a Franz Kafka, in Memoriam
Creo que lo leí en Rayuela, de Julio Cortázar, pero, hace ya tantos años, que no puedo afirmarlo con rotundidad. Y además, no sólo pierdo memoria: de vez en cuando también se me cruzan algunos cables, me hago un lío y confundo los datos.
Entonces, una vez aprendida la lección y asumida la experiencia, se movían con toda tranquilidad por el interior, se acercaban y, antes de llegar a chocar con la pared invisible, giraban en otra dirección y seguían con su vida. Asumir que allí estaba el límite les evitaba golpecitos y, sobre todo, les liberaba de frustraciones.
Lo que los peces no sabían es que los experimentadores, con esa crueldad que sólo es capaz de generar la frialdad de un experimento científico, los había colocado en una pecera especial, de paredes móviles. En una pecera dentro de otra pecera.
Sé que no soy un pez, al menos morfológicamente. Pero no estoy nada seguro de no pertenecer, íntimamente, a esa especie citada cuyo nombre desconozco. Voy acumulando experiencia, pero a veces, en esa soledad cálida del antes de dormir, me pregunto si yo también, para ahorrarme frustraciones, evito transgredir ciertos límites que creo saber que existen en mi pecera personal y me pierdo todo un Nuevo Mundo que queda fuera, y que quizás no sea nada maravilloso, pero que quién sabe.
Y a veces me digo que estaría bien, de vez en cuando, transgredir alguno y decidir, después, si mereció la pena o no entrar en esas nuevas realidades. Y deseo arriesgarme a ir un día poco más allá, y no girar precisamente un poco antes de donde supongo que está el límite invisible del cristal.
Me lamento por perder cierta clase de memoria, y no otra, como aquella que me recuerda nítidamente determinados límites invisibles; me pregunto qué le habré hecho a algún dios para que me castigue así, cargándome con experiencias que no forman parte del ímpetu del movimiento, sino del peso muerto de la pasividad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario