historia, a totalitarismos de cualquier tipo.
Intento sintetizar todo lo anterior. Hago mentalmente un somero repaso de la historia. Observo los muertos, las miserias, las desgracias, las tragedias, las guerras, provocadas por los canallas, los egoístas, los mentirosos malintencionados.
Luego sumo las producidas por esos otros, por los soberbios que creyeron tener La Verdad —en forma de religión, de filosofía, de ideología— e intentaron, convencidos de ello y apoyados por inmensas catervas de necios que temían la responsabilidad de ser libres, imponérsela a sus semejantes. Eso sí, siempre para “salvarlos” o, cuanto menos, “por su propio bien”. 
La diferencia entre ambos resultados es abismal. Son peores, pero mucho peores, los de los bienintencionados salvadores.
Benditas mentiras. Seguiremos viviendo, mintiendo y jugando, aunque eso sí, sin perder de vista que este juego es algo muy serio. Y pidiendo alguna vez que nos mienta a quien amamos, porque nos puede el miedo. A la libertad de elegir y asumir responsabilidades, entre otras cosas.

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