sábado, 30 de noviembre de 2019

9. El mal de Lorien

¿Qué había sido, mientras tanto, de Lorien? 
La bella muchacha había hablado con su padre, le había expuesto su amor, había suplicado su comprensión y hasta clamado por el honor de la palabra dada. Fue todo en vano. Él la mandó obedecer, la encerró en sus habitaciones, azotó al ama y al cochero por haber permitido que se viera con un extraño y arregló su boda con toda la celeridad posible. 
Era padre un hombre duro porque había que serlo para hacer negocios y destacar, para enfrentarse a los piratas del río y evitar a los asaltantes de caminos, para eliminar a los competidores, para dominar el Concejo. De otro lado, no tenía miedo a las amenazas de un simple artesano, y menos aún si su trabajo era fabricar instrumentos musicales —si al menos hubieran sido armas— pero tampoco era imprudente ni temerario, así que decidió hacer las cosas rápidamente. De hecho, si la boda no se celebró antes fue porque un acontecimiento de esta envergadura no se improvisa, dos familias de su importancia no se unen todos los días, y un palacio no se construye en unas semanas. Así las cosas, no fue de extrañar que las protestas, las súplicas y las lágrimas de su hija no sirvieran de nada. 
Lo que ese padre parecía no querer entender es que la tristeza mina la salud con más ahínco que cualquier otra enfermedad, que la añoranza puede ser más peligrosa que una puñalada bien asestada y que un amor oprimido puede matar con más facilidad que la caída de un caballo. 
Así que, mientras todos se afanaban engalanando la ciudad Lorien, ajena a tanta excitación compartida, enfermó. Al principio no se le dio importancia: una simple fiebre, habrá cogido frío, no come lo suficiente, se decían sus allegados. Pero la fiebre no bajaba, su cuerpo temblaba cada vez más y, por más que cocinaban sus platos preferidos, a ella le era imposible probar bocado. 
Dos semanas antes de la boda su estado era ya precario y a medida que se acercaba lo que se suponía un día feliz, su tez perdía color, sus ojos brillo y su cuerpo fuerzas. 
Había que tomar una decisión: una noche sin luna, días antes de que se celebraran las nupcias, Tahar regresó al bosque, llamó a Taldrín, se hizo conducir ante el Príncipe y le reclamó, durante unos días, la zanfona que le había dejado en préstamo. 

El Príncipe oyó su petición, escuchó sus razones, comprendió su corazón y no sólo le devolvió lo que en justicia era suyo, sino que prometió ayudarle: en muchos años había sido el único hombre que les había ofrecido su amistad sin pedir nada a cambio, que había compartido su saber y su música con ellos y había respetado al bosque y a todos los que en él habitaban. Cuando propuso su plan de acción todos estuvieron de acuerdo: lo merecía.

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