miércoles, 11 de agosto de 2010

LO NUEVO Y LO VIEJO: ILLUSIES.


                                      Uno no descubre nuevos continentes sin aceptar que 
                                      debe perder de vista la orilla durante un largo tiempo.
                                                         André Gide (en Internet)
Hubo unas épocas en que me seducían las novedades por sí mismas; ahora ya no. Ahora me atraen, curiosamente, aquellas que me permiten acceder a lo de siempre, aunque de otra manera; entender mejor lo conocido: volver. 
Paradójicamente, he descubierto que la organización del regreso es el método idóneo para aprender a usar nuevas tecnologías, para ordenar mi mente en nuevos organigramas, para avanzar en contextos novedosos que me hacen descubrir posibilidades antes inimaginadas. 
Lo nuevo me ofrece los métodos más eficientes; lo conocido le da el sentido a sus usos. Y es en ese quehacer, a veces sin que yo siquiera me percate, me dejo avasallar por las novedades y cambia el sentido de mi vida, dejándome de vez en cuando, eso sí, desarbolado y caótico, como un barco tras la tormenta, o con esa sensación de temor reverencial que padece el cobarde que ha perdido de vista la orilla.
Un GPS, por ejemplo, es una de esas aplicaciones tecnológicas nuevas y fascinantes. Me maravilla el artilugio en cuestión, ese sistema de posicionamiento mediante un sistema de triangulación establecido por satélites y que permite saber dónde estamos con una precisión increíble. Yo lo he utilizado para regresar al pasado.
Hace unos días usé la función de “recorrido a pie”. Fue en Brugge —esa ciudad cuyo nombre significa “puentes”, lo que tiene su lógica teniendo en cuenta la cantidad de canales, pero que en castellano hemos dado en llamar Brujas— y tuvo que ver con mi pasión por el regreso, por mi afición a lo ya conocido: por mi inveterada manía de volver.
La casa en un callejón de Brugge
Hace unos veinte años la recorrí por primera vez, y sus calles me llegaron al alma. Caminar por sus calles fue como recorrer espacios al tiempo nuevos y conocidos. Volví.
En una de esas visitas distantes en el tiempo, durante un rato, me separé del resto de la familia y me aventuré, solo, buscando sin saber qué, caminando sin más sentido que aceptar lo que quisieran depararme el azar o el destino. Encontré un callejón, y al fondo una casa, y en ella una exposición de caligrafía, con frases bellamente talladas en cristal y en piedra, dibujadas sobre papel o pergamino, con diferentes tipos de letra y de decoraciones. Me asombré de tanta belleza en un lugar tan recóndito e íntimo y fantaseé respecto al grupo de personas que habían llevado a cabo aquel ejercicio de solidaridad estética. 
En la memoria guardé aquellas imágenes generales, y con mi vieja Nikon  capté en unas cuantas diapositivas de algunas de esas obras, que todavía conservo. 
En otros regresos intenté encontrar, de nuevo, aquella casa, y comprobar si, improbablemente, seguía aquella exposición o si los autores habían creado alguna nueva. No lo logré jamás. Sabía que estaba cerca del Mark, pero por más vueltas que daba —y disponía siempre de un tiempo limitado— no encontraba aquel callejón con la casa al fondo.
Hasta hace unos días. 
El sencillo cuaderno y los satélites en órbita geoestacionaria
Aquel día, tras recorrer la exposición de caligrafía, y presintiendo que mi memoria fallaría, anoté la dirección en una especie de cuaderno de viaje que llevaba... sin considerar que olvidaría también que había llevado aquel cuaderno. Y hace poco, revolviendo estantes y mirando viejas anotaciones para preparar el nuevo viaje —una forma como otra cualquiera del volver— encontré el cuaderno, la página, las anotaciones, la dirección exacta.
Así que, al parar en Brugge de nuevo, introduje la dirección en el GPS, seguí sus instrucciones, y regresé. Estaba cerrada. Únicamente quedaban, sobre una piedra en la pared, lo que imagino que es su nombre o el del propietario; y en la ventana, justo tocando al cristal y junto a unos pequeños guijarros pulidos por el agua y colocados con esmero, un viejo hueso con la palabra ILLUSIES —que significa ilusiones— tallada en negro. Sólo eso. Para mí fue más que suficiente. Había vuelto. Gracias a una anotación manuscrita en un viejo cuaderno y a esa maravilla tecnológica que es un GPS de última generación con la función “recorrido a pie”. 


Anotación de navegante
Algunas veces siento que soy de los que temen perder de vista la orilla durante largo tiempo, condenándome, así, a no descubrir nunca nuevos continentes. Sé que a menudo disfrazo mis miedos de prudencia. 
Otras, en cambio, me encuentro en nuevas tierras y me pregunto cómo ha sido posible mi llegada, y sólo entonces tomo conciencia del tiempo que he pasado sin ver la orilla, y entiendo mis conflictos y mis crisis como resultados de una travesía al tiempo ilusionada y aterradora. Porque hay espacios interiores imposibles de triangular, para los que no existen GPS y en los que el único sistema de orientación son las anotaciones de un viejo cuaderno y, como consta en el hueso tallado tras la ventana de la única casa del antiguo callejón de Brugge, las ilusiones.

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