viernes, 13 de agosto de 2010

ANIMALARIO. 1. LOS PECES, NOSOTROS Y LOS DIOSES.

Nosotros los occidentales estamos enajenados de nosotros mismos y de la naturaleza. Padecemos de ciertas ilusiones, una de las cuales es que la vida tiene sentido; es decir, que estamos cuerdos. Mantenemos esta opinión a pesar de las masivas pruebas en contra (...)
                                                                    Edward T. Hall. Más allá de la cultura.  
En casa, hasta ahora, teníamos sólo dos peces macho: uno azul y otro rojo. Son de nuestras hijas. De la misma especie, pequeños, muy vistosos, con grandes colas que se ondulan mientras nadan y con una característica curiosa: no pueden estar juntos porque se pelean a muerte. Así que cada uno estaba en su pequeña pecera individual.
El otro día compramos una pecera grande. Mi mujer la llenó, puso en marcha los filtros, colocó las plantas y toda esa parafernalia y, unos días después, introdujo unos nuevos inquilinos. Entonces pensó: ¿qué pasará si pongo dentro, con ellos, el pez azul; se peleará también con estos? Y lo puso.
No pasó nada en ese sentido. Pero sí en otro. Azul cambió de actitud. Nadaba con rapidez, parecía más alegre. Tenía ahora un vasto territorio, vistosos compañeros de viaje, algas en el fondo, una gamba y caracoles para limpiar la nueva casa... en fin, aquello era jauja. 
Si Azul hubiera sido humano, supongo, habría trabajado duro buscando una explicación “lógica” al asunto. No podía ser, se diría,  que durante tanto tiempo estuviera en un sitio y ahora, así porque sí, lo hubiera afectado un cambio tan profundo y positivo. Así que buscaría la explicación; el “sentido” a lo que le pasaba. ¿Qué habría hecho bien? ¿como premio a qué acción recibía los favores de Fortuna? ¿qué dios se había compadecido de él y por qué? 
Y seguro que encontraría una respuesta. Lógica y coherente, por supuesto, pero sin ninguna relación con un capricho de mi mujer y, mucho menos, con el hecho de que, por razones que hasta a mí se me escapan, un señor hubiera abierto una tienda de mascotas en el barrio y utilizado como gancho una pecera de oferta.
Poco después mi esposa, ajena tanto a las improbables meditaciones de Azul como a mis elucubraciones sobre el tema, tuvo una nueva idea, más brillante si cabe: el pez rojo quedaría mejor en el conjunto de la pecera. Pero claro, no podían estar juntos, porque se pelearían a muerte. Así que hubo un nuevo trasvase: ahora Azul pasó a una pecerita de nuevo y Arquímedes —el rojo tiene este nombre— se sintió gratamente reconfortado al comprobar que los dioses lo habían elegido por alguna razón que él habría de descubrir para seguir para repetir los actos que los habían motivado y seguir congraciado con ellos.
Azul, en cambio, empezaba a preguntarse dónde había fallado, qué había hecho mal, porque seguro que había metido la pata en alguna cosa. Los dioses ni hacen favores ni se enfadan porque sí. Ha de haber una razón, se decía, y si la descubro volveré a tener el pase asegurado a un nuevo trato de favor y al goce de ese espacio tan ameno.
Gracias a Dios, los peces, que se sepa, ni piensan, ni meditan, ni pierden el tiempo buscándole explicaciones imposibles a los acontecimientos, por extraños que estos les parezcan. Aceptan lo que les cae, luchan cuando es necesario para sobrevivir  y luego a esperar la próxima, sea ésta conseguir comida o hacer lo posible por procrear. 
La vida de los humanos, en cambio, es complicada. Necesitamos que los acontecimientos, al menos aquellos que nos afectan más, tengan un sentido. Así que inventamos dioses, ponemos en marcha sentimientos, organizamos relaciones... e, incapaces de asumir la infinitud de los procesos implicados y, si se trata de mujeres, de la complejidad y diferencias entre su forma de pensar y la nuestra, nos empeñamos en buscar explicaciones para todo. Con unas posibilidades de éxito similares a las de Azul y Arquímedes. 
Pero en fin, parece que eso nos hace felices. Así que por la noche, tras haber dado con la respuesta lógica y coherente a cualquiera de las cuestiones que nos preocupan, y haber descubierto las razones profundas de cualquier suceso que nos afecta —sea haber encontrado trabajo, o haberlo perdido; o que la mujer que creemos amar nos haya dicho que sí, o que no; o que llueva más, o menos, que el agosto pasado; o haber padecido un accidente, o haberlo evitado; o las razones de la crisis que nos aqueja— nos paramos a pensar y, de alguna forma y aunque nos declaremos agnósticos o ateos, maldecimos o damos gracias también a Dios o al Azar por nuestras suertes o nuestras desgracias.
Es la desventaja de no ser un pez: vivir a menudo ilusionados, aunque en una acepción un poco diferente a la que solemos usar normalmente. O la ventaja, quién sabe.

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