viernes, 6 de agosto de 2010

PÁGINAS RECUPERADAS. 1


Música de fondo: el tango Volver, cantado por Carlos Gardel
                                     Volver. Con la frente marchita,
                                     las nubes del tiempo platearon mi sien.
                                     Sentir que es un soplo la vida; 
                                     que veinte años son nada.
                                     (...)
                                     Pero el viajero que huye
                                     tarde o temprano detiene su andar.
                                                                      Fragmentos del tango Volver
He vuelto de vacaciones. Un poco alterado, buscando ese centro de gravedad que a veces se pierde. En este contexto, estoy dedicando algo de mi   tiempo a recordarme. 
Empecé a escribir cosas sueltas con mi primer Amstrad, un ordenador que no tenía ni disco duro y que funcionaba con dos discos flexibles de 5 pulgadas y media. Luego descubrí la maravilla y me pasé a Mac. Después, por aquello de los niños, volví a un PC. Ahora ando de nuevo con un Apple. Ese trasiego de disqueteras, sistemas operativos y cambios de domicilio —además de unos cuantos formateos necesarios del disco duro— me ha hecho perder muchas cosas. Pero unas pocas, pasando de un formato a otro, han persistido. 
Transcribiré algunas.
REGRESOS
Recuperado con fecha 26 de febrero de 1992
1
Hay unas cuantas imágenes de mi infancia que tienen una nitidez asombrosa. Una es un atardecer, luminoso tras la tormenta. Estoy solo, me he hecho un barquito con media cáscara de nuez y unos palillos. Lo coloco en cada uno de los regueros de agua que bajan por las calles de mi viejo barrio y él navega durante unos segundos y se atranca, y lo vuelvo a poner en la corriente y avanza otro poco. Yo lo sigo. El sol calienta un poco y enrojece los jirones de nubes negras que todavía quedan como restos de un naufragio.

2.
Qué dura es la tarea de regresar. El regreso querido es imposible. Los regresos posibles siempre nos desesperan; los probables nos incitan a seguir regresando una y otra vez desde cada esperanza, hasta que aprendemos la lección: aquello que creemos recordar, o se perdió por siempre o no existió jamás.
Ahora sé lo que he estado queriendo: volver de adulto a cuando yo era niño. Ver lo mismo pero con otros ojos: vivir, con la experiencia de lo vivido después, lo que viví entonces. Y en vano he regresado a los paisajes a buscar las respuestas. 
Me hubiera gustado verme desde fuera: Yo de pequeño allí, bajo aquel sol o aquella lluvia, dentro de la casa de la abuela, mirando volar las golondrinas en verano, tirando piedras que saltaban dos, tres, hasta cuatro veces, en la superficie del agua del río. Quisiera haberme visto pisando la nieve, jugando, pensando, mientras veía trabajar a mi padre, tras la lectura de un párrafo de un libro. Quisiera haberme mirado y haberme podido decir, como a través de un espejo, que hay futuro.

3.
Todo se desmenuza, se reordena en medio de una caotización constante. Un día volví y encontré, junto a la casa de mis padres, un solar vacío y una pared desangelada: había, dibujados sobre ella, restos de habitaciones, líneas que demarcaban los distintos pisos, perfiles de cosas que existieron; miré hacia arriba: allí, en la buhardilla con el techo inclinado —qué nítida, la diferencia entre el dentro y el fuera— habían vivido mis tíos y había vivido yo. Allí había estado sano y enfermo, cenado con toda la familia bajo la ventana, acariciado a gatos que se llamaron Pepito, Rosita o Manolo, éste último de un negro brillante; allí jugué y me peleé incontables veces con mi hermano, allí nos asustamos juntos con los cuentos de miedo que contaba mi tío junto a la estufa... y ahora ya no quedaba sino la silueta de una tosca cocina sobre la pared de la casa de al lado, que era la de mis padres. 
Volví otra vez: había una casa nueva, más alta, poblada de otras gentes que ya no conocía. Aquel tío mío —que se había marchado a vivir a otro sitio, casi enfrente— moriría poco después.
Nos dejó también la señora Patricia, y su marcha permitió a no sé qué sobrinas tirar también su casa abajo para hacer otra nueva, más alta; de todas formas hacía ya años que habían cortado los dos olmos y más que había desaparecido la parra. Los paisajes de mi infancia se iban desdibujando, la silueta urbana iba recomponiéndose, y hasta los nombres de las calles empezaron a ser distintos cuando llegó la democracia.
Las sabinas de la plaza de la iglesia de San Nicolás todavía existían la última vez que fui. No sé por cuánto tiempo guardarán ese olor que sentí tantas veces sin acercarme a saber su nombre.
A veces pienso que no vuelvo ya tanto para recordar sino para llevar a cabo la ingrata tarea de cerciorarme, de constatar qué sigue aún y qué ya no. De llevar esa extraña contabilidad de los paisajes, objetos y personas que me permiten seguir creyendo que, realmente, alguna vez fui niño o incluso adolescente.
Los niños ya no son los mismos, ni los mayores, ni el color del cielo, ni el ruido de las calles, ni la sombra del árbol, ni el vuelo de los pájaros. Ya no me queda nada. Nada salvo el regreso, y la búsqueda de algo que no conozco, y el sueño de que tal vez, algún día, jugando en algún sitio, vuelva a encontrarme.



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